sábado, 9 de febrero de 2013

El (des-) aparecido


     Llegó esta mañana a la orilla, bien temprano, con el sueño pegajoso bramando aún detrás de los párpados. Apenas había gente en la playa, sólo cuatro o cinco personas sumidas en sus ejercicios matinales, tanto que no repararon en aquel amasijo de algas putrefactas cabalgando entre el mar y la tierra firme, sin decidir todavía posarse. Lo veía cerca, pues me encontraba paseando próximo a la orilla, llamaba mi atención el tenue balanceo con que la débil resaca lo acunaba, arrastrándolo unos centímetros mar adentro, para que las olas lo trataran de varar en la arena con su empuje, pero eran tan escasas e insignificantes que nada más lograban mecerlo en un triste movimiento que no llevaba a ninguna parte.
     El iceberg de alga debía ser bastante pesado, puesto que se ancló definitivamente a poco más de un metro de la línea de costa. Su tripa tocó fondo tras una larga travesía bajo el insoportable sol del estío, cosa que se podía deducir debido al pestilente hedor que desprendía fruto de la descomposición. Me acerqué con pasos lentos, pesados, hasta que mis pies descalzos fueron acogidos por la tibieza de las aguas que estaban excepcionalmente calientes, pero la peste me rechazó de tal modo que tuve que retroceder de inmediato con los ojos irritados y fuertes golpes de tos, cayendo al suelo de rodillas. Un señor que caminaba cerca vino a auxiliarme, me preguntó qué me ocurría y le conté lo sucedido: me llamó la atención el montón de algas, me acerqué a curiosear y una suerte de emanación irritante me echó hacia atrás. Olfateó con su nariz el ralentizado aire y, tan pronto como captó el rastro del olor, palideció. Se acercó hacia las algas con un pañuelo a modo de mascarilla, las zarandeó con su pierna derecha y, de uno de los extremos del fardo, se descolgó un brazo hinchado, amoratado, con los dedos comidos hasta la altura de las segundas falanges que se exhibían avergonzadas a la luz de los primeros rayos del sol. Hizo señas a alguien que llegó velozmente y marchó más veloz aún. Al poco, regresó con otros dos hombres amados de palas y cuerdas. 
     Yo quedé semi tumbado en la arena, aturdido, y pude entender que hablaban algo sobre el naufragio de un barco y unos desaparecidos. Soñé que excavaban un enorme hoyo en la misma playa, cogían aquel montón de algas y jirones humanos, y lo enterraban en él. Tras esto, desaparecieron dejando a la tierna mañana sumida en el silencio.


                                                                                           Marcos Lloret García

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