lunes, 11 de febrero de 2013

Peces Instantáneos



     Desde aquí sentado, cada noche en una posición similar, por no decir siempre en la misma y exacta posición, vengo aguardando un acontecimiento tan banal y ordinario que jamás lo comenté con nadie, y puede ser que si lo hago pierda todo el encanto que encierra para mi. Tendré que decidir si lo cuento o no, aunque ello dependerá en mayor medida de las palabras, porque éstas tienen un orden que no viene impuesto por los que, altaneramente, hacemos uso de ellas. Bien al contrario, el orden de la palabras es intrínseco a su propia esencia (por decirlo de algún modo casi racional), como lo es la nutrición a lo seres vivos, o las respuestas a las preguntas. Pero adentrarnos en estos derroteros sería algo inapropiado en esta concreta situación, y en el peor de los casos daría la sensación de que gusto perderme en la grandilocuente insignificancia de los detalles, trazando círculos en una espiral que lleva a ninguna parte. No es esta mi intención. Pido disculpas si los he despistado. 

     Sentado, decía, como cada noche de estos últimos años en la pétrea posición que casi me tiene atrapado. He de confesarles que no sigo ninguna suerte de ritual pseudomasoquista, ni nada que se le parezca, no vayan a pensar que me obligo con férrea disciplina a ocupar cada noche la misma posición. Resulta más sencillo que todo eso, se debe meramente a problemas de estricto orden físico, a problemas espaciales para afinar aún más la cuerda, puesto que mi novia y yo vivimos en una especie de apartamento que apenas alcanzará a tener diez metros cuadrados. Para ser totalmente sincero he de decir que cada uno disponemos de nuestro apartamento pero, aún así, no nos resignamos a estar separados por unos cuantos tabiques de pladur que guardan celosamente las historias acaecidas en sus adentros, y preferimos adecuarnos a las posibilidades espaciales de las que disponemos. 

     Aclarado esto, ya entenderán a qué se debe esa rigidez posicional nocturna. Pues bien, desde ésta posición queda a mi frente la única ventana de la estancia, que deja adivinar una no muy grande porción de mundo. Mayoritariamente, debido a la noche, nada más se logran observar los trazos confusos de aquello que bajo la luz del día adquiere la forma de árboles, y ahora no son más que un amasijo amorfo aplastado bajo el escaso resplandor de las farolas. También se ve las tres cuartas partes de una construcción que, con las sombras del cielo, toma el aspecto de ser una casa de muñecas olvidada y abandonada en algún lugar de éste tiempo cíclico, que nos voltea y retuerce cuanto más pretendemos negarlo. Además, en el lado izquierdo de la ventana, se observa una pequeña parte de un edificio grande, color ocre, que da la sensación de ser una caja hueca. También puedo ver mi reflejo golpeando contra el insípido cristal (¿nunca han probado a darle un lametón al cristal de una ventana siendo niños? ¡Háganlo inmediatamente! Es una carencia imperdonable). 

     En el reflejo del cristal, sólo veo mi lado derecho porque la otra mitad de mi cara está ocupada por el reluciente amarillo de un post-it pegado a la ventana, lo cual me da un aire un tanto extraño. Más no por ello dejo de verme bastante bien: ahora levanto la vista y me descubro mirándome a ver qué hago, ahora muerdo un pellejo del dedo corazón de mi mano izquierda, ahora me acomodo en esta maldita silla a la que amo tanto como odio... Me encuentro situado a la altura de un tercer piso, lo cual tiene bastante relación con el hecho que mencioné en el que arranque de estas letras, y no voy a tener más remedio que terminar contándoles. La altura tiene importancia debido a una cuestión que lleva pareja, como es la perspectiva. Y desde esta situación, la perspectiva resulta ser ideal para contemplar ese acontecimiento que aguardo cada noche. 

     A tres pisos de altura, y desde la posición en la que está ubicada la residencia donde vivimos, que se encuentra elevada respecto de la ciudad, se puede contemplar en las noches tranquilas, sin niebla, sin pena ni gloria, un mar de olas voltaicas que baña la urbe, donde los peces son las luces amarillentas de algo parecido a una ambulancia que destellea, por unos segundos, en la lejanía, disolviéndose por siempre bajo las eléctricas aguas de anaranjado resplandor. Por la noche la ciudad es naranja, e incluso se podría decir que, en la ciudad, la noche es de ese mimo color, ya que no se ve otra cosa en sus calles más que un ambiente de esa tonalidad que todo lo impregna, de cuya untura no logramos desprendernos por mucho que nos frotemos las carnes con agua y jabón, porque únicamente desaparece tras un sueño reparador (yo he salido a pasear por la noche y al regresar a casa traía las ropas tintadas de naranja, e incluso la piel de la cara y las manos, y hasta el cabello). Es una de esas pequeñas cosas que posee esta ciudad que la hacen adorable. 

     La luz es el elemento clave de esta historia, entre otras cosas. El caso es que cada noche, a partir de las once menos cuarto, o las once, mis ojos comienzan a flirtear con el horizonte, tienden hacia él cada cierto tiempo, hacia un punto concreto de la lejanía más inmediata. Ciertamente, pierdo mucha concentración en aquello que esté haciendo ya que, a cada poco, desvío mi mirada ligeramente para no perder detalle del esperado suceso, el cual apenas alcanza a durar más allá de unos instantes, en el mejor de los casos. Hay veces que, por azares de la situación, me pierdo completamente el espectáculo, cosa que me provoca un serio sentimiento de faltar a un compromiso ineludible, como si yo hubiese adquirido alguna clase de obligación para con el espectáculo en cuestión, y lo que más me llega a molestar es que puede que así sea. Pero este arrobamiento de culpabilidad se va atenuando progresivamente, hasta que termina desapareciendo por completo ante la casi absoluta seguridad de que, a la noche siguiente, podré disfrutar nuevamente el acontecimiento. 

     Ya les dije que es algo de lo más corriente, tanto que pasa inadvertido para todos. No es más que el apagado de los gigantescos focos que iluminan el campo de fútbol (ya ven en qué cosas me entretengo). Dos enormes torres se alzan, con la cabeza inclinada, a ambos lados del terreno de juego con aire solemne, ceremonial, como si estuviesen custodiando un preciado tesoro con sus paralizantes rayos de luz, que no hacen sino invocar al día en mitad de la noche, llenar el cielo con un puñado de soles de cristal. Cuando llega el momento del apagado, la energía eléctrica que los alimenta cesa de correr por lo cables, al tiempo que los soles eléctricos van sucumbiendo uno tras otro. A veces lo hacen por parejas, otras de tres en tres, pero nunca se extinguen todos juntos, ya que sería un cambio demasiado brusco que podría confundir tanto a la noche, como a la luna, que aguarda nerviosa la llegada del apagón para poder exhibirse como una meretriz de carnes blancas y delicadas. 

     Siempre imagino que el encargado de activar y desactivar los conmutadores de los focos es un señor ya anciano, con una gran solemnidad en sus formas, puesto que sabe que su labor es de vital importancia para el correcto funcionamiento del engranaje universal, de modo que realiza los movimientos de sus manos arrugadas con extremo cuidado y severa gravedad. Quizá, él creía ser el único que podía observar aquello que ocurre tras el apagón, más yo me entrometí desde la distancia en su espectáculo privado, y ahora se lo estoy contando a ustedes. Lo que más llama mi atención es que, tras ser desconectados los focos la luz no se extingue inmediatamente, sino que se va disolviendo poco a poco. De ser potentes faros, pasan a convertirse en bombillas normales y corrientes, de ahí a linternas con las pilas a medio gastar, hasta que finalmente no quedan más que doce resistencias incandescentes dibujando con sus estertores los ultimísimos hilillos de luz. Pero antes de morir al final de la jornada, antes de expirar el postrer fotón, esas resistencias rojas y excitadas por la inminencia de su muerte, saltan a través del cristal que las mantiene presas y nadan velozmente en el océano reflectante anaranjado que forma el cielo de esta ciudad, para perderse en la inmensidad de sus aguas eléctricas en busca de otros peces instantáneos. 




                                                                          Marcos Lloret García.

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