-Me gustaría probarte
-¿Cómo
dices?... preguntó Segismundo
-Que
me gustaría probarte yo a ti aunque sólo fuera por una vez… dijo el vino de
la copa que reposaba sobre la mesa.
-Sabes
que eso no puede ser aunque, por otro
lado, también es imposible que una copa de vino hable, tal y como lo estás
haciendo tú ahora… respondió él sin mostrar sorpresa ante el suceso en
cuestión.
-¿Imposible,
dices? ¡Qué va, hombre¡ Lo que sucede es que no nos escucháis porque nosotros,
los vinos, sí que hablamos.
-Así
será, si tú lo dices. No voy a ser yo quien te cuestione, pero no me negarás
que es raro que me esté hablando el vino de una copa.
-Igual
de raro es para mí que me esté hablando un hombre, cosa que nunca suelen hacer.
-Touché…
respondió Segis con una sonrisilla en sus labios impregnados aún con el sabor
de su interlocutor, a quien no sabía si continuar degustando, o no.
-Puedes
seguir bebiéndome si es lo que quieres… intervino el tinto… Lo digo por que te noto dubitativo mientras
me miras.
-Por
un momento no sabía muy bien qué hacer porque no quisiera importunarte…
-Estoy
para ser bebido y, sinceramente, prefiero que me beba una persona con la que
puedo conversar antes de desaparecer dentro de su cuerpo.
-Salud…
sentenció el hombre justo antes de alzar su copa, en un conato de ofrecimiento
a los dioses, y engullirla de un trago. La posó nuevamente en la mesa y rellenó
su hueco vacío con el brebaje que permanecía reposando dentro de la botella.
-¿Qué
es lo que te gusta de mi?... preguntó el vino
-Verás,
son varias cosas. En primer lugar es el color, que pasa por una enorme
gama de tonalidades y matices. Desde el violáceo color del vino más
joven, pasando por el rojo limpio de esos otros vinos que todavía no han
evolucionado, que son pura potencia… iba diciendo Segismundo mostrando el
disfrute entremezclado con sus palabras… …
y luego encontramos un tono rojo con ciertos matices anaranjados, los cuales
nos indican que el vino está en los orígenes de su envejecimiento, en su más
joven vejez. Pero el colofón viene de la mano de esos otros vinos más selectos,
como lo eres tú, amigo mío, vestido con el apogeo de tu rojo pardo.
-Me
gusta lo que dices sobre mí, pero yo no puedo
verme por lo que no se cómo es mi color… intervino el caldo
entusiasmado con las palabras del hombre.
-Puedo
intentar describirte. Verás, para mis ojos eres de color rojo pardo, como ya te
he dicho, y también puedo apreciar dentro del tono de tu piel algunos matices,
centelleos casi, de color picota madura, unos reflejos profundos que te dan presencia…
continuaba diciendo.
-Me
gusta cómo me ves. Si quieres, puedo contarte cómo eres tú para mi… dijo el
vino.
-Adelante.
Seguro que tú me ves mejor de lo que yo llego a atisbarme a mi mismo.
-No
creo, porque yo no tengo tan siquiera ojos para poder verte… replicó el
morapio.
-Yo
sí tengo ojos, pero hay muchas cosas de mi que no logro ver. Es algo muy común
que nos suele pasar a las personas… explicó Segis.
-Yo
te noto dubitativo, como hace un momento cuando tenías reparo en continuar
bebiéndome. Te siento así cuando me echas en la copan y en cada uno de los
tragos que me das, es como si algo en ti no te permitiera disfrutarme
completamente, tal cual si estuvieses cometiendo un pecado o un acto infame.
-Me
sorprendes. Continúa por favor… intervino el hombre.
-Por
otro lado, por el lado de tus adentros, la cosa cambia bastante. Por dentro
eres acogedor, cálido, casi tierno podría decirte. Yo me siento bien recibido
al entrar en tu boca, y el tiempo que paso allí impregnando tu paladar, pintando las paredes internas de tus
mejillas, acariciando tu lengua… me trae el recuerdo de la barrica materna en
la que crecí. Luego, cuando me tragas, todo se vuelve oscuro, se pierde la luz
y en un suave movimiento de caída paso a formar parte de ti.
-Me
dejas impresionado con tu descripción… dijo Segis apurando la copa y
llenándola nuevamente.
-Pero,
con todo y esto, sigo sin saber cuál es tu sabor, tu aroma. Creo que tú conoces
bien mi esencia porque la paladeas en cada sorbo, pero yo no alcanzo tan
siquiera a imaginar cómo es la tuya.
-No
te creas, que yo tampoco tengo nada claro cuál es mi esencia, si es que algo
así existe… matizó él.
-Llámalo
como quieras. A lo que me refiero es a eso más profundo e íntimo de ti, como
aquello que encuentras en mi y que me hace distinto a todos los demás vinos de
la tierra, lo que me hace ser el que soy.
-Pero
eso no es sólo una cosa, es la conjunción de muchos factores como son tu aroma,
tus matices, tu sabor complejo… Yo creo que eso a lo que te refieres como una
esencia o un núcleo no existe, no es más que un concepto barajado por algunos,
descartado por otros, y discutido por todos.
-Más
allá de discusiones intelectuales que no harían sino alejarme de lo que pretendo conocer… iba diciendo el vino… Lo que quiero es que me cuentes cómo eres para ti, cómo te vives, cómo
te experimentas a ti mismo…
-Difícil
tarea la que me propones porque, ciertamente, no tengo del todo claro cómo soy
para mi
-A
lo mejor, tratando de explicármelo a mi te lo aclaras a tú…
-Puede
ser. Veamos… comenzó a decir Segis con esa duda tan suya… Para mi soy bastante tormentoso, ya que no
me dejo descansar ni un solo instante. Siempre estoy discutiendo en una especie
de monólogo interior con el que no hago más que acallar alguna parte de mi que
no quiero ver. Y por más que intento salir de esa cháchara mediante la que me
machaco la existencia, vuelvo a caer en ella una y otra vez entrando en una
espiral caótica que no es sino el eterno retorno de lo mismo, siempre.
-Entiendo
lo que me dices… dijo el vino casi susurrando.
-Por
otro lado, este modo de funcionamiento me deja agotado porque he de poner
muchas energías en mantener y fomentar este juego… finalizó el hombre sus
palabras quedándose callado y serio, encajado dentro de sí como el corcho en el
cuello de una botella.
-Te
noto muy serio y como atorado. Comprendo que te resulte molesto hablar de estas
cosas y no quiero que te quedes así, a mitad de camino entre tú y tú mismo…
decía el último trago de la botella que ya descansaba en la copa… Se me ocurre una idea que quizá te permita avanzar un poco más y
despegarte de ese punto en el que pareces estar un tanto enquistado. Si es que
quieres hacer algo con eso que te pasa…
-Sí…
respondió Segis sin su eterna duda…
Es más, necesito hacer algo.
-Muy
bien, entonces quizá matemos dos pájaros de un tiro ya que la idea que te voy a
contar puede que por un lado te sirva de algo a ti y, por otro, me sirva a mi
también para, como te dije al inicio de esta charla, probarte.
-Cuéntame.
Te escucho…
-Quiero
que eches unas gotas de tu sangre sobre mi, para que se mezcle conmigo.
Segis sacó su llavero que era una de
esas diminutas navajas que son más de
adorno que de uso, pero para lo que la necesitaba era más que suficiente. Abrió
la pequeña hoja con las uñas y, sin pensárselo, clavó la punta del filo en la
yema de su pulgar izquierdo. Acto seguido llevó el dedo sobre la copa y lo
apretó varias veces con los dedos de su diestra, en un intento de ordeñarlo
para extraer de él unas gotas de sangre que fueron resbalando por el cristal
para terminar confundidas con la otra sangre que las aguardaba deseosa.
-Ahora
puedo decir que te conozco, que te he catado por fin amigo mío… dijo el
vino… Termíname de un trago, y así podrás
ver y podrás saber…
Segismundo tomó la copa y la apuró apretándola contra sus labios. Sintió calor, en el esófago, y un conato de
náusea que intentaba emerger desde su estómago. También notó un clac a la altura del pecho, un chasquido de pestillo que se descorre en la aciaga madrugada, y también percibió un leve
sonido, casi un mero rumor de goznes oxidados entreabriéndose por primera vez
en muchos años, quizá por primera vez en su vida.
Marcos Lloret García
* Sentencia de
Cayo Plinio Cecilio Segundo, conocido como Plinio
el Viejo (Comum, año 23; Estabia, año 79).