martes, 19 de febrero de 2013

La Colilla


           
          Aquella tarde llovía torrencialmente, una de esas fuertes tormentas propias del otoño, con la salvedad de que había trasladado su ubicación a los primeros días invernales. La noche arreciaba tanto como el viento frío, que iba pintando de colores violáceos los rostros de los invitados más puntuales que ya rondaban por las puertas del restaurante intentando adentrarse en él, un tanto impacientes. Nunca me han gustado estas situaciones en las que la gente no hace sino relamerse al pensar en todas las delicias que devorarán ávidamente, como si se tratase de la última de las cenas que van a disfrutar. Siento asco al verlos babeando por dentro de sus cabezas, me repugna el sentirme parte de semejante masa pero soy humano, quizá demasiado, y no puedo dejar de descubrirme a mi mismo, algunas veces, relamiéndome y babeando con ellos en una suerte de escatológico ritual del que me cuesta desprenderme y, quizá, nunca lo haga.
          Dadas las inclemencias meteorológicas, y la tardanza de los anfitriones, la ingente marea humana que conformábamos los allí congregados fue pasando pesadamente, con la lentitud propia de un domingo aciago, al interior del pequeño bar del restaurante donde se consumaría la ceremonia. No nos engañemos, las bodas no se consuman en la privacidad de la alcoba (ese es lugar para los amantes, y allí la liturgia no pinta nada), sino en la publicidad de un ostentoso banquete. Se estaba bien adentro, a buen seguro se estaría mejor antes de que las ridículas voces de los invitados rompieran por la mitad el silencio que merodeaba a las espaldas de los dos o tres clientes que estaban en la barra, a caballo entre el café y la cerveza. No era un lugar excesivamente acogedor pero, al menos, no hacía frío. Mejor sería decir que la temperatura ambiental era óptima, pese a que se notaba un gélido rumor que parecía provenir de los destartalados taburetes de asiento redondo, tapizado en polipiel roja, de los azulejos que revestían las avergonzadas paredes, de las lámparas que intentaban alumbrar tímidamente, del humo de tabaco negro abotargado en el aire... Poco a poco, camareros con enormes bandejas en sus manos comenzaron a surgir por un extremo de la barra y fueron ofreciendo bebidas y aperitivos a los comensales, intentando que cejaran en su empeño de hablar, cada uno, más alto que sus contertulios. Nada consiguieron sino acrecentar, en gran medida, los ánimos de un público enardecido.
         Ante la imposibilidad de conseguir un hueco en alguna de las atestadas mesas, mi novia y yo decidimos permanecer en la barra, al lado de uno de los habituales clientes del local, uno de los parroquianos, por darle un matiz sagrado al asunto. Era un anciano que rondaría los ochenta años, sentado en uno de los cansados taburetes, tal vez el que había estado ocupando desde hacía tantos años que ni siquiera lo recordaba. Lucía la delgadez característica de una vida austera,  carente de un buen puñado de cosas, lo cual acentuaba en gran medida el arqueamiento de su espalda, unido esto a una complexión de esas en las que el tórax está como metido hacia adentro. En su mano izquierda, elevada a la altura de la oreja, sujetaba un pequeño transistor que intentaba escuchar, a duras penas, entre el griterío descontrolado que inundaba el local , mientras que en su diestra mantenía, reposando entre sus dedos como si se tratase de otro apéndice, una colilla aún humeante que era exprimida por sus labios resecos buscando una calada más. A penas nos lanzamos unas ridículas miradas y cada cual siguió con lo suyo: él con su radio y su colilla, y yo... No podía dejar de mirarlo de reojo porque, a cada poco, se tambaleaba ligeramente de atrás hacia adelante asintiendo con la cabeza y mascullando algo, como si respondiese a las ondas que, mal que bien, llegaban hasta el vetusto aparato receptor. Así permanecimos unos instantes, pero pronto el bar estuvo completamente atestado de gente y perdimos el pequeño espacio libre del que disfrutábamos, quedando en una de esas situaciones en las que uno termina estando rodeado por una masa de extraños.
         Calor, gritos, algún que otro amable empujón... Podrían resumir el nuevo cariz que había tomado la situación, mas lo peor fue que uno de esos infames extraños, quizá el más patán de todos, se percató del anciano que, a estas alturas, se hallaba arrinconado en el extremo de la barra. Y, entonces, devino la desgracia, la rotura del momento que aquel hombre me estaba regalando. El muchacho se acercaba una y otra vez al viejo, con una estúpida sonrisa por el lado de atrás de los labios, intentando escuchar el pequeño transistor que éste apretaba contra su oreja, invadiéndolo, molestándolo. Incluso llegó a decirle algo, a lo que el viejo respondió con una nueva chupada a su colilla, presumiblemente la última.
Se bajó costosamente del taburete y, mirándome fijo a los ojos, dejó caer la colilla al suelo, diciéndome a través de dos lágrimas que aquéllo que me estaba contando acababa de enmudecer para siempre. Pisó la colilla con su pie derecho, y se perdió entre la gente en dirección a la salida. 
 Sólo quedó de su historia el regusto a tabaco negro aplastado contra el suelo.


                                                                                         Marcos Lloret García

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