martes, 22 de enero de 2013

In Vino Veritas*


            -Me gustaría probarte
            -¿Cómo dices?... preguntó Segismundo
            -Que me gustaría probarte yo a ti aunque sólo fuera por una vez… dijo el vino de la copa que reposaba sobre la mesa.
            -Sabes que eso no puede ser  aunque, por otro lado, también es imposible que una copa de vino hable, tal y como lo estás haciendo tú ahora… respondió él sin mostrar sorpresa ante el suceso en cuestión.
            -¿Imposible, dices? ¡Qué va, hombre¡ Lo que sucede es que no nos escucháis porque nosotros, los vinos, sí que hablamos.
            -Así será, si tú lo dices. No voy a ser yo quien te cuestione, pero no me negarás que es raro que me esté hablando el vino de una copa.
            -Igual de raro es para mí que me esté hablando un hombre, cosa que nunca suelen hacer.
            -Touché… respondió Segis con una sonrisilla en sus labios impregnados aún con el sabor de su interlocutor, a quien no sabía si continuar degustando, o no.
            -Puedes seguir bebiéndome si es lo que quieres… intervino el tinto… Lo digo por que te noto dubitativo mientras me miras.
            -Por un momento no sabía muy bien qué hacer porque no quisiera importunarte…
            -Estoy para ser bebido y, sinceramente, prefiero que me beba una persona con la que puedo conversar antes de desaparecer dentro de su cuerpo.
            -Salud… sentenció el hombre justo antes de alzar su copa, en un conato de ofrecimiento a los dioses, y engullirla de un trago. La posó nuevamente en la mesa y rellenó su hueco vacío con el brebaje que permanecía reposando dentro de la botella.
            -¿Qué es lo que te gusta de mi?... preguntó el vino
            -Verás, son varias cosas. En primer lugar es el color, que pasa por  una enorme  gama de tonalidades y matices. Desde el violáceo color del vino más joven, pasando por el rojo limpio de esos otros vinos que todavía no han evolucionado, que son pura potencia… iba diciendo Segismundo mostrando el disfrute entremezclado con sus palabras… … y luego encontramos un tono rojo con ciertos matices anaranjados, los cuales nos indican que el vino está en los orígenes de su envejecimiento, en su más joven vejez. Pero el colofón viene de la mano de esos otros vinos más selectos, como lo eres tú, amigo mío, vestido con el apogeo de tu rojo pardo.
            -Me gusta lo que dices sobre mí, pero yo no puedo  verme por lo que no se cómo es mi color… intervino el caldo entusiasmado con las palabras del hombre.
            -Puedo intentar describirte. Verás, para mis ojos eres de color rojo pardo, como ya te he dicho, y también puedo apreciar dentro del tono de tu piel algunos matices, centelleos casi, de color picota madura, unos reflejos profundos que te dan presencia… continuaba diciendo.
            -Me gusta cómo me ves. Si quieres, puedo contarte cómo eres tú para mi… dijo el vino.
            -Adelante. Seguro que tú me ves mejor de lo que yo llego a atisbarme a mi mismo.
            -No creo, porque yo no tengo tan siquiera ojos para poder verte… replicó el morapio.
            -Yo sí tengo ojos, pero hay muchas cosas de mi que no logro ver. Es algo muy común que nos suele pasar a las personas… explicó Segis.
            -Yo te noto dubitativo, como hace un momento cuando tenías reparo en continuar bebiéndome. Te siento así cuando me echas en la copan y en cada uno de los tragos que me das, es como si algo en ti no te permitiera disfrutarme completamente, tal cual si estuvieses cometiendo un pecado o un acto infame.
            -Me sorprendes. Continúa por favor… intervino el hombre.
            -Por otro lado, por el lado de tus adentros, la cosa cambia bastante. Por dentro eres acogedor, cálido, casi tierno podría decirte. Yo me siento bien recibido al entrar en tu boca, y el tiempo que paso allí impregnando tu paladar,  pintando las paredes internas de tus mejillas, acariciando tu lengua… me trae el recuerdo de la barrica materna en la que crecí. Luego, cuando me tragas, todo se vuelve oscuro, se pierde la luz y en un suave movimiento de caída paso a formar parte de ti.
            -Me dejas impresionado con tu descripción… dijo Segis apurando la copa y llenándola nuevamente.
            -Pero, con todo y esto, sigo sin saber cuál es tu sabor, tu aroma. Creo que tú conoces bien mi esencia porque la paladeas en cada sorbo, pero yo no alcanzo tan siquiera a imaginar cómo es la tuya.
            -No te creas, que yo tampoco tengo nada claro cuál es mi esencia, si es que algo así existe… matizó él.
            -Llámalo como quieras. A lo que me refiero es a eso más profundo e íntimo de ti, como aquello que encuentras en mi y que me hace distinto a todos los demás vinos de la tierra, lo que me hace ser el que soy.
            -Pero eso no es sólo una cosa, es la conjunción de muchos factores como son tu aroma, tus matices, tu sabor complejo… Yo creo que eso a lo que te refieres como una esencia o un núcleo no existe, no es más que un concepto barajado por algunos, descartado por otros, y discutido por todos. 
            -Más allá de discusiones intelectuales que no harían sino alejarme de lo que  pretendo conocer…  iba diciendo el vino… Lo que quiero es que me cuentes cómo eres para ti, cómo te vives, cómo te experimentas a ti mismo…
            -Difícil tarea la que me propones porque, ciertamente, no tengo del todo claro cómo soy para mi
            -A lo mejor, tratando de explicármelo a mi te lo aclaras a tú…
            -Puede ser. Veamos… comenzó a decir Segis con esa duda tan suya… Para mi soy bastante tormentoso, ya que no me dejo descansar ni un solo instante. Siempre estoy discutiendo en una especie de monólogo interior con el que no hago más que acallar alguna parte de mi que no quiero ver. Y por más que intento salir de esa cháchara mediante la que me machaco la existencia, vuelvo a caer en ella una y otra vez entrando en una espiral caótica que no es sino el eterno retorno de lo mismo, siempre.
            -Entiendo lo que me dices… dijo el vino casi susurrando.
            -Por otro lado, este modo de funcionamiento me deja agotado porque he de poner muchas energías en mantener y fomentar este juego… finalizó el hombre sus palabras quedándose callado y serio, encajado dentro de sí como el corcho en el cuello de una botella.
            -Te noto muy serio y como atorado. Comprendo que te resulte molesto hablar de estas cosas y no quiero que te quedes así, a mitad de camino entre tú y tú mismo… decía el último trago de la botella que ya descansaba en la copa… Se me ocurre una idea  que quizá te permita avanzar un poco más y despegarte de ese punto en el que pareces estar un tanto enquistado. Si es que quieres  hacer algo con eso que te pasa…
            -Sí… respondió Segis sin su eterna duda… Es más, necesito hacer algo.
            -Muy bien, entonces quizá matemos dos pájaros de un tiro ya que la idea que te voy a contar puede que por un lado te sirva de algo a ti y, por otro, me sirva a mi también para, como te dije al inicio de esta charla, probarte.
            -Cuéntame. Te escucho…
            -Quiero que eches unas gotas de tu sangre sobre mi, para que se mezcle conmigo.
            Segis sacó su llavero que era una de esas diminutas navajas  que son más de adorno que de uso, pero para lo que la necesitaba era más que suficiente. Abrió la pequeña hoja con las uñas y, sin pensárselo, clavó la punta del filo en la yema de su pulgar izquierdo. Acto seguido llevó el dedo sobre la copa y lo apretó varias veces con los dedos de su diestra, en un intento de ordeñarlo para extraer de él unas gotas de sangre que fueron resbalando por el cristal para terminar confundidas con la otra sangre que las aguardaba deseosa.
            -Ahora puedo decir que te conozco, que te he catado por fin amigo mío… dijo el vino… Termíname de un trago, y así podrás ver y podrás saber…
            Segismundo tomó la copa y la apuró apretándola contra sus labios. Sintió calor, en el esófago, y un conato de náusea que intentaba emerger desde su estómago. También notó un clac a la altura del pecho, un chasquido de pestillo que se descorre en la aciaga madrugada, y también percibió un leve sonido, casi un mero rumor de goznes oxidados entreabriéndose por primera vez en muchos años, quizá por primera vez en su vida.
           

                                                                                      Marcos Lloret García
           


* Sentencia de Cayo Plinio Cecilio Segundo, conocido como Plinio el Viejo (Comum, año 23; Estabia, año 79).

lunes, 14 de enero de 2013

Diálogo con un bolígrafo-cebra


       -Dime, cebra. ¿Por qué me miras de esa forma tan insistente por encima de la pantalla del ordenador?... pregunté a un bolígrafo decorado como el mencionado animal.
       -Porque me gusta verte escribir… respondió.
      -No creo que sea divertido verme escribir… repliqué yo sin entender la absurda posibilidad de que un diálogo así fuera capaz de darse.
       -Para mi sí que lo es… volvió a decir el animal de plástico.
    -¿Qué es lo que te agrada? Porque no creo que sea ver cómo me voy destrozando los dedos a mordisquitos cuando me quedo atascado en mitad de la narración, o cuando pierdo la idea que venía desarrollando. Ni tampoco creo que sea el ver cómo mi cuerpo se va arqueando sobre el teclado a medida que mi espalda, dolorida, busca esa posición encorvada que le viene siendo natural desde hace un buen manojo de años.
         -No, no es nada de eso que me estás diciendo… respondió nuevamente el bolígrafo.
        -Entonces será el ver cómo voy fumando a cada poco, cómo manejo el papel y el tabaco para liarme los cigarrillos, cómo aspiro las densas caladas de humo para luego expirarlo de golpe, o quizá juguetear un tanto con él y hacerlo bailar en el aire en forma de aros.
            -No, tampoco es eso. No es el verte fumar lo que me agrada.
            -Entonces, ¿qué es?... pregunté.
          -¿Y no lo sabes tú? Pues te lo voy a contar. Lo que me gusta es ver cómo van llegando las ideas hasta ti, unas hasta tu cabeza, otras directamente a tu corazón que son las que más te cuesta expresar, otras se quedan pegadas a tu piel varios días, semanas incluso, hasta que reparas en ellas súbitamente como si fuese un fantasma que ha aparecido ante ti. También me gusta ver, porque me hace mucha gracia, cómo te enojas y te irritas hasta terminar por renegar de ti en cada letra que escribes y en cada palabra que forjas a golpe de sangre y fuego. Es divertido verte luchar inútilmente contra ti mismo sabiendo que tienes la batalla perdida de antemano, que esa guerra en la que te enzarzas no tiene ningún sentido ya  sino que forma parte de tu protocolo existencial. ¿Sabes a qué me estoy refiriendo?... dijo la cebra dejándome sumido en el asombro por la certeza de sus palabras.
-…
            -Sí lo sabes, yo creo que sí. Por otro lado, lo que más me gusta es contemplar cómo vas creando mundos a partir de pequeñas cosas que son insignificantes para la mayoría de las personas. Ver cómo comienzan esos universos a partir de un chispazo  un fogonazo resplandeciente que cruza tu cuerpo de arriba abajo, y entonces comienzas a crear, a modelar el mundo que tienes entre las manos como si de una pella de barro se tratase. Lo gestas, lo pares y lo crías para que crezca y se desarrolle hasta mucho más allá de lo que tan siquiera tú mismo eras capaz de imaginar cuando únicamente era poco más que un conato de idea que quedó olvidada sobre la almohada insomne. Además, me gusta tu proceso de creación en el que te retuerces ahí sentado en tu silla mientras tus manos perecen volar por encima del teclado, rápidos movimientos dactilares en un intento de atrapar entre las letras esa idea que, si se escapa, crees que jamás regresará a tus entendederas. Ese miedo que sientes, ese temor a perder la inspiración, a que desaparezca en el vacío del abismo con el que te encuentras en ciertas ocasiones… créeme lo que te digo, es el mejor regalo posible que te ha dado la vida.
            -No sé que decirte… respondí poco menos que perplejo.
            -No me digas nada y continúa con lo que estabas escribiendo.


                                                                                                       Marcos Lloret García

sábado, 5 de enero de 2013

Los días


            En aquellos tiempos de primavera untados de azahar nos bañábamos en el sol del amanecer que venía a darnos los buenosdías acariciándonos la piel con sus rayos. Al mediodía nos escondíamos como los insectos, como los animales que huyen del calor buscando una sombra en la que pacer. A la tarde, solíamos llevar a cabo nuestro ritual según el modo de los antiguos naguales que, antes de la ceremonia, purificaban su cuerpo con el humo sagrado.
            Envueltos en el humo de los dioses, cogidos de la mano, volando por el firmamento como dos angelitos que se acaban de enamorar. Tú y yo, sin más fe ni destino que las horas ardientes en las que los culpables buscan su lugar bajo el hilo de la vida. Entonces, gustábamos de jugar a las enredaderas con nuestros cuerpos verdes, entrelazadas almas intentando romper la razón y la lógica para convertirnse en un solo ser.  

                                                                                              Marcos Lloret García