lunes, 24 de noviembre de 2014

Ecos

Alguien me vio llegar
con el cuerpo desnudo, descalzo,
como un animal empapado
incapaz de sacudir
la humedad de su pelaje.
Por la mañana reía
revolcándome en el fango,
en el lodo de todos los lodos
que era partícipe de mis plegarias
a un Dios sordo y mudo
tan ausente como su designio.
Al mediodía la carcajada cesó,
barro seco por el cálido sol
que trataba de rozarme la piel
más allá de toda duda,
de todo verbo y conjuro
lanzados por los magos del tiempo,
seres infinitamente infinitos
que gustan de juegos intempestivos.
A la tarde no había luz en el cielo,
sólo quedaban recuerdos de reflejos
en un claroscuro tan impenetrable
como mi mirar vuelto del revés.
Por la noche… todo oscuridad,
oscuridad y asfixia negra
que ni las estrellas alumbraban
ni la luna, suave, lograba calmar
con su resplandor blanquecino.
Sólo lo oscuro, lo más oscuro,
viscoso manto de sombra
intransitable para el peregrino
que camina alrededor de sí mismo
buscándose a tientas por el camino.
Alguien vio mi llegada
silenciosa y discreta,
animal errabundo en tierra perdida
intentando orientar su marcha
olfateando el aire en busca de destino,
encontrando sólo el aroma retestinado
del nombre insaciable que nada abarca
más allá del vacío encolerizado
en el que cree escucharse
como un eco trémulo y distorsionado.



                                                           Marcos Lloret García

viernes, 21 de noviembre de 2014

Exorcismo

Tratando de exorcizar
mis demonios escribiendo
para desterrar esta enfermedad
sin cura ni remedio,
sacarlos del lugar
donde alimentan los miedos
y lanzarlos a la mar
siendo ardientes bloques de hielo.
La manía de vagar
por vastos campos de heno
sin poderme solazar
en mitad de este tormento.
A veces deseo naufragar,
dejar que se hunda el velero
con el que navego al rimar
creyendo que en rima muero,
un verso será mi final
y un poema mi entierro.
Malditos demonios de mi hogar
vestidos con piel de cordero
escurridizos como el afán
de dejar sin tinta el tintero
para escribirme como volcán
en erupción hacia adentro.
No queda nada en el lugar
donde antes había deseos,
mañana se fueron ya
porque ayer se irán discretos
en un tiempo insustancial
sin un orden ni concierto.
Escribir no es sólo letra
sino que tiene color de misterio
accesible para el asceta
que se planta en el desierto,
en medio de las horas muertas
donde los dioses dejan de serlo
bajo el sol arde el poeta
sobre las dunas del tiempo,
desnudo de toda vida,
vestido con sombra de viento.



                                                           Marcos Lloret García

jueves, 20 de noviembre de 2014

Buscando la luz

Los segundos me contaron
que los minutos decían
que las horas iban y venían
cantando un son de quebranto.
Desde el alba me avisaron:
al llegar el mediodía
no habrá verdad ni mentira
más ciertas que un triste llanto.
Cuando el dolor se hace cansancio
la pena se torna alegría,
el alma se encuentra vacía
al rebosar de ella el desencanto.
Sucesión de días y espantos
en una existencia podrida
que de tan cercana y herida
rezuma almíbar amargo.
Nada es cierto si no canto
con mis manos galimatías
revestidos de poesía
al compás de bulería y taranto.
Desde el amanecer al ocaso
siento que se escurre la vida
en una ingrávida armonía
presionándome sin descanso.
La obsesión de descontento
baña esta vida mía
tan falaz y furtiva
que voy tras ella sin aliento.
Y se me escapa en esto el tiempo,
verso a verso, rima a rima.
Y no encuentro la luz del día
ni durmiendo ni despertando.

                                                           Marcos Lloret García  

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La única certeza

Dice verdad la muerte
con su palabra callada,
su voz ensombrecida
y su presencia silente.
Verdad y sólo verdad,
la única que no miente
al pintar en nuestra frente
un esbozo de eternidad.
La más absoluta certeza
a la que podemos cogernos
estando durmiendo o despiertos
es la muerte y nada más.
Situada al final del camino
va mirando nuestros pasos,
los éxitos y fracasos,
siendo el punto de destino.
Más tarde o más temprano
llegaremos a ella rendidos,
con el ocaso en nuestras manos
seremos bien acogidos.
Más tarde o más temprano.
Verdad y sólo verdad.
La más absoluta certeza
es la muerte, y nada más.



                                                           Marcos Lloret García

lunes, 17 de noviembre de 2014

Balada Nocturna

No se escuchó nada en la noche.
Un susurro, el pasar de una sombra,
luminiscentes farolas anaranjadas
alumbrando un sueño imposible
robado del descanso de los dioses.
Alguien vio el canto de un mirlo,
su insomne aleteo noctámbulo 
suplicando a la impasible luna
que se marchara a su morada
para que el triste sol matutino
alumbrara derramando lágrimas.
No se marchó la blanca redonda,
se hizo fuerte en la cerrazón del cielo
hasta quedar oculta por completo
detrás de las nubes del tiempo.
Una música intentó quebrar lo oscuro,
casi un lamento vocal y melódico
que no lograba escucharse a sí mismo
entre la espesura del ambiente.
Ven… decía… Ven conmigo ahora,
marchémonos a otra noche,
a otro sabor y otros aromas.
Vámonos al lugar donde la vida es vida…
Cantó el mirlo nuevamente
iluminado por la oscuridad,
batir de alas espástico
sin origen ni destino.
Quizá tan sólo la muerte.



                                                                       Marcos Lloret García

viernes, 14 de noviembre de 2014

Vinieron para quedarse

Vinieron para quedarse
y yo me quedé con ellos
mientras aguardábamos juntos
la llegada del invierno,
de esos fríos que no matan
cuando se siente la muerte adentro
enredada en los recodos
del laberinto del cuerpo.
Cordura destronada
por el pensamiento incierto
que me hace morir cada hora
al sentir que estoy vivo-muerto:
medio vivo por lo que soy,
medio muerto por lo que tengo.

Vinieron para quedarse
recuerdos de viejos miedos,
visitas intempestivas
en un tiempo fuera del tiempo,
en un mar carente de agua,
en una hoguera sin fuego
cuyas ascuas son la lumbre
donde me abraso en silencio,
quemándome con el frío
que viene cruzando el cielo
cuando el sol se va a dormir
y se despierta el misterio
de no saber si yo soy yo
o no soy más que el reflejo
de ese mar sin salada agua
en cuyas olas me adormezco
para no sentirme vivir,
para no morirme viviendo.

Vinieron para quedarse
cantares sin melodía,
conatos de falsa esperanza
y mediocres palabras vacías
que componen estos versos
de dolor, cicatriz y herida.
Atorados en mi garganta
llevo los años de vida
por donde he cabalgado a medias
entre remembranza y olvido,
buscándome para no verme,
perdiéndome al dar conmigo.

Vinieron para quedarse
y se han quedado prendidos
tristes acordes insonoros
del pentagrama huidos.
Partitura silenciosa
buscando compás y ritmo
sin metrónomo que marque
las huellas de su destino
convertido en los legajos
que no son sino yo mismo.

                                             Marcos Lloret García






martes, 29 de abril de 2014

El lado de acá

            Todo sucedió de la manera en que suelen ocurrir este tipo de cosas, sin saber muy bien cómo ni por qué. Lo único que estaba completamente claro fue el cuándo, al igual que el dónde aunque en lo referente a la localización espacial cabía tener ciertas dudas nacidas de la misma noche en que aconteció el hecho, ya se sabe que los páramos nocturnos siempre quedan desubicados, lo mismo que el noctámbulo quien está y no está en el lecho donde se acuesta a descansar y pasa las horas de oscuridad viajando por universos tan improbables como ciertos. Pero no estaba claro que se tratase de  un mal sueño de esos que nos dejan ateridos en mitad de la madrugada clamando al cielo, buscando un dios al que elevar nuestras plegarias pintadas con el color del miedo y no encontrando más que el terror que provoca la ausencia total de divinidad. La inmensa felicidad de sentir que estamos completamente solos en el universo despojados de la obligación de rendir cuentas a nadie a nuestra salida del mundo.
            Ya hubiese querido Octavio estar dormido cuando se miró al espejo aquel domingo de marzo en el que escuchaba golpetear las gotas de lluvia en la parte de afuera de la persiana bajada de su dormitorio. Le gustaban los días grises y lluviosos pero los domingos no eran de su agrado ya que los tenía clasificados como jornadas absurdas en las que nada se podía hacer salvo no hacer nada, cosa que detestaba. Irónicamente, desde que perdió su empleo todos los días de la semana quedaban perfumados para él con cierto aroma dominical que se le empezaba a hacer insoportable, y lo peor del caso resultaba ser que dada la coyuntura económica en la que estaba sumido el país no resultaba probable encontrar otro trabajo a medio plazo, a muy largo en el más halagüeño de los supuestos. No podríamos asegurar que esto tuviese algo que ver con lo que le sucedió aunque, por otra parte, tampoco sería posible afirmar lo contrario ya que en este tipo de acontecimientos extraordinarios todo parece influir en su medida, unas cosas más y otras menos porque, al fin y al cabo, se trata de situaciones que se han ido fraguando durante largo tiempo reuniendo migajas de esto y de aquello, de todas las cosas en general y de ninguna en concreto.
            La imagen devuelta por el espejo no era del todo normal porque se veía distinto a como solía contemplarse el resto de las mañanas. Pero a parte de la extrañeza del reflejo había alguna otra cosa directamente relacionada con su vista que se presentaba incompleta, como si algo faltase en ella. No es que su mirada estuviera turbia, o borrosa, bien al contrario la nitidez la pintaba con su claridad y transparencia. Sin embargo, Octavio sentía que algo no marchaba bien en lo relativo a su campo de visión que semejaba estar mermado o venido a menos sin tener todavía clara conciencia de qué era lo que sucedía. Siendo fieles a los hechos, cabe señalar que además de lo relativo al campo también había cierta rareza en su visión en sí, no en lo referente al enfoque pero sí en cuanto a la imagen que fluctuaba, por decirlo de alguna manera, entre dos distintas. Una era su cara dibujada en el espejo que parecía estar examinándose a sí misma como si llevase años sin saludarse. La otra resultaba más complicada de definir porque se trataba de algo que no tenía costumbre ninguna de observar, tan siquiera de pasada, con lo que le era muy dificultoso codificar la imagen en su cerebro para averiguar el contenido de ésta, pero aún era pronto para tal labor ya que le apremiaba más saber qué ocurría en su rostro.
            Comenzó, de la manera en que podía, a chequear su cabeza con esa visión en vaivén danzando entre su reflejo y otra cosa distinta que, por el momento, sólo eran luces y sombras, más sombras que luces. Contempló su pelo negro alborotado que dejaba patente su estado de recién levantado. Sentía los labios resecos de modo que los volteó hacia adentro de su boca para humedecerlos con la punta de la lengua  y al efectuar el pequeño movimiento con el maxilar inferior le sobrevino una dolorosa punzada en la zona izquierda de la cara, a la altura del oído, un poco más hacia arriba quizá. Esto hizo que llevase una de sus manos hacia ese lugar que también percibía doloroso al tacto, mas no parecía haber nada en la superficie de su piel aunque el dolor provenía de más adentro, tanto que abarcaba todo el territorio comprendido entre el extremo superior de la oreja y la nariz, incluyendo ésta última. Su mirada, que permaneció enredada en sus brunos rizos la fracción de segundo transcurrida entre el pinchazo y la respuesta inmediata de su mano, poco a poco fue deslizándose por la superficie del cristal de espejo hasta llegar a la zona en cuestión que no lograba observar con claridad. Era como si le faltase alguna cosa, además de que las sombras y luces no le permitían centrar la visión. Tal parecía que estuviese siendo presa de un ataque de migraña oftálmica porque la imagen que oscilaba entre el ser y el no ser, entre el estar y el no estar, se parecía bastante al aura que surge en este tipo de accesos, pero él sufrió de esta dolencia y bien sabía que no se trataba de eso, aunque esta fuese la primera y más sencilla explicación que le vino a las entendederas. ¡Ojalá hubiese sido así!
            Mientras intentaba centrar la imagen y mantenerla quieta durante unos segundos, los suficientes para verse con precisión, se planteó que el dolor podría deberse al bruxismo que también padecía, el cual le hacía estar toda la noche apretando fuertemente las mandíbulas y rechinando los dientes, pero esta idea cayó por su propio peso porque este mal no traía consigo ningún tipo de sintomatología a nivel visual, al menos los médicos que visitó en su día no le informaron de nada parecido. Ambos supuestos, éste y el de la migraña, hubieran sido los más fáciles e inmediatos para explicar lo que le estaba pasando pero en este caso la navaja de Ockham había perdido completamente el filo y su extremo se encontraba romo, por lo tanto no tenía ninguna posibilidad de éxito ante la situación ya que ni el propio Guillermo podía actuar sobre lo que el destino había estado reservando para Octavio.
            Por un momento tuvo una imagen medianamente clara, aunque muy breve, del reflejo de su rostro y lo que le pareció ver en él le hizo dudar, en primera instancia, acerca de su realidad, del mismo modo que comenzó a surgir en sus adentros un temor que fue creciendo y tomando cuerpo a medida que se cercioraba de lo que estaba viendo, hasta que éste quedó convertido en un enorme miedo cuando no cabía duda alguna sobre lo que la imagen le mostraba. Apartó la vista del espejo justo cuando la ansiedad llamaba a las puertas de su pecho con su mano sarmentosa y escurridiza encargada de apretarle el corazón y los pulmones, haciendo que uno acelerase su ritmo y los otros no consiguieran llenarse completamente de aire como si fuesen dos trémulos globos en los que siquiera cabía un aliento. No puede ser cierto… pensó comprobando que al mover su cabeza era incapaz de ver nada por el lado que quedaba a la izquierda, sin olvidar que los resplandores y oscuridades continuaban con su balanceo justamente por esa zona de tinieblas en la que se ubicaba el foco de su terror, a estas alturas el miedo había dado un paso más allá.
            Volvió a mirarse reflejado y confirmó lo que el espejo le devolvía pese a que se trataba de algo muy difícil de creer. Su ojo izquierdo ya no era marrón al igual que su hermano del otro lado, no es que el iris hubiera cambiado de color sino que no estaba, ni tampoco la pupila. No había nada más que blanco almibarado con una sensación tensamente dolorosa semejante a la que aparece cuando llevamos la mirada hacia los párpados superiores, muy arriba, pero bastante más intensa que al realizar este movimiento de manera deliberada. Parecía que el globo ocular se había dado la vuelta en su cuenca para apuntar hacia adentro, tal vez se hartó de no encontrar a Octavio en su propio reflejo y decidió buscarlo por otros derroteros desconocidos. Esto es una locura… masculló él un poco aturdido por la impresión y también por los intermitentes claroscuros de la imagen a los que no lograba dar sentido todavía.
            Se sentó sobre la tapa del váter, más bien se dejó caer en ella porque empezó a sentir que las piernas, sumidas en intenso temblor, le flaqueaban. Apoyó sus codos en los muslos y curvó la espalda para reposar la cabeza en las palmas de sus manos mientras le parecía, por el hormigueo que invadió todo su cuerpo, que iba a desmayarse de un momento a otro. Al menos eso quería él pero nunca tuvo facilidad para perder la conciencia. Estando en esta posición las líneas de su diestra apantallaron momentáneamente la visión de su ojo derecho, con lo que la otra imagen en pugna ganó mayor intensidad al quedar lo de afuera oscurecido. Aparecieron unas bandas horizontales de color azulado, salpicadas de chisporroteos y fogonazos, que se ondulaban de forma ligera al ritmo de su desbocado corazón, las cuales se iban difuminando hasta transformarse en una especie de moteado con diversos tonos de marrón que parecía conformado por granos de café de distintos tamaños y morfología. Fue, más o menos, lo que empezó a distinguir en la imagen antes de levantar bruscamente la cabeza recobrando la vista del cuarto de baño donde se encontraba.
            Pero, ¿qué me está pasando?... dijo en voz baja para escucharse sólo él mismo. Podría haber elevado el tono, incluso proferir un grito, pero no había nadie más en la casa con lo que de nada le valía chillar, a parte de que él no era demasiado entusiasta de los alaridos. Intentó calmarse mas no pudo  porque la ansiedad que le apretujaba los órganos mencionados no hacía sino crecer, tanto que ya comenzaba a notarla en la garganta como si llevase una corbata muy apretada alrededor del cuello cuyo nudo se le clavaba en la tráquea. Además, la alternancia, por no decir mezcolanza, de imágenes lo tenía bastante mareado con su ir y venir de coloridos destellos. Desde la posición que ocupaba movió ligeramente el tronco para volver a observar el reflejo de su cara en el espejo que quedaba frente a sí, un poco hacia la derecha, y corroboró su mirada marrón y alba ante la que, debido a la impresión que le producía, bajó los párpados para dejar de verse, tal vez con la pueril ilusión de desaparecer. Pero lo único que consiguió fue regresar a la mirada interior de su ojo izquierdo que, en esta ocasión, le ofrecía una especie de bolas luminosas que parecían surgir de su misma pupila y se iban alejando de ésta hasta confundirse con el fondo negro de la imagen, una detrás de otra en una suerte de procesión sin principio ni fin, hacia ninguna parte. Casi parecían un eterno collar de perlas ardientes unidas entre sí nada más que por el vacío que las separaba puesto que no se encontraban enristradas mediante ningún hilo o cordel que actuara como nexo de unión.
            La percibía resbaladiza, la visión de adentro, como si su ojo vuelto hubiera caído en el fino mantillo glauco que las algas forman sobre las rocas del mar en las zonas próximas a la línea de costa donde apenas hay más de tres o cuatro dedos de agua, patinando por él sin encontrar un pequeño saliente que lo frenara. Al menos, centrándose en estas imágenes el mareo disminuía ya que no se solapaban con las de afuera, pero el miedo que lo envolvía por completo no presentaba tintes de amainar o venirse a menos. Lejos de amilanarse, trató de ahondar en lo que veía con los ojos cerrados intentando averiguar qué era aquello. En esos momentos, la imagen azulada que contemplaba se iba fragmentando como si desde el otro lado de ésta alguien le estuviese arrancando pedazos sajándola con un afilado cuchillo, puede que el filósofo franciscano se estuviera resarciendo de este modo al no conseguir aclarar la cuestión. Pero por más que el azul se transformase en blanca claridad al ir desapareciendo, ello no hacía que Octavio comprendiera el significado, siquiera el sentido, de las mencionadas visiones que se le ofrecían desde cierto lugar de dentro de sí. No obstante, por debajo del miedo, intuía que algún mensaje habría de tener el suceso en que se encontraba sumido y que lo mantenía perplejo.
            Los azotes de la lluvia restallando contra la persiana del dormitorio, contiguo al cuarto de baño, volvieron a llevarlo hacia afuera haciéndole levantar los párpados ya que parecía que las gotas iban a traspasar las lamas encargadas de proteger el cristal de la ventana. La tormenta que sorprendió a la ciudad de madrugada estaba arreciando violentamente, tanto que todo el apartamento donde vivía fue ocupado por el sonido del agua cayendo directamente desde los cielos. Fue hasta el pequeño salón dando pasos vacilantes debido a que el acoplamiento deslavazado de las imágenes que le ofrecía cada uno de sus ojos le provocaba cierta inestabilidad, sobre todo a la hora de caminar. Comprobó que la diminuta terraza en que desembocaba la estancia se encontraba encharcada y también observó que parecía distinta. Quizá fuera cosa de la lluvia, o de los húmedos vidrios de los ventanales que cerraban la habitación, o de las imágenes que se superponían en su mirada unas con otras… Pero dentro de la casa no llovía y ésta también semejaba cambiada. Todo estaba en su sitio tal y como siempre lo tenía mas algo extraño había en ella, seguramente debido a su enrarecido mirar porque el olor de la vivienda era el de costumbre, mezcla de humo de tabaco y otras hierbas de fumar, así como los sonidos que llegaban hasta sus oídos eran los de siempre aunque un poco silenciados por el estruendo del aguacero: el zumbido del motor de la nevera, el carraspeo del calentador eléctrico, los chasquidos del reloj de pared del salón, el cuál no le servía de gran cosa pero ya estaba cuando alquiló  la casa…
            Se sentó en el sofá un poco aturdido para intentar averiguar qué era lo que podía hacer con lo que le estaba pasando, pero el pensamiento tampoco le funcionaba correctamente debido a su inusual manera de ver tanto con el ojo que miraba hacia adentro, como con el que seguía en su posición habitual y, por decirlo de alguna manera, normal. Se le ocurrió la posibilidad, en primer término, de visitar a su médico para que éste le explorase pero era domingo y tendría que ir a las urgencias del hospital si quería que el galeno de turno le atendiera después de no pocas horas de espera, con lo que esta opción, sin ser descartada, quedó a un lado por el momento. ¡Qué putamierda!… pensó mirando el reloj que le quedaba al frente en el que marcaban las nueve menos diez. Hasta ese instante no se había percatado de que era de plástico blanco y negro, o de algunos colores similares porque las continuas imágenes de su ojo vuelto le dificultaban distinguir con claridad los matices cromáticos. Cabía la posibilidad de avisar a los servicios de urgencia para que una unidad de sanitarios se trasladase a su vivienda con una ambulancia, pero tampoco sentía peligrar su vida ni parecía importarle demasiado que esto llegase a suceder. Tanto mejor… pensó… A ver si hubiera suerte y ya ha llegado mi día, mis últimos momentos. De esta manera decidió, sin hacerlo explícitamente, prescindir de los doctores.
            También estaba la opción, nada descabellada, de llamar a la puerta de algún vecino para, al menos, hablarle del suceso y que ello le sirviera como bálsamo para su nerviosismo. Sin embargo, no tenía gran relación con las personas de su edificio, más bien no tenía ninguna, amén de que era demasiado temprano para andar tocando timbres una mañana de domingo. De la misma forma, tampoco había amigos cercanos, ni lejanos, a quienes solicitar ayuda. Siquiera una pareja en cuyos brazos reposar. La última que pasó por su vida, años ha, fue echada de allí a puntapiés cuando se hartó de darle caricias con el más áspero papel de lija para que ella se cansase de él y terminara marchándose. Solo que Lola lo quería, lo amaba con toda su alma y soportó más de lo humanamente posible para estar a su lado hasta el día en que Octavio, literalmente, tiró sus cosas por la ventana mientras a la muchacha le salían las lágrimas por su corazón hecho pedazos. Tras esto, el resto de mujeres con las que tuvo contacto fueron meretrices en las que no buscaba más que sus cavidades corporales. Así fue mientras tuvo trabajo ya que ahora ni eso podía permitirse, de modo que se conformaba con masturbarse escuchando los gemidos de los vídeos pornográficos y las encendidas palabras que la pasión nos mueve a decir en pleno acto amatorio. Esto le excitaba más que las escenas en sí.
            Desde donde se encontraba sentado decidió rendir homenaje al sagrado día de descanso y no hacer nada, igual que venía haciendo con todas las cosas de su vida desde que se conoció, desde ese momento en que tomamos conciencia de nosotros mismos y logramos diferenciarnos de los demás, pero él parecía no conocerse demasiado, tal vez en absoluto. Dejó caer los párpados buscando aliviar la sensación de desequilibrio producida por la dualidad de las miradas que abarrotaban su cabeza y le sorprendió otra visión muy distinta de las anteriores, tan brillante como el flash de una cámara fotográfica y tan breve como un frame disonante dentro de una sucesión de imágenes porque, en esta ocasión, vio algo concreto y con un significado mucho mayor del que mostraba. Su corazón se le apareció ante su ojo vuelto trotando dentro del pecho, antes galopaba pero ahora había bajado un poco el ritmo de su carrera. Al poder codificar con un tanto de certeza, por fin, algo de lo que veía con su ojo izquierdo le sobrevino una tenue tranquilidad que hizo disminuir más aún la velocidad de los latidos. Pero poco tardaría en retomar la galopada.
            La brizna de calma trajo de la mano una profunda tristeza que cogía cuerpo en la visión de Octavio a la manera de diminutas chispitas instantáneas de luz que salpicaban la imagen de su corazón, como si alguien lo estuviese rociando con un pulverizador que en lugar de agua arroja pequeñas pavesas de las que no queman pero abrasan. Creyó comprender, sin necesidad de la navaja del filósofo, que aquello que su ojo vuelto veía no eran sino sus emociones, su vida emocional, lo cual fue el detonante que hizo regresar a la ansiedad tocando a rebato con su engañosa corneta de oro. Entonces el miedo empezó a hacer que su corazón diera vuelcos y temblara como un recién nacido al que su mamá no quiere coger en brazos para darle el calor de su regazo, colándose en la imagen como una distorsión zigzagueante que la dejaba medio descompuesta y deformada. Luego, el terror entró en escena y lo anterior se multiplicó por mil hasta que apareció el pánico ensombreciendo completamente todo lo demás salvo el sonido de los cascos de la víscera avanzando al galope sobre una incierta y terregosa pista de carreras.
            Octavio no quería ver aquello. No quería saber de sus emociones, de su vida emocional que empezaba a hacerle jadear impidiendo que el aire entrara en sus pulmones al tiempo que se empapaba en sudor. Se dejó caer de lado en el sofá sintiendo una acuciante asfixia y antes de que su cuerpo tocara el mullido asiento, antes siquiera de rozarlo, despertó sobresaltado dando un respingo en la cama como en esas ocasiones en las que soñamos con una caída al vacío y abrimos los ojos antes de llegar al suelo, solo que él ya hacía tiempo que había impactado contra el firme. Levantó los párpados buscando una luz que no encontró ni en los destellos del día que se colaban por los agujeritos que quedaban sin cerrar en la persiana del dormitorio. Estaba con el cuerpo totalmente mojado y respiraba con dificultad pero la ausencia del claro del alba le sirvió como anclaje a la realidad despierta. Sin estar completamente seguro, ni convencido al cien por cien, de que había tenido un sueño, una pesadilla, buscó el interruptor para encender la luz palpando la pared con su diestra hasta que sus dedos rozaron la pieza de plástico del pulsador y, con un suave clic, lo accionaron. Todo seguía estando negro, afuera y también adentro. La bombilla que colgaba sobre su cabeza no iluminó su mirada, ni la exterior ni tampoco la interior. Entonces, suspiró profundamente pasándose el antebrazo por la frente para frenar el descenso de las gotas de sudor que resbalaban por ella, se separó de pecho la harapienta camiseta de manga corta, chorreante, que le hacía las veces de pijama y se alegró infinitamente por haberse quedado ciego hacía ya un buen puñado de años y no poder ver el mundo que se abría a un lado de su piel, el lado de allá,  como también por aferrarse a la ceguera con la que se impedía ver ese otro que tenemos en el lado de acá.    
           
           

            

viernes, 11 de abril de 2014

Tus ojos bajo el cielo

Hola a todos:
En el siguiente enlace podéis leer uno de mis poemas que he colgado en la red literaria Falsaria.
Espero que os guste.
Un saludo.
http://www.falsaria.com/2014/04/tus-ojos-bajo-el-cielo/

jueves, 27 de marzo de 2014

La Epidemia

            La primera persona aquejada del mal que comenzó a causar estragos entre la población dejó más que asombrados a los médicos de urgencias del hospital  donde fue trasladada cuando comenzó a sentir los primeros síntomas, podría decir sin faltar a la verdad que los profesionales sanitarios quedaron perplejos. Se trataba de una mujer de cuarenta y pocos años aquejada de dolores abdominales, náuseas y un severo estupor que la mantenía fuera de sí, con cierto aire de indiferencia sobre lo que le estaba sucediendo. Tras los exámenes exploratorios y las primeras pruebas diagnósticas, el internista que atendió a la paciente descartó ciertas patologías más o menos severas que, de no tratarse a tiempo, podrían desencadenar serios problemas para su salud. Pero no logró obtener ningún resultado concluyente, tan siquiera encontró alguna pista que le permitiera seguir indagando en el diagnóstico o, al menos, poder lanzar una hipótesis sobre el caso que tenía entre manos. De modo que decidió mantenerla en observación y tratar sintomatológicamente el cuadro que presentaba la enferma mediante la administración de analgésicos y antieméticos.
            En pocas horas, los síntomas comenzaron a agravarse. Los dolores del abdomen aumentaban de intensidad a la vez que las náuseas empeoraban, pero no había vómito asociado, ni fiebre, ni anomalías perceptibles a la palpación de la zona abdominal. El doctor Ruiz, consultó con un colega a quien comentó el caso y puso al corriente de los resultados negativos que habían aportado las pruebas realizadas, entre las que estaban radiografías, analíticas de sangre y orina, electrocardiograma…
            -Como veo todo es negativo. Yo le haría una ecografía abdominal y, de ser también negativa, me plantearía que la valorase el neurólogo de guardia por el estupor en el que está sumida ya que podría tratarse de un accidente cerebro vascular –dijo el doctor Andrada,  jefe del Departamento de Medicina Interna del hospital – Aunque la exploración neurológica preliminar que has realizado no pone de manifiesto que sea el caso.
            -Haré la ecografía a ver si nos dice algo –respondió Ruiz.
            -Avísame cuando vayas a realizarla para estar presente y valorar los resultados de la imagen –añadió Andrada.
            Al poco, los dos médicos se dispusieron a realizar la exploración. Ya estaba preparado el ecógrafo portátil y las enfermeras tenían lista a la paciente para la maniobra pero, de pronto, el caso se precipitó. La mujer tuvo una gran arcada en la que evacuó una bocanada de contenido gástrico, poco más que líquido amarillento y maloliente, de ese que deja al pasar por la garganta un regusto ácido con el escozor característico que ello produce. Ante esto, la enferma pareció sonreír levemente. De inmediato, vino otra náusea mucho más virulenta que la anterior, con la consiguiente salida al exterior de su cuerpo de una cantidad mayor de jugos gástricos. Esta vez el vómito vino acompañado de un sonoro quejido que, por el tono, recordaba a una vocecilla infantil. Los galenos se miraron extrañados y justo cuando el doctor Andrada iba a colocar el trasductor del ecógrafo sobre el vientre de la mujer, ésta tuvo una nueva regurgitación que dejó a ambos médicos, así como a las enfermeras que estaban en la sala, petrificados de puro asombro.
            En esta ocasión, lo que salió por la boca de la enferma entremezclado con los líquidos estomacales fue un niño diminuto. Una pequeña criatura que no pasaría de unos ocho o nueve centímetros de estatura. Pero no era el típico bebé recién nacido, sino un niño completamente formado, como suele decirse hecho y derecho que, de no ser por su reducido tamaño, podría tener perfectamente nueve o diez años de edad, incluso más. Los facultativos, ante la inconcebible situación, dieron un respingo hacia atrás, del mismo modo que las enfermeras quienes no sabían cómo actuar en un lance de tales características. El pequeño niño miró a su alrededor con sus ojillos zarcos, mas no dijo palabra alguna. Simplemente se puso de pie sobre la sábana de la cama donde había ido a parar, debido a que la intensidad del vómito lo lanzó fuera del empapador que la paciente tenía puesto sobre su pecho y, con cierta dificultad a causa de la inestabilidad que produce caminar por un colchón, fue ascendiendo poco a poco, con sus pasitos firmes y dispuestos, hacia la parte superior del catre. Cuando llegó a la altura de los hombros de la mujer la miró  a los ojos y ésta comenzó a llorar con uno de esos llantos que son tan amargos como aliviadores al mismo tiempo. No eran lágrimas por un hijo, que el pequeño no lo era, sino por su niño. Éste, por su parte, se sentó a su lado y continuó sin decir palabra. Sólo la miraba.
            -¡Doctor, doctor! –dijo un enfermero que entró sobresaltado al box donde todos continuaban anonadados, dirigiéndose a Andrada -¡Le requieren con urgencia en el número cinco! ¡Venga, rápido!
            Tan fugaz fue la aparición del sanitario que no reparó en lo que terminaba de suceder allí. Andrada, por su parte, salió presuroso no sin antes decir que regresaba enseguida. Pero el box número cinco le guardaba una escena muy parecida a la anterior, solo que en esta ocasión el afectado era un varón de treinta años que acababa de vomitar un pequeño niño pelirrojo de inconmensurables ojos oceánicos que se posicionó al lado de la cara del joven enfermo tumbado en la cama, a lo que éste retiró el rostro para no verlo. Incluso intentó apartarlo con su brazo izquierdo, maniobra que casi hace caer del lecho al pequeño de no ser por la rápida intervención del enfermero que le sujetó la espaldita para que no perdiera el equilibrio.
            -No encuentro una explicación para esto- dijo la doctora Pérez a Andrada quien, sin decir palabra, hizo un gesto de negación con su cabeza dando a entender que él tampoco.
            En el box número ocho sucedió algo muy similar con otra paciente de cincuenta y muchos años, y también en el uno, con un enfermo octogenario. Poco a poco, los habitáculos de la zona de urgencias se fueron llenando con personas que vomitaban niños, todos ellos con los ojos de color azul, y también en la sala de espera empezaron a darse los mismos casos ya que los médicos no daban abasto para atender a todos los enfermos con la celeridad que requerían. La escabrosa noticia no necesitó correr como la pólvora ardiente por las distintas plantas del centro hospitalario porque los pacientes ingresados, con diversas patologías y distintos niveles de gravedad, comenzaron a sufrir los mismos síntomas y, uno tras otro, fueron regurgitando pequeños infantes de azulada mirada, característica que los igualaba del mismo modo que su aparente mudez, tanto a los que eran varones como a las niñas. Además, otra singularidad de los pequeños era que tan sólo se dedicaban a mirar fijamente a la persona de la que habían salido.
            En un breve lapso temporal, el personal sanitario comenzó también a desarrollar las mismas molestias en sus cuerpos y todos y cada uno terminaron por devolver a su pequeño niño de ojos de mar y cielo despejado. Médicos, enfermeras, especialistas diversos, cirujanos, técnicos varios, celadores, personal administrativo y de mantenimiento… Se vieron obligados a dejar de lado sus tareas debido a la inconcebible situación que estaban viviendo, nunca mejor dicho, en sus propias carnes. Hasta que el hospital se quedó paralizado por completo bajo el silencio de los niños y niñas recién expelidos al exterior junto con los gritos nerviosos de algunos de los afectados, las lágrimas de otros, las leves carcajadas de unos pocos, la minoría, que parecían tener una difusa conciencia de lo que sucedía mas no de lo que estaba por venir.
            La ciudad entera fue cayendo en los brazos de esta suerte de epidemia, tanto fue así que los servicios de transporte sanitario de urgencia se vieron desbordados por el aluvión de llamadas que recibieron en muy poco tiempo. Máxime, cuando los mismos profesionales del mencionado servicio empezaron a sufrir idéntica dolencia. A unos les sobrevino el acceso en los puestos de mando, a otros en el trayecto que recorrían alumbrado por el sonido de las sirenas para atender las llamadas de auxilio, incluso más de una ambulancia tuvo que detenerse en el camino al centro médico de turno, con el enfermo en la parte trasera del vehículo, porque tanto el conductor como los sanitarios que iban en él comenzaron a vomitar sus niños pequeños, entrando en ese estado de estupor que les impedía continuar ejerciendo sus funciones y con la consiguiente sensación de incredulidad que el suceso llevaba parejo. Lo bueno del caso, si es que había algo bueno en esto, era que las personas, una vez lanzado al exterior el niño, dejaban de sentir el malestar, los dolores, las náuseas y el sopor previo a la expulsión de la criatura con lo que la situación, al menos desde un punto de vista estrictamente fisiológico, parecía no revestir un riesgo vital. Pero hay cosas que van más allá de la mera fisiología escapando de ella para afectar, en algunos casos mortalmente, a aspectos menos tangibles e indeterminados que pueden ser igualmente graves, sino más, que una hemorragia masiva debida a un traumatismo, una trombosis cerebral o un ataque al corazón, por mencionar algunos casos de extrema relevancia médica.
            Nadie sabía qué hacer ante el evento, cómo proceder en una situación de tales características, sobre todo los menos afortunados que no tuvieron tiempo para desplazarse a ninguno de los hospitales de la ciudad y sufrieron todo el proceso en la soledad de sus hogares. Familias enteras devolviendo niños. Padres, madres e hijos lanzaban al mundo esas minúsculas criaturas, todos en sus casas sumidos en la incierta compañía que sobreviene ante la incapacidad de atender en su sufrimiento a las personas que tenemos al lado porque, cada uno, estaba atravesando su propio achaque imposible, reaccionando ante él de una forma completamente personal e íntima, como ya se ha mencionado. Siempre con la misma característica de los diminutos seres, tanto en el color de sus miradas como en el silencio de sus voces.
            La siniestra dolencia no tardó demasiado en extenderse por los pueblos y pedanías que rodeaban a la urbe, los habitantes de las cuales fueron cayendo todos en el mismo acantilado de vómito infantil con azul y silencioso resultado. Indisposición que no atendía a ninguna clase de orden social, político ni militar. Desde tenderos a maestros y profesores, pasando por artesanos, funcionarios y políticos, agentes del orden público, hombres de negocios, grandes y pequeños empresarios, personas acaudaladas y también los más desfavorecidos desharrapados que tuvieron que soportar el acceso en chabolas, portales, construcciones abandonadas y casas viejas, o en plena calle quienes sólo poseían el cielo raso de la noche como único techo bajo el que guarecerse. Igualmente, los religiosos se vieron asaltados por la vomitona de infantes. Sacerdotes, monjas, diáconos, así como los diversos cargos en el escalafón de la jerarquía eclesiástica. De entre las personas de fe, hubo quienes consideraron la situación como algo milagroso venido por voluntad divina, aunque otros lo vivieron como si de una maldición de Satanás se tratase. Cada uno a su manera, pero siempre revestido de un azul silencioso y sereno.
            Antes de que el gallo cantase para despertar al sol de su letargo noctámbulo, el mal afectaba a todo el país que se encontraba detenido. Los medios de comunicación no comunicaban, no había radio, televisión ni prensa, aunque la población tampoco estaba muy dispuesta para escuchar, leer o ver nada más allá de esos niños. Únicamente corrían escasos y vagos rumores por las modernas redes sociales que parecían dejar claro que aquello no había pasado solamente a nivel del territorio en cuestión en el que se focaliza esta historia, ni tampoco se había quedado contenido en los países vecinos, tan siquiera dentro del propio continente en el que todos intentaban convivir. Bien al contrario, el hecho se dio en todos los continentes del mundo, ya sean éstos cuatro, cinco, seis o siete, dependiendo del punto de vista que se adopte al respecto. Pero el caso era que en cada ciudad de cada país, en cada pueblo, barrio o barriada, en cada aldea, en cada tribu o clan, en suma, en todos los rincones del destartalado mundo que habitamos acaeció la misma situación. Hasta los máximos dirigentes y representantes mundiales se vieron obligados a dejar a un lado la pretenciosa labor que trataban de llevar a cabo, bastante inútilmente, en aras de lo que denominaban de forma irónica el bien común, para atender a los pequeños que salieron de sus cuerpos. Algunos de estos mandatarios fueron sorprendidos por la vomitona en pleno discurso ante un auditorio de envergadura internacional, en esas importantes reuniones y cumbres que, en el fondo, no sirven para nada más que nada. Reyes en audiencia pública con hilillos de baba y jugos gástricos chorreándoles por las comisuras de los labios mientras un niño se abría paso por entre su boca. Grandes banqueros tratando de cerrar sus grandes negocios en mitad de unas náuseas de conocido resultado…
            Yendo más lejos, hasta los cientos de contiendas bélicas abiertas en el planeta quedaron cerradas cuando a las tropas comenzaron a salirles niños por las fauces. Los soldados, de unos y otros bandos, vomitaban en el frente de batalla, en las trincheras, en las selvas y montañas donde trataban de dirimir a balazos unas diferencias que, a la mayoría de ellos, no les importaban lo más mínimo. Al parecer, también hubo un cruento general muy curtido en el arte de la guerra a quien, a la orden de ¡Ataque! que lanzó a sus fieles tropas, se le escapó su niño junto con la voz y ya no pudo seguir atacando, ni mandando atacar, ni hacer ninguna otra cosa que no fuera contemplar al pequeño ser silente de azules niñas que terminaba de salir de sus adentros.
            En cuestión de pocas horas, lo que viene a durar la oscuridad en la mitad del mundo y la luz en la otra parte de éste, todo el orbe se había congelado, paralizado, casi parecía que el movimiento rotacional del planeta, así como su traslación por el universo, también se estaban viendo ralentizados contraviniendo las más precisas y antiguas leyes de la astrofísica que alguien imaginó descubrir en algún momento obligando a toda la humanidad a creerlas a ciencia cierta como si se tratase del más grande dogma de fe por encima, incluso, de la Creación en tan sólo una hebdómada de tiempo a manos del Supremo Facedor.
            Dando un paso más hacia adelante, cuando todo se encontraba parado, hubo personas que escucharon cómo el mismísimo Dios de los cielos dejó de respirar su hálito universal y fue capturado por el mal que afectaba a la humanidad convirtiéndose, de este modo, en el más humano de todos los hombres mientras con una náusea divina arrojó su niño que, igual que todos los demás, de azul mirada y silencioso, se quedó contemplándolo sin mediar  sonido alguno.
            El final llegó al final, cuando ya todo estaba hecho y acabado, todas las personas del mundo con sus niños, todos ateridos por el frío añil que traía el miedo silencioso que englobaba completamente la tierra, y del que todo el cosmos se estaba haciendo eco a la manera de un diapasón que resuena con el mismo tono que le llega desde un lugar lejano y cuya vibración es capaz de absorber todo lo demás.
            En ese instante cumbre, todos los pequeños niños que habían surgido en el mundo directamente de las vísceras de las personas, comenzaron a poner cara de tristeza, expresión dolorida que podía adivinarse en esas criaturas garzas a poco que se las mirase con el corazón y, simultáneamente, como si de una orquesta filarmónica mundial se tratase, comenzaron a derramar lágrimas, a llorar, a gimotear sollozando sin consuelo posible  mientras intentaban agarrase con sus diminutos bracitos al cuello de la persona que los había vomitado. No se escuchó otra cosa en el globo terráqueo más que un llanto desgarrado retumbando en todo el universo y alumbrando su oscuridad, cuya única intención y finalidad era hacerse escuchar. Lo demás, ya vendría si tenía que venir algo.
            Desde aquél entonces, el mundo ya nunca más fue igual de lo que había sido hasta ese momento, sus habitantes tampoco. Tan siquiera Dios pudo continuar con su juego eterno sabiéndose, solamente, uno más de entre todos los hombres y mujeres que vomitaron sus niños.



                                                                                                          Marcos Lloret García

miércoles, 19 de febrero de 2014

Cuarenta

Cuarenta aires al día
golpean en mi ventana
buscando una extraña tristeza
de dulce rabia teñida
que impregna la piel que me viste
adentro del alma mía.

Cuarenta palabras calladas
vienen diciendo escarcha
cuando el hielo me despierta
en la fría madrugada
con su mano pintada de azul,
de azul de mar salpicada.

Cuarenta versos en blanco
por debajo de la nada
donde me siento a esperar
siendo persona extraña,
compuesta por lo que queda
cuando la nada se marcha
dejando nada a su espalda
en la nada hacia la que avanza.

Cuarenta tristezas rabiosas
de triste rabia enlutadas
entremezclándose en mi vuelo,
ave de alas cortadas
con el plumaje arrancado,
pico y patas atadas
por un cordel errabundo
que hiere al tiempo que mata.

Cuarenta vidas perdidas
en la interminable batalla
que me parte en dos el pecho
con tajos de filo de hacha,
leñador demente talando
suspiros de sal incendiada
que laten en el corazón
cuando el corazón estalla.

Cuarenta esperas remotas.
Cuarenta soledades.
Cuarenta ilusiones rotas.
Cuarenta tempestades.




                                                 Marcos Lloret García

miércoles, 12 de febrero de 2014

Niña de nadie

                           Dedicado a Andrea

Niña de tiempo, de cuarto creciente,
mirada en la noche con luz de estrellas,
palabras de fuego y silencios de nieve
presencia ausente empapando tus huellas.
Niña de triste rumor penitente
danzando incesante en cielos de olas,
sonrisa de viento y de sol hirviente,
apagada voz que en tus sueños añoras.
Niña infinita de dolido semblante,
flor solitaria en campo de espigas,
aroma imposible, perfume distante,
huerto de infancia en tierras remotas.
Niña guerrera de rostro valiente
con ojos mojados de lágrimas rotas
luchando la fiera batalla silente
enredada en el gélido filo de las horas.
Niña de severo gesto impasible
que vienes y vas atravesando auroras,
camarada de sal, telar sin urdimbre,
alma de piel curtida enarbolas.
Niña callada de silencio sintiente,
melancólica sangre en las heridas,
abandono abismal en cuerpo durmiente,
pena inmortal de ternuras partidas.
Niña de ti, niña de nadie,
vuelo raso de ave noctámbula,
sonrisa sin nombre buscando encontrarte
encumbrando el monte de la distancia.


                                                           Marcos Lloret García

viernes, 17 de enero de 2014

Antes, ahora, después

El sueño revolotea en mis ojos
igual que el ahora pasajero
dejando después a su paso,
marcha imparable del destino,
presente inacabado,
futuro extinguido.
Sin otra opción, avanzo
con un movimiento quieto
quedando en después convertido
siendo ahora inmovilizado.
Soga de tiempo al cuello,
mansedumbre mortal del moribundo
que fallece estando enfermo
sólo de vida y tiempo,
de reflejo y recuerdo.
Escribir es un ergástulo
con un candado de verso,
muerto el rey, rey muerto,
cometa errante del firmamento
buscando un poema escondido
en el antes del después en ahora devenido.
¡Maldito tiempo mentiroso
que me lleva de la mano
por donde anda el profano
acechando la vida en silencio!
¡Maldito Dios! ¡Maldito tiempo!
Anatema entreverado de lamento.
Ojo azul, letra de fuego,
cruzando los rigores del verano
sin más emoción que sentirme humano
más allá del descontento
donde me despierto temprano
haciendo malabares con el universo.
Día tras día el mismo ramo
de flores de sal y desacierto
que crecen en un jardín cercano
en el que yo mismo me veo muerto
sin lágrimas ni llanto de duelo,
tan sólo un escrito lapidario
engalana mi tumba de aliento:
Venga a verme, aquel que vivo,
se sienta a mi muerte cercano
y dese cuenta cómo ha gastado
los años de vida vividos.



                                   Marcos Lloret García

domingo, 5 de enero de 2014

Pensatiempos

Si yo pudiera poder,
pudiendo bien podría
deberle el deber al deber
debiendo deber debería.
Si pudiera reír a la risa
que ríe riendo en mi llanto,
cansancio cansado de brisa,
carcajada y lágrima de quebranto.
Si pudiera dormir estrellas
con risas y llantos silenciados,
deberes debidos en las hogueras
de cansados cansancios agostados.
Si pudiera mostrar un cuarto de mí
sería el menguante, como la luna,
que crece y se encoge harta de sí,
locura blanca, divina locura.  
Si pudiera pensar pensando que pienso
y sentir sintiendo mis sentires,
airear el pecho desde adentro,
bocanadas de sal, afilados envires.
Si pudiera poder, pudiendo podría
ser un sólo yo olvidando el resto
de los histriones que viven mi vida,
máscaras sigilosas de mi desierto.
Si pudiera esperar la luz que no llega
hastiada de horas, sequías y suertes,
descubrir ese rayo que me balancea
ardiendo en el fuego eterno por siempre.

                                               Marcos Lloret García