Es
algo extraño lo que sucedió la noche pasada después de la cena, bastante
después, justo en mitad de esas horas anhelantes que nos conducen hasta el
sueño. Fue extraño anoche y sigue siéndolo ahora que el día asoma, aún
tímidamente, por encima de las destelleantes luces que todavía brillan en la
imagen lejana de la ciudad. No he dormido mucho, a penas tres o cuatro horas,
no más, y me siento extremadamente cansado (presiento que hoy será un fatigoso
día). Antes de conciliar el breve sueño estuve dando vueltas en mi cabeza a
aquello que acaeció, entre carcajadas, mientras veíamos la televisión, pero no
logré esclarecer nada, ni tampoco lo logramos cuando estuvimos hablando sobre
ello justo antes de pagar la luz (buenasnoches). Esa luz que ahora está
prendiendo el tranquilo horizonte.
Esta es la hora de la tranquilidad, el alba, donde los fantasmas del día
anterior parecen dejar paso a los del nuevo día, siempre los mismos y siempre
distintos. La mejor de todas las horas, es más, la única capaz de aliviarme,
aunque sólo sea de manera momentánea. ¿Qué sucedió? No lo sabría decir
ordenadamente, tan siquiera soy capaz de articularlo de modo argumentado, ya
que fue algo que escapa al orden tanto como al argumento. Ella y yo estábamos
hablando, bromeando casi, muy jovialmente y, entonces, a mi se me ocurrió la
idea de “El hombre de la ventana”. Más que una idea fue como una suerte
de fantasía surgida de mi cabeza, de mi imaginación, que escapó de allí a
través de las palabras y, aprovechando la idoneidad que las circunstancias
daban a la situación, arrasó con todo lo que encontró a su paso, sólo que ella
estaba en mitad de ese paso y se sintió, yo creo, ligeramente desbordada. Fue
algo inocente, me refiero a que no imprimí malicia alguna a mis palabras,
tampoco a mis fantasías.
Se trataba de un hombre olvidado
por todos, hasta por sí mismo, que merodeaba por la fachadas de los edificios,
caminando por las paredes como si la inquebrantable ley de la gravedad no fuese
con él (como si también el universo hubiese olvidado aplicarle sus castigos).
Se movía intentando atisbar por entre las ventanas, que aún no habían sido
selladas con el peso de las persianas, tan sólo esbozos de él mismo en los
demás, con el fin de intentar reconocer su existencia. Buscaba atisbos de su
vida entre aquellos que lo olvidaron. No era un asesino, yo nunca dije eso, ni
un loco, ni un monstruo... Nada más era “El hombre de la ventana” que mora con su
vacío en la noche silenciosa intuyendo, a penas, su sombra bajo los densos
rayos de la luna, el ser que absorbe, a través del frío cristal, nuestros
momentos de sobreabundancia (como en la risa y en la intensa tristeza). El inacabado
que vaga por el mundo buscando rellenar su incompletitud rebosante de ausencias
que, cuanto menos, es causa de terror y, cuanto más, de suscitar compasión. A
ella le aterró.
Ya
despertó el día, hace viento. La amanecida parece haberse llevado, o tal vez
hayan sido las palabras, ese regusto a mano vacía que mi imaginación dibujó en
la noche. Pero, todavía, bajo la anaranjada luz del sol más temprano, hay algo
dentro de mi que se resiste a creer que todo fue una fantasía, algo de mi que
trepa por las fachadas de los edificios bajo el amparo de la noche buscando
encontrar, en la parte de afuera de alguna ventana, a ese ser que no es sino un
hueco de mi.
Marcos Lloret García
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