La música sonaba a todo volumen,
tanto que se podía escuchar desde la puerta de entrada al edificio, pese a que
provenía de la segunda planta. Cada día, más o menos hacia la misma hora, se
oía un auténtico concertín de canciones estridentes y diversas melodías
estruendosas, aderezado todo ello con los ruidos, golpes y arrastrar de muebles
que también emergían de la planta segunda, y se colaban a través de las paredes
de las casas rebotando de una a otra, avisando a todos los vecinos de los
quehaceres de su Majestad. Pero la
representación del teatrillo no contaba sólo con el pase del mediodía, sino que
en cualquier momento, y a cualquier hora del día o de la noche, podía comenzar una de las audiciones que los habitantes
del inmueble trataban de soportar estoicamente, cosa que no todos lograban.
La vivienda en cuestión, de la
planta segunda, estaba situada justo entre otras dos moradas que le hacían las
veces de escolta real porque ella era
la Reina, tanto la casa como su
habitante. Ella era la Monarca de
toda la finca, y su poder alcanzaba desde las terrazas de la tercera y última
planta, hasta de los trasteros y plazas de garaje situadas en el sótano. Es
más, su reinado y soberanía llegaba a extenderse, a través de aire, a los
edificios aledaños, que también venían padeciendo las extravagancias sonoras de
su Alteza Real. Al menos ellos
únicamente sufrían el tormento ruidoso, porque sus más allegados súbditos,
particularmente las personas que vivían en los domicilios limítrofes al palacio,
tenían que soportar, a parte de las mencionadas extravagancias sonoras, sus no
menos excéntricos comportamientos y modos de proceder.
Llamativo fue el caso que se dio
en la época en que la Soberana
decidió de modo unilateral y sin comunicarlo a través de real decreto a sus
vasallos, cosa a la que no estaba obligada dada su auctoritas, establecer su morada en el descansillo de la escalera
que decoró, ambientó y acomodó tal cual si fuera su casa, y permaneció
habitando allí durante varias semanas, haciendo tanto lo divino, sus rezos y
oraciones, como lo más humano y escatológico, aquello que la mayoría de los
mortales solemos hacer en el secreto de nuestros hogares, puesto que el reparo
y la moral impiden lo contrario.
La Reina era joven, una
muchacha casi de treinta y pocos años, a la cual el poder le fue entregado por
ser la primera de las habitantes que se instaló en el edificio. Aunque, a decir
verdad, no hubiera podido ser de otra manera ya que para esta ocupación, como
para cualquier otra, hay que valer y no todas las personas son válidas para un
cometido de tal envergadura. Además, las leyes implícitas de las comunidades de
vecinos tenían establecido que el/la Monarca
de una escalera debía esforzarse y procurar conseguir causar el mayor disturbio
posible a sus súbditos, lo cual era como algo innato para esta chica que no
tenía que esforzarse ni un ápice, ya que el tema del incordio le salía de modo
natural, tal cual si fuera una sobreabundancia que rezumaba de sus
comportamientos diarios, y también de los nocturnos. Una Reina que se preciase de serlo, no tenía permitido abandonar a sus
cortesanos ni tan siquiera en las horas en las que dormitan los cobardes y los
miserables, de lo contrario…¿qué clase de Monarca
sería si primara más su descanso o su placer que su deber?
Ni que decir tiene que era una persona totalmente entregada en cuerpo y
música a llevar hasta sus últimas y más extremas consecuencias el poder
recibido, de lo que se deduce que su vida particular y personal estaba un tanto
dejada de la mano de Dios, cosa de ínfima importancia si la comparamos con la
misión que estaba llevando a cabo de un modo magistral. Esto era así porque, si
alguno de nosotros nos viéramos abocados a una empresa tal, a buen seguro
recurriríamos al mandamiento directo sobre éste o aquel vecino, a la charla
moralizadora cara a cara e incluso a la humillación y el escarnio público si
llegara el caso. Pero ella no actuaba así, era más retorcida, más áspide, y
lejos de entrar en el confrontamiento personal se dedicaba a ir haciendo mella
en el vecindario mediante sus exhibiciones sonoras día tras día, noche a noche,
de un modo lento pero contundente.
Se puede decir que era una de esas personas que viven hacia afuera. Me
refiero a que prácticamente cualquier aspecto de su vida era gritado a los
cuatro vientos por ella misma. De igual modo, todos sabían perfectamente cuándo
entraba y salía de su casa, por su discreto modo de firmar su llegada o su
partida regalando un sonoro portazo a su público. Sabían cuándo hacía limpieza,
por el estruendo que montaba, incluso también sabían cuándo cocinaba o comía,
por el mismo matiz ruidoso que imprimía en estos menesteres. Algunos, sus
vecinos de los lados, la llegaron a
escuchar en flagrante acto de fornicación lo cual era llevado a cabo por ella
como el resto de los actos de su vida.
El tiempo pasaba y los residentes de la finca veían cómo las paciencias
de unos se iban agotando más que las de otros, y puesto que a la situación no
se le intuía tinte de cambio, algunos de ellos resolvieron mudarse a otros
reinos en donde los monarcas fueran
un tanto más silenciosos. La pareja que vivía en el primero se marchó a un piso
de la corte del Rey Mudo, el cual lo
más que venía a hacer a sus súbditos era algún sonido gutural en un intento de
comunicarse con ellos, intentos todos abocados al fracaso. Tanto les gustó a
estos chicos la tranquilidad de su nuevo reino que no dudaron en avisar a sus
amigos que vivían en el bajo de la corte
de su ruidosa Majestad, otra pareja
un tanto más madura que la anterior y con un retoño de pocos meses de edad que
comenzaba a acusar en sus carnecitas las inclemencias de las tortuosas noches
palaciegas. También tomaron el camino del exilio el matrimonio de viejecitos
que vivía en el piso que quedaba a la derecha de su Alteza Real, hartos de soportar los martirios musicales y con un
profundo insomnio a cuestas partieron en busca de otras tierras, con lágrimas
en sus ojos pintados con el enrojecimiento típico que nos brinda el sueño
frustrado.
Mientras las viviendas se iban vaciando de sus pobladores, que fueron
desfilando discretamente y sin llamar la atención en busca de sus destinos, la Reina no parecía advertir que su corte
se desmoronaba debido a que el edificio se estaba quedando vacío de gente. Y
cuando todos hubieran partido, ¿qué fuste tendría la misión de aquella Soberana cuando ya no quedara nadie a
quien perturbar? ¿Qué haría entonces con sus músicas, sus ruidos y sus aullidos
propios de los más primitivos semovientes que la mente logra recordar?
Preguntas jamás planteadas por ella que se encontraba absorta en su cometido. Tal
vez tratara así de ganarse el tan ansiado cielo que todos merecemos tras pasar
una vida en este mundo, o quizá pensaba que le darían algún tipo de medalla o
distintivo reconociendo su profunda y concienzuda labor Real. No conocemos cuáles eran sus pensamientos, mas sí podemos dar
testimonio de lo que sucedió aquella tarde de febrero.
La Reina sintió un enorme
deseo, sin saber muy bien de dónde provenía ni a qué necesidad respondía, de
aproximarse un poco a sus súbditos buscando quizá aquello que hasta los más
elevados y metafísicos ascetas requieren de tanto en tanto para seguir
sintiéndose personas, buscando nada más que un poco del calor humano que no le
daba ni su música, ni sus golpes, ni sus maneras de vivir. La tibieza de la
charla con un amigo, la calidez de dar un paseo en compañía o el ardor del
acogedor abrazo que nos brinda nuestro ser amado, nada de esto había en su vida
que venía estando dedicada a otras cuestiones de mayor importancia. Pero en
aquellas horas vespertinas necesitaba, nada más que eso, necesitaba al igual
que necesitamos el resto de los mortales, cosa que no le resultaba plato de
buen gusto porque ella era la Reina y
no quería necesitar.
Salió de su palacete y fue llamando a las puertas de las casas con un
gesto amablemente forzado en su rostro, y una fingida sonrisa en sus labios que
trataba de ocultar lo que ni ella misma quería ver. No se abrió ninguna de las
puertas, es más, se dio cuenta de que el edificio estaba sumido en el silencio
por el que correteaban los ecos de los timbres que iba tocando con su mano.
Regresó al descansillo de la segunda planta y se sentó en el suelo al tiempo
que tomaba conciencia de que estaba sola, cosa que los vecinos siempre vieron
con meridiana claridad. Entonces se dio cuenta de lo que había pretendido
lograr mediante su mandato. Lejos de ansiar loores y agradecimientos, lo que
aquella chica buscaba e intentaba a toda costa era aplacar, aunque tan sólo
fuera por unos segundos, la desgarradora soledad de la que estaba presa desde hacía
ya un buen manojo de años, tal vez toda su vida, pero lo intentaba hacer de una
manera tal que terminaba por conseguir lo contrario, estar más sola cada vez.
Por eso ponía la música tan alta, para imaginar sentirse un poco menos sola;
por eso dejaba la televisión encendida cuando salía de su casa, para sentir al
regresar que alguien la aguardaba en el hogar; por eso hacía tanto estruendo y
ruido, para intentar comunicarse con los demás.
Terminó allí su reinado. Allí
quedó su Majestad, acurrucada contra
la pared con el lomo arqueado y los brazos alrededor de sus piernas
flexionadas. Quedó en compañía, en compañía de su soledad.
Marcos LLoret García