-Un bifiterconnaranja -susurró con una voz casi inaudible,
destrozada por el paso de los días en los que buscaba una salida que nunca
encontró. Desde su llegada al bar, todas las miradas se vieron arrastradas
hacia su persona por una especie de remolino invisible que caminaba por detrás
suyo, y se encargaba de que todos fijasen la atención en él.
-Bifiterconnaranja -volvió a decir sacando todas las fuerzas,
bastante pocas y cansadas, que le quedaban dentro, y entonces enmudeció
nuevamente contemplando cómo le servían su copa. Un hielo… Dos hielos… Tres
hielos… Hacían sonar el frágil vaso de tubo conforme eran arrojados en su
interior, pero ese tenue sonido que produce el hielo al chocar con el vidrio
parecía provenir de dentro de su cabeza, como si estuviesen echando los cubitos
en ella. Luego llegó el sonido de la ginebra resquebrajando los hielos a su
paso y golpeando las paredes tubulares, cosa que le hacía segregar una ingente
cantidad de saliva reseca, como si fuesen pequeñas piedrecitas de indescifrable
espuma dispersas dentro de su boca que ya comenzaba a estar entreabierta, al
igual que sus ojos, cuyo mirar se perdió en alguna parte, no importaba dónde.
-¡A quién le importa!, -pensaría
él.
Ojos inexpresivos de borracho, inescrutables ojos etílicos inyectados con
el lento pasar de los tragos. Ojos caídos en desgracia, siendo ellos la
desgracia misma. Ojos eternos de mar encrespado con ráfagas de silencio, el
silencio de la mirada escurridiza, casi discreta, casi humana. Silencio y
miradas en un mar sediento cuyo último devenir sólo puede ser la calma, el
eterno descanso del guerrero en su pila bautismal encharcada de licor,
cometiendo la más extraña de todas las herejías. Ojos... Miradas... Degluciones
mecánicas saboreando ya el refresco abierto delante de él, burbujeante y
explosivo como el primer sorbo del día, ese que lo hacía regresar al mundo de
la placidez inusitada, al viento de la tranquilidad que todo lo acaricia con
sus alas rotas, amputadas, putrefactas. El viento de todos los vientos que osaba
merodear por su mente colapsada, el viento divino. El hálito universal
derramándose en forma de refresco anaranjado sobre el mismísimo cuerpo de
Cristo convertido en ginebra por un nuevo milagro del padre, de ese padre al que
tanto tememos, o algún día creímos temer. El primer sorbo que, desde la
distancia, ya dibujaba los contornos del interior de sus mejillas asomándose,
tan siquiera, a los secretos huecos de entre sus desvencijados dientes; ya
cantaba salmos y aleluyas arremolinándose en su garganta, para pasar desde allí al
camino de la felicidad, a la áspera senda transitada, quizá alguna vez, por una
esperanza pasajera y ausente, mensajera de sueños; ya bajaba por el angosto
valle llevando la alegría tras de sí, una alegría de lágrimas secas y de
lamentos callados.
-¿Para quién los lamentos?,
-pensaba todas las mañanas, todos los primeros sorbos que, desde hacía tiempo,
se mezclaban con los últimos formando una interminable cadena de náusea
amarilla, un gran excremento que lo mantenía adherido si cabe, a duras penas, a
la más incierta de todas las vidas que un día se atrevió a conocer. El primer
sorbo era, sin duda, el mejor y, al tiempo, el peor, ya que en esa ínfima y
lúcida fracción temporal que separa la ebriedad de la sobriedad podía olfatear
el amargo aroma de algo que se estaba quemando, de su vida prendida en llamas.
Marcos Lloret García.
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