Llegó esta mañana a la orilla, bien
temprano, con el sueño pegajoso bramando aún detrás de los párpados. Apenas
había gente en la playa, sólo cuatro o cinco personas sumidas en sus ejercicios
matinales, tanto que no repararon en aquel amasijo de algas putrefactas
cabalgando entre el mar y la tierra firme, sin decidir todavía posarse. Lo veía
cerca, pues me encontraba paseando próximo a la orilla, llamaba mi atención el
tenue balanceo con que la débil resaca lo acunaba, arrastrándolo unos
centímetros mar adentro, para que las olas lo trataran de varar en la arena con
su empuje, pero eran tan escasas e insignificantes que nada más lograban
mecerlo en un triste movimiento que no llevaba a ninguna parte.
El iceberg
de alga debía ser bastante pesado, puesto que se ancló definitivamente a poco
más de un metro de la línea de costa. Su tripa tocó fondo tras una larga
travesía bajo el insoportable sol del estío, cosa que se podía deducir debido
al pestilente hedor que desprendía fruto de la descomposición. Me acerqué con
pasos lentos, pesados, hasta que mis pies descalzos fueron acogidos por la
tibieza de las aguas que estaban excepcionalmente calientes, pero la peste me
rechazó de tal modo que tuve que retroceder de inmediato con los ojos irritados
y fuertes golpes de tos, cayendo al suelo de rodillas. Un señor que caminaba
cerca vino a auxiliarme, me preguntó qué me ocurría y le conté lo sucedido: me
llamó la atención el montón de algas, me acerqué a curiosear y una suerte de
emanación irritante me echó hacia atrás. Olfateó con su nariz el ralentizado
aire y, tan pronto como captó el rastro del olor, palideció. Se acercó hacia
las algas con un pañuelo a modo de mascarilla, las zarandeó con su pierna
derecha y, de uno de los extremos del fardo, se descolgó un brazo hinchado,
amoratado, con los dedos comidos hasta la altura de las segundas falanges que
se exhibían avergonzadas a la luz de los primeros rayos del sol. Hizo señas a
alguien que llegó velozmente y marchó más veloz aún. Al poco, regresó con otros
dos hombres amados de palas y cuerdas.
Yo quedé semi tumbado en la arena,
aturdido, y pude entender que hablaban algo sobre el naufragio de un barco y
unos desaparecidos. Soñé que excavaban un enorme hoyo en la misma playa, cogían
aquel montón de algas y jirones humanos, y lo enterraban en él. Tras esto,
desaparecieron dejando a la tierna mañana sumida en el silencio.
Marcos Lloret García
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