a un reloj, de Julio Cortázar.
Me di cuenta esta mañana que mi reloj de muñeca, ese pedacito de frío
metal mediante el que nos aferramos a la muerte, se había parado. Las 10:13
marcaban sus agujas ridículamente
enmudecidas. Traté de darle cuerda siguiendo meticulosamente el ritual marcado
por Julio, disculpen la arrogancia de referirme a él como si se tratase de un
buen amigo, cosa que, en cierto modo, es. Y el resultado no se hizo esperar,
aquel minúsculo corazón comenzó a latir, al tiempo que el mundo empezaba a
girar nuevamente, pero algo no terminaba de encajar en el engranaje, puesto que
de él se escapó un chirrido cuando observé, intentando ponerlo en hora, que los
números fosforescentes del magnetoscopio que tenía al frente marcaban las 10:24,
y en el relojillo de la pantalla del televisor, que corona las noticias
de la mañana, eran las 10:19.
Sobresaltado ante la duda de no saber en qué minuto exacto del tiempo me
encontraba y lo que era peor, de no poder plasmarlo en mi reloj para que éste
siguiera marcando el recto acontecer, he cogido con ansiedad el teléfono móvil.
Las 10:22 aparecieron ante mis ojos como una losa resbaladiza en la que más
valía no pisar, porque para mi esa cifra tenía tanta credibilidad como la del magnetoscopio, o el reloj del noticiario. Me he echado
para atrás en la silla tomando aire.
Tal vez la solución pasaría por obtener la
media aritmética de los tres datos, lo cual se aproximaría bastante a la hora
exacta, pero no lo sería. De manera que, inexorablemente, andaría por ahí sintiendo la pesadez de estar
desincronizado con el mundo, avergonzado, bajo la mirada de un Cronos que
no me devoraría, tan siquiera eso. Ante esta expectativa de destino sólo he
podido hacer una cosa, me he despojado de mi reloj encerrándolo en el cajón de la mesita de
noche.
No me siento mejor por ello, pero el mundo ha dejado de chirriar en mis
oídos mientras pegada a mis ojos, en forma líquida, aparecía escrita la frase “Allá
en el fondo está la muerte”*
Marcos Lloret García
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