lunes, 25 de febrero de 2013

El hombre de la Ventana


       
            Es algo extraño lo que sucedió la noche pasada después de la cena, bastante después, justo en mitad de esas horas anhelantes que nos conducen hasta el sueño. Fue extraño anoche y sigue siéndolo ahora que el día asoma, aún tímidamente, por encima de las destelleantes luces que todavía brillan en la imagen lejana de la ciudad. No he dormido mucho, a penas tres o cuatro horas, no más, y me siento extremadamente cansado (presiento que hoy será un fatigoso día). Antes de conciliar el breve sueño estuve dando vueltas en mi cabeza a aquello que acaeció, entre carcajadas, mientras veíamos la televisión, pero no logré esclarecer nada, ni tampoco lo logramos cuando estuvimos hablando sobre ello justo antes de pagar la luz (buenasnoches). Esa luz que ahora está prendiendo el tranquilo horizonte.
Esta es la hora de la tranquilidad, el alba, donde los fantasmas del día anterior parecen dejar paso a los del nuevo día, siempre los mismos y siempre distintos. La mejor de todas las horas, es más, la única capaz de aliviarme, aunque sólo sea de manera momentánea. ¿Qué sucedió? No lo sabría decir ordenadamente, tan siquiera soy capaz de articularlo de modo argumentado, ya que fue algo que escapa al orden tanto como al argumento. Ella y yo estábamos hablando, bromeando casi, muy jovialmente y, entonces, a mi se me ocurrió la idea de “El hombre de la ventana”. Más que una idea fue como una suerte de fantasía surgida de mi cabeza, de mi imaginación, que escapó de allí a través de las palabras y, aprovechando la idoneidad que las circunstancias daban a la situación, arrasó con todo lo que encontró a su paso, sólo que ella estaba en mitad de ese paso y se sintió, yo creo, ligeramente desbordada. Fue algo inocente, me refiero a que no imprimí malicia alguna a mis palabras, tampoco a mis fantasías.
 Se trataba de un hombre olvidado por todos, hasta por sí mismo, que merodeaba por la fachadas de los edificios, caminando por las paredes como si la inquebrantable ley de la gravedad no fuese con él (como si también el universo hubiese olvidado aplicarle sus castigos). Se movía intentando atisbar por entre las ventanas, que aún no habían sido selladas con el peso de las persianas, tan sólo esbozos de él mismo en los demás, con el fin de intentar reconocer su existencia. Buscaba atisbos de su vida entre aquellos que lo olvidaron. No era un asesino, yo nunca dije eso, ni un loco, ni un monstruo... Nada más era  “El hombre de la ventana” que mora con su vacío en la noche silenciosa intuyendo, a penas, su sombra bajo los densos rayos de la luna, el ser que absorbe, a través del frío cristal, nuestros momentos de sobreabundancia (como en la risa y en la intensa tristeza). El inacabado que vaga por el mundo buscando rellenar su incompletitud rebosante de ausencias que, cuanto menos, es causa de terror y, cuanto más, de suscitar compasión. A ella le aterró.
            Ya despertó el día, hace viento. La amanecida parece haberse llevado, o tal vez hayan sido las palabras, ese regusto a mano vacía que mi imaginación dibujó en la noche. Pero, todavía, bajo la anaranjada luz del sol más temprano, hay algo dentro de mi que se resiste a creer que todo fue una fantasía, algo de mi que trepa por las fachadas de los edificios bajo el amparo de la noche buscando encontrar, en la parte de afuera de alguna ventana, a ese ser que no es sino un hueco de mi.


                                                                 Marcos Lloret García
                               

martes, 19 de febrero de 2013

La Colilla


           
          Aquella tarde llovía torrencialmente, una de esas fuertes tormentas propias del otoño, con la salvedad de que había trasladado su ubicación a los primeros días invernales. La noche arreciaba tanto como el viento frío, que iba pintando de colores violáceos los rostros de los invitados más puntuales que ya rondaban por las puertas del restaurante intentando adentrarse en él, un tanto impacientes. Nunca me han gustado estas situaciones en las que la gente no hace sino relamerse al pensar en todas las delicias que devorarán ávidamente, como si se tratase de la última de las cenas que van a disfrutar. Siento asco al verlos babeando por dentro de sus cabezas, me repugna el sentirme parte de semejante masa pero soy humano, quizá demasiado, y no puedo dejar de descubrirme a mi mismo, algunas veces, relamiéndome y babeando con ellos en una suerte de escatológico ritual del que me cuesta desprenderme y, quizá, nunca lo haga.
          Dadas las inclemencias meteorológicas, y la tardanza de los anfitriones, la ingente marea humana que conformábamos los allí congregados fue pasando pesadamente, con la lentitud propia de un domingo aciago, al interior del pequeño bar del restaurante donde se consumaría la ceremonia. No nos engañemos, las bodas no se consuman en la privacidad de la alcoba (ese es lugar para los amantes, y allí la liturgia no pinta nada), sino en la publicidad de un ostentoso banquete. Se estaba bien adentro, a buen seguro se estaría mejor antes de que las ridículas voces de los invitados rompieran por la mitad el silencio que merodeaba a las espaldas de los dos o tres clientes que estaban en la barra, a caballo entre el café y la cerveza. No era un lugar excesivamente acogedor pero, al menos, no hacía frío. Mejor sería decir que la temperatura ambiental era óptima, pese a que se notaba un gélido rumor que parecía provenir de los destartalados taburetes de asiento redondo, tapizado en polipiel roja, de los azulejos que revestían las avergonzadas paredes, de las lámparas que intentaban alumbrar tímidamente, del humo de tabaco negro abotargado en el aire... Poco a poco, camareros con enormes bandejas en sus manos comenzaron a surgir por un extremo de la barra y fueron ofreciendo bebidas y aperitivos a los comensales, intentando que cejaran en su empeño de hablar, cada uno, más alto que sus contertulios. Nada consiguieron sino acrecentar, en gran medida, los ánimos de un público enardecido.
         Ante la imposibilidad de conseguir un hueco en alguna de las atestadas mesas, mi novia y yo decidimos permanecer en la barra, al lado de uno de los habituales clientes del local, uno de los parroquianos, por darle un matiz sagrado al asunto. Era un anciano que rondaría los ochenta años, sentado en uno de los cansados taburetes, tal vez el que había estado ocupando desde hacía tantos años que ni siquiera lo recordaba. Lucía la delgadez característica de una vida austera,  carente de un buen puñado de cosas, lo cual acentuaba en gran medida el arqueamiento de su espalda, unido esto a una complexión de esas en las que el tórax está como metido hacia adentro. En su mano izquierda, elevada a la altura de la oreja, sujetaba un pequeño transistor que intentaba escuchar, a duras penas, entre el griterío descontrolado que inundaba el local , mientras que en su diestra mantenía, reposando entre sus dedos como si se tratase de otro apéndice, una colilla aún humeante que era exprimida por sus labios resecos buscando una calada más. A penas nos lanzamos unas ridículas miradas y cada cual siguió con lo suyo: él con su radio y su colilla, y yo... No podía dejar de mirarlo de reojo porque, a cada poco, se tambaleaba ligeramente de atrás hacia adelante asintiendo con la cabeza y mascullando algo, como si respondiese a las ondas que, mal que bien, llegaban hasta el vetusto aparato receptor. Así permanecimos unos instantes, pero pronto el bar estuvo completamente atestado de gente y perdimos el pequeño espacio libre del que disfrutábamos, quedando en una de esas situaciones en las que uno termina estando rodeado por una masa de extraños.
         Calor, gritos, algún que otro amable empujón... Podrían resumir el nuevo cariz que había tomado la situación, mas lo peor fue que uno de esos infames extraños, quizá el más patán de todos, se percató del anciano que, a estas alturas, se hallaba arrinconado en el extremo de la barra. Y, entonces, devino la desgracia, la rotura del momento que aquel hombre me estaba regalando. El muchacho se acercaba una y otra vez al viejo, con una estúpida sonrisa por el lado de atrás de los labios, intentando escuchar el pequeño transistor que éste apretaba contra su oreja, invadiéndolo, molestándolo. Incluso llegó a decirle algo, a lo que el viejo respondió con una nueva chupada a su colilla, presumiblemente la última.
Se bajó costosamente del taburete y, mirándome fijo a los ojos, dejó caer la colilla al suelo, diciéndome a través de dos lágrimas que aquéllo que me estaba contando acababa de enmudecer para siempre. Pisó la colilla con su pie derecho, y se perdió entre la gente en dirección a la salida. 
 Sólo quedó de su historia el regusto a tabaco negro aplastado contra el suelo.


                                                                                         Marcos Lloret García

lunes, 18 de febrero de 2013

En este lugar


                     
                     Ahora mismo estoy solo, mas no pretendo lamentarme por ello. Bien al contrario, mi... ese algo de mi que me impele a escribir necesitaba unos segundos de calma, unas horas vacías de hombres y dioses nada más que para sobrevolar, someramente, esta salva de concretitud, esta intangible realidad que no hace más que escurrírsenos por entre los dedos, y cuanto más la intentamos retener, más líquida se vuelve ella. Gota a gota, va mojando el suelo terregoso de este jardín en el que me encuentro, que desaparece con el primer y más leve roce de la humedad que todo lo descompone, formando una especie de agujero negro amenazante de tranquilidad.
                     Lo estoy viendo, el agujero, y no me asusta a pesar de que aparece desafiante bajo el frío de la mañana, que se encarga de mantener mis músculos un tanto agarrotados (sé que después me dolerán, pero no puedo hacer nada por evitarlo). El oscuro hoyo surgido bajo mis pies parece no crecer, pero sí lo hace ya que van desapareciendo los objetos a mi alrededor. Antes, había a mi derecha, en lo que era suelo, una colilla y a mi frente un tapón rojo de plástico. Ya no están, se los tragó el hambriento boquete. No están, mas sigo viéndolos doblemente inciertos, por la falta de concretitud que les es propia y, también, por la que lleva pareja el agujero, que no es sino sombra de un espejismo. No están, porque el parque entero al que llegué hace unos minutos ha sido engullido entre borbotones de hojas secas y crujir de ramas heladas, lo sorbió esa abertura que ya empieza a succionar mis piernas con la misma intensidad mediante la que la muerte nos empuja hasta nuestra fosa cavada en la tierra.
                     Pero el parque sigue estando aquí, y yo también sigo aquí, siendo ambos nada por dos veces en esta doble soledad que ni tan siquiera es atisbada por los pobres ojos perdidos que han pasado cerca, ocho o diez a lo sumo, incapaces de imaginar en sus más desiertos sueños lo que estaba sucediendo. La negrura del agujero ya ha ganado todo mi cuerpo, que ahora se convulsiona en un gran escalofrío tan lejano como yo mismo, siendo un ser que está y no está en los lugares que alguna vez visité entre las oquedades de los días, esos pequeños resquicios que podemos horadar con los dedos para ver cómo la realidad se desmorona, se hace añicos delante de nuestros ojos cansados de horas, desaparece quedándose tal cual creemos que es: arrogante y pretenciosa.
                     La realidad... El parque... Todo sigue igual, todo igual... Pero tengo la sensación de que cuando levante la vista del papel no voy a estar en este lugar.


                                                                                                  Marcos Lloret García.


viernes, 15 de febrero de 2013

Paso de peatones


    

Pablo se detuvo ante el paso de peatones al ser avisado por la luminiscente mancha roja en forma de persona, que resplandecía en el otro extremo de la calzada. Llovía de forma impenitente, casi se podía decir que diluviaba, pero le fascinaba caminar  por las calles de una ciudad que se ahogaba con la lluvia, como tantas otras ciudades. Llevaba puesto un chubasquero amarillo bastante llamativo cuya capucha, muy ancha, permanecía separada de sus mejillas húmedas dándole un aire monacal, como si esa prenda plástica fuese el hábito requerido para llevar a cabo alguna secreta ceremonia. A él, le gustaba que la capucha tuviese esas grandes dimensiones, ya que eso impedía que se le mojasen los auriculares que buscaban cobijo en el interior de sus oídos.
La luz del semáforo cambió a verde justo cuando dio al play de su reproductor de música. Se dispuso a cruzar el riachuelo bajo el que yacía, soterrado, el cansado paso de peatones pero algo le impedía moverse. Por un instante infinito le sobrecogió la más absoluta inmovilidad en forma de gotas pegajosas, unas gotas que lo mantenían firmemente adherido a cierta cosa que lo agarraba en ese momento. Se dio  impulso hacia adelante logrando vencer la invisible resistencia, a la par que sus dos pies, enfundados en unas zapatillas grises, se sumergían chapoteando en la corriente de agua color marrón salpicando buena parte de sus pantalones, unos vaqueros viejos y descoloridos. Se detuvo por un instante preguntándose qué le había sucedido, por qué no podía moverse hacía, tan siquiera, un segundo, qué era aquello de lo que parecía haberse despegado… Cuestiones que más valía no responder porque, en breve, iban aclararse por sí solas.
Se sentía más ligero,  más pequeño que antes de pisar la primera franja del paso de peatones en la que se encontraba plantado. La lluvia empezaba a arreciar con verdadera fiereza, tanto que a duras penas se podía intuir la luz verde del semáforo de la acera de enfrente. Pablo, miró hacia atrás para ver si aún seguía allí el resplandor esmeralda dándole el beneplácito para cruzar la calle pero, a penas lo hubo imaginado, con los ojos entornados debido al incesante martilleo de las gotas sobre su rostro, reparó en algo que le hizo dar un vuelco a sus tripas. Él, seguía estando allí de pie, en la acera, junto al semáforo, con su misma mueca grave y la mirada perdida en alguna de las notas que llegaban hasta sus oídos. Estaba allí con su eterno chubasquero amarillo esperando, tal vez, atravesar la rúa.
Se asustó, y dio un salto hacia el medio de la calle pero su pie resbaló, con lo que fue a dar directamente con su espalda en el suelo encharcado. Cerró los ojos por un segundo convencido de que al abrirlos se daría cuenta  que nada de lo anterior había sido real, simplemente habría sido por la fuerte lluvia que cada vez castigaba con mayor rigor su cuerpo tendido en la calzada. Abrió los ojos y comprobó que todavía seguía estando en la acera, de pie, junto al semáforo. Es más, también estaba de pie sobre la primera raya del paso de peatones, con la cabeza girada hacia la acera, mirándose a sí mismo. Esto le asustó aún más ya que no se trataba de una alucinación pasajera, sino que era como estar viendo una secuencia de imágenes detenidas en el tiempo, en un tiempo que cada vez pesaba menos para él puesto que se iba haciendo más pequeño. Retrocedió un poco más arrastrándose sobre su espalda y, al instante, pudo ver una nueva imagen suya tendido sobre el asfalto, observando las dos anteriores. Y siguió retrocediendo empujándose con sus piernas, entre resbalones, y siguió viendo imágenes suyas, y siguió haciéndose más y más pequeño,  más  ligero cada vez... Hasta que, al final, sólo quedó el sonido desmembrado de un claxon acompañado por un frenazo mojado, con el consiguiente sabor a deslizar de ruedas sobre el firme, y un golpe sordo color amarillo.
En ese segundo de muerte, Pablo comprendió que aquellas gotas pegajosas que lo mantenían sujeto unos momentos atrás, era la viscosa y densa sustancia que nos mantiene adheridos a la vida.


                                                                                          Marcos Lloret García. 

lunes, 11 de febrero de 2013

Peces Instantáneos



     Desde aquí sentado, cada noche en una posición similar, por no decir siempre en la misma y exacta posición, vengo aguardando un acontecimiento tan banal y ordinario que jamás lo comenté con nadie, y puede ser que si lo hago pierda todo el encanto que encierra para mi. Tendré que decidir si lo cuento o no, aunque ello dependerá en mayor medida de las palabras, porque éstas tienen un orden que no viene impuesto por los que, altaneramente, hacemos uso de ellas. Bien al contrario, el orden de la palabras es intrínseco a su propia esencia (por decirlo de algún modo casi racional), como lo es la nutrición a lo seres vivos, o las respuestas a las preguntas. Pero adentrarnos en estos derroteros sería algo inapropiado en esta concreta situación, y en el peor de los casos daría la sensación de que gusto perderme en la grandilocuente insignificancia de los detalles, trazando círculos en una espiral que lleva a ninguna parte. No es esta mi intención. Pido disculpas si los he despistado. 

     Sentado, decía, como cada noche de estos últimos años en la pétrea posición que casi me tiene atrapado. He de confesarles que no sigo ninguna suerte de ritual pseudomasoquista, ni nada que se le parezca, no vayan a pensar que me obligo con férrea disciplina a ocupar cada noche la misma posición. Resulta más sencillo que todo eso, se debe meramente a problemas de estricto orden físico, a problemas espaciales para afinar aún más la cuerda, puesto que mi novia y yo vivimos en una especie de apartamento que apenas alcanzará a tener diez metros cuadrados. Para ser totalmente sincero he de decir que cada uno disponemos de nuestro apartamento pero, aún así, no nos resignamos a estar separados por unos cuantos tabiques de pladur que guardan celosamente las historias acaecidas en sus adentros, y preferimos adecuarnos a las posibilidades espaciales de las que disponemos. 

     Aclarado esto, ya entenderán a qué se debe esa rigidez posicional nocturna. Pues bien, desde ésta posición queda a mi frente la única ventana de la estancia, que deja adivinar una no muy grande porción de mundo. Mayoritariamente, debido a la noche, nada más se logran observar los trazos confusos de aquello que bajo la luz del día adquiere la forma de árboles, y ahora no son más que un amasijo amorfo aplastado bajo el escaso resplandor de las farolas. También se ve las tres cuartas partes de una construcción que, con las sombras del cielo, toma el aspecto de ser una casa de muñecas olvidada y abandonada en algún lugar de éste tiempo cíclico, que nos voltea y retuerce cuanto más pretendemos negarlo. Además, en el lado izquierdo de la ventana, se observa una pequeña parte de un edificio grande, color ocre, que da la sensación de ser una caja hueca. También puedo ver mi reflejo golpeando contra el insípido cristal (¿nunca han probado a darle un lametón al cristal de una ventana siendo niños? ¡Háganlo inmediatamente! Es una carencia imperdonable). 

     En el reflejo del cristal, sólo veo mi lado derecho porque la otra mitad de mi cara está ocupada por el reluciente amarillo de un post-it pegado a la ventana, lo cual me da un aire un tanto extraño. Más no por ello dejo de verme bastante bien: ahora levanto la vista y me descubro mirándome a ver qué hago, ahora muerdo un pellejo del dedo corazón de mi mano izquierda, ahora me acomodo en esta maldita silla a la que amo tanto como odio... Me encuentro situado a la altura de un tercer piso, lo cual tiene bastante relación con el hecho que mencioné en el que arranque de estas letras, y no voy a tener más remedio que terminar contándoles. La altura tiene importancia debido a una cuestión que lleva pareja, como es la perspectiva. Y desde esta situación, la perspectiva resulta ser ideal para contemplar ese acontecimiento que aguardo cada noche. 

     A tres pisos de altura, y desde la posición en la que está ubicada la residencia donde vivimos, que se encuentra elevada respecto de la ciudad, se puede contemplar en las noches tranquilas, sin niebla, sin pena ni gloria, un mar de olas voltaicas que baña la urbe, donde los peces son las luces amarillentas de algo parecido a una ambulancia que destellea, por unos segundos, en la lejanía, disolviéndose por siempre bajo las eléctricas aguas de anaranjado resplandor. Por la noche la ciudad es naranja, e incluso se podría decir que, en la ciudad, la noche es de ese mimo color, ya que no se ve otra cosa en sus calles más que un ambiente de esa tonalidad que todo lo impregna, de cuya untura no logramos desprendernos por mucho que nos frotemos las carnes con agua y jabón, porque únicamente desaparece tras un sueño reparador (yo he salido a pasear por la noche y al regresar a casa traía las ropas tintadas de naranja, e incluso la piel de la cara y las manos, y hasta el cabello). Es una de esas pequeñas cosas que posee esta ciudad que la hacen adorable. 

     La luz es el elemento clave de esta historia, entre otras cosas. El caso es que cada noche, a partir de las once menos cuarto, o las once, mis ojos comienzan a flirtear con el horizonte, tienden hacia él cada cierto tiempo, hacia un punto concreto de la lejanía más inmediata. Ciertamente, pierdo mucha concentración en aquello que esté haciendo ya que, a cada poco, desvío mi mirada ligeramente para no perder detalle del esperado suceso, el cual apenas alcanza a durar más allá de unos instantes, en el mejor de los casos. Hay veces que, por azares de la situación, me pierdo completamente el espectáculo, cosa que me provoca un serio sentimiento de faltar a un compromiso ineludible, como si yo hubiese adquirido alguna clase de obligación para con el espectáculo en cuestión, y lo que más me llega a molestar es que puede que así sea. Pero este arrobamiento de culpabilidad se va atenuando progresivamente, hasta que termina desapareciendo por completo ante la casi absoluta seguridad de que, a la noche siguiente, podré disfrutar nuevamente el acontecimiento. 

     Ya les dije que es algo de lo más corriente, tanto que pasa inadvertido para todos. No es más que el apagado de los gigantescos focos que iluminan el campo de fútbol (ya ven en qué cosas me entretengo). Dos enormes torres se alzan, con la cabeza inclinada, a ambos lados del terreno de juego con aire solemne, ceremonial, como si estuviesen custodiando un preciado tesoro con sus paralizantes rayos de luz, que no hacen sino invocar al día en mitad de la noche, llenar el cielo con un puñado de soles de cristal. Cuando llega el momento del apagado, la energía eléctrica que los alimenta cesa de correr por lo cables, al tiempo que los soles eléctricos van sucumbiendo uno tras otro. A veces lo hacen por parejas, otras de tres en tres, pero nunca se extinguen todos juntos, ya que sería un cambio demasiado brusco que podría confundir tanto a la noche, como a la luna, que aguarda nerviosa la llegada del apagón para poder exhibirse como una meretriz de carnes blancas y delicadas. 

     Siempre imagino que el encargado de activar y desactivar los conmutadores de los focos es un señor ya anciano, con una gran solemnidad en sus formas, puesto que sabe que su labor es de vital importancia para el correcto funcionamiento del engranaje universal, de modo que realiza los movimientos de sus manos arrugadas con extremo cuidado y severa gravedad. Quizá, él creía ser el único que podía observar aquello que ocurre tras el apagón, más yo me entrometí desde la distancia en su espectáculo privado, y ahora se lo estoy contando a ustedes. Lo que más llama mi atención es que, tras ser desconectados los focos la luz no se extingue inmediatamente, sino que se va disolviendo poco a poco. De ser potentes faros, pasan a convertirse en bombillas normales y corrientes, de ahí a linternas con las pilas a medio gastar, hasta que finalmente no quedan más que doce resistencias incandescentes dibujando con sus estertores los ultimísimos hilillos de luz. Pero antes de morir al final de la jornada, antes de expirar el postrer fotón, esas resistencias rojas y excitadas por la inminencia de su muerte, saltan a través del cristal que las mantiene presas y nadan velozmente en el océano reflectante anaranjado que forma el cielo de esta ciudad, para perderse en la inmensidad de sus aguas eléctricas en busca de otros peces instantáneos. 




                                                                          Marcos Lloret García.

sábado, 9 de febrero de 2013

El (des-) aparecido


     Llegó esta mañana a la orilla, bien temprano, con el sueño pegajoso bramando aún detrás de los párpados. Apenas había gente en la playa, sólo cuatro o cinco personas sumidas en sus ejercicios matinales, tanto que no repararon en aquel amasijo de algas putrefactas cabalgando entre el mar y la tierra firme, sin decidir todavía posarse. Lo veía cerca, pues me encontraba paseando próximo a la orilla, llamaba mi atención el tenue balanceo con que la débil resaca lo acunaba, arrastrándolo unos centímetros mar adentro, para que las olas lo trataran de varar en la arena con su empuje, pero eran tan escasas e insignificantes que nada más lograban mecerlo en un triste movimiento que no llevaba a ninguna parte.
     El iceberg de alga debía ser bastante pesado, puesto que se ancló definitivamente a poco más de un metro de la línea de costa. Su tripa tocó fondo tras una larga travesía bajo el insoportable sol del estío, cosa que se podía deducir debido al pestilente hedor que desprendía fruto de la descomposición. Me acerqué con pasos lentos, pesados, hasta que mis pies descalzos fueron acogidos por la tibieza de las aguas que estaban excepcionalmente calientes, pero la peste me rechazó de tal modo que tuve que retroceder de inmediato con los ojos irritados y fuertes golpes de tos, cayendo al suelo de rodillas. Un señor que caminaba cerca vino a auxiliarme, me preguntó qué me ocurría y le conté lo sucedido: me llamó la atención el montón de algas, me acerqué a curiosear y una suerte de emanación irritante me echó hacia atrás. Olfateó con su nariz el ralentizado aire y, tan pronto como captó el rastro del olor, palideció. Se acercó hacia las algas con un pañuelo a modo de mascarilla, las zarandeó con su pierna derecha y, de uno de los extremos del fardo, se descolgó un brazo hinchado, amoratado, con los dedos comidos hasta la altura de las segundas falanges que se exhibían avergonzadas a la luz de los primeros rayos del sol. Hizo señas a alguien que llegó velozmente y marchó más veloz aún. Al poco, regresó con otros dos hombres amados de palas y cuerdas. 
     Yo quedé semi tumbado en la arena, aturdido, y pude entender que hablaban algo sobre el naufragio de un barco y unos desaparecidos. Soñé que excavaban un enorme hoyo en la misma playa, cogían aquel montón de algas y jirones humanos, y lo enterraban en él. Tras esto, desaparecieron dejando a la tierna mañana sumida en el silencio.


                                                                                           Marcos Lloret García

jueves, 7 de febrero de 2013

Aquel aula de aquel colegio en aquella tarde


   
¿Qué era aquello que estaba sintiendo Ada cuando miró a Enrique? Con el hervor de los menudos cuerpecitos de la clase de párvulos, ella se sentía tenuemente sofocada, sutilmente confusa. No era la primera vez que veía a Enrique, es más, estaba tan acostumbrada a su presencia que quizá por eso nunca antes se había fijado en él, como ocurre con las cosas más cotidianas y familiares de las cuales no somos, o no queremos ser, conscientes; como ocurre con la vida. No era la primera vez que lo veía, pero jamás había reparado en él hasta aquella tarde en la que sucedió... Cómo decirlo…
Esa extraña tarde, alrededor de las cuatro, la hora pegajosa que se posa delante de los ojos y no cabe más que sucumbir ante ella, o esforzar los párpados para que no caigan rendidos ante el peso de su silencio. Era extraño, decía, porque ese día la clase de los más pequeños,  los aprendices de estudiante, estaba de lo más calma a pesar de que algo ardía en el ambiente, como Ada bien lo estaba sintiendo en su cuerpo. Tal vez fuese el calor de la calefacción que rugía pesadamente a través de los radiadores, quizá el sol que acunaba en sus brazos aquel aula de aquel colegio en aquella tarde. Algo se estaba quemando allí adentro, entre los cuadernos de caligrafía y los eternos lápices de madera para colorear. Un fuego de abrigos abultados, pequeños guantes de lana y gorros de colores. Una hoguera que olía a escuela, a raspadura de goma de borrar, a los restos del lápiz que acaba de ser profanado por el despiadado sacapuntas, a pizarra y a tizas de colores, a papel, a pegamento, a ceras… A un diverso entramado de colonias infantiles que quedaban agolpadas en el aire, y allí perduraban con el ir y venir de los días. A bocadillos, a galletas, a bollos con chocolate envueltos en ese papel de aluminio tan divertido, a caramelos, a chicle de fresa y a leche agria. Olía a instantes de asombro y a ilusiones primeras, a sinceridad y a crueldad despiadada, a risa y a llanto... En fin, a lo que cualquiera puede decir que huele una escuela.
En la calma y enrarecida tarde algo estaba abrasando a Ada cuando miró a Enrique, cuya mirada se fundía en sus ojos como nunca antes había sentido. Era la primera vez que alguien la miraba, porque ver, vemos a mucha gente, ríos y ríos de rostros, gestos y muecas. Pero mirar, miramos a muy pocos ya que no podemos hacer otra cosa. Sería un horror ir fijándonos en cada cara, en cada expresión, en cada parpadeo ajeno… cientos de caras al día con una historia única detrás de cada par labios. Miramos a muy poca gente y Ada eligió, o quizá fue cosa de eso que osamos llamar destino, mirar a Enrique. Desde donde ella estaba sentada, una pequeña silla color verde, con el asiento y el respaldo de madera, situada al lado de una mesa de dimensiones parejas a las suyas, las cosas se veían distintas, más grandes y más hermosas, si cabe. Todo ello espolvoreado con la pesadez de la hora, y el aroma almibarado de la clase, quizá fueron los factores esenciales para que se activara un resorte dentro de la muchacha, un mecanismo desconocido por ella misma hasta ese momento, una especie de clic que la sacó, de súbito, del plácido letargo de la tarde transportándola a otro tipo de estado suspendido en el tiempo, no menos agradable que el anterior, incluso más aún. Un estado en el que sentía que por cada uno de los poros de su blanca piel salían diminutas llamas danzarinas, que hacían arder junto con ella la silla sobre la que descansaba un segundo antes, porque ahora el descanso se había desvanecido, y también la mesa sobre la cual apoyaba tímidamente su brazo izquierdo. Sentía que se estaba abrasando, algo que manaba de la azul mirada de Enrique le estaba quemando la piel, mas no podía desviar sus ojos y no quería hacerlo, pues era un ardor muy dulce, un tierno sopor casi infantil.
En aquel instante de aquella tarde, lo que abrasaba a Ada era el amor. El amor que Enrique sentía hacia ella desde hacía muchos años, calladamente, explosionó en el aula a través de su mirada cuando éste llamó a la puerta y la abrió lentamente, como prolongando unos segundos más la esponjosa emoción que siente el enamorado justo antes de ver a su amada. Ada se acababa de enamorar de Enrique, comprendió que él la amaba desde no sabía cuando, y por eso le miró devolviéndole su tierna mirada, a lo cual él respondió con dos lágrimas silenciosas cayendo por el lado de atrás de sus ojos. Ada estaba enamorada. Se levantó de la silla como flotando.
     - Buenas tardes, Ada. Disculpe la interrupción, pero la caldera se ha estropeado y vengo a cerrar la llave de los radiadores para evitar que se inunde el aula. Será sólo un momento –dijo Enrique, el bedel del colegio.
- Muy bien, no se preocupe. No pasa nada. No pasa nada.



                                                                                             Marcos Lloret García.

martes, 5 de febrero de 2013

Puesta en hora



                                     Inspirado en Instrucciones para dar cuerda
                                                   a un reloj, de Julio Cortázar.

Me di cuenta esta mañana que mi reloj de muñeca, ese pedacito de frío metal mediante el que nos aferramos a la muerte, se había parado. Las 10:13 marcaban sus  agujas ridículamente enmudecidas. Traté de darle cuerda siguiendo meticulosamente el ritual marcado por Julio, disculpen la arrogancia de referirme a él como si se tratase de un buen amigo, cosa que, en cierto modo, es. Y el resultado no se hizo esperar, aquel minúsculo corazón comenzó a latir, al tiempo que el mundo empezaba a girar nuevamente, pero algo no terminaba de encajar en el engranaje, puesto que de él se escapó un chirrido cuando observé, intentando ponerlo en hora, que los números fosforescentes del magnetoscopio que tenía al frente marcaban las 10:24, y en el relojillo de la pantalla del televisor, que corona las noticias de la mañana, eran las 10:19.
Sobresaltado ante la duda de no saber en qué minuto exacto del tiempo me encontraba y lo que era peor, de no poder plasmarlo en mi reloj para que éste siguiera marcando el recto acontecer, he cogido con ansiedad el teléfono móvil. Las 10:22 aparecieron ante mis ojos como una losa resbaladiza en la que más valía no pisar, porque para mi esa cifra tenía tanta credibilidad como la  del magnetoscopio, o el reloj del noticiario. Me he echado para atrás en la silla tomando aire.
     Tal vez la solución pasaría por obtener la media aritmética de los tres datos, lo cual se aproximaría bastante a la hora exacta, pero no lo sería. De manera que, inexorablemente,  andaría por ahí sintiendo la pesadez de estar desincronizado con el mundo, avergonzado, bajo la mirada de un Cronos que no me devoraría, tan siquiera eso. Ante esta expectativa de destino sólo he podido hacer una cosa, me he despojado de mi  reloj encerrándolo en el cajón de la mesita de noche.
No me siento mejor por ello, pero el mundo ha dejado de chirriar en mis oídos mientras pegada a mis ojos, en forma líquida, aparecía escrita la frase “Allá en el fondo está la muerte”*

                                                                                                Marcos Lloret García


* Cita del cuento de Julio Cortázar.

lunes, 4 de febrero de 2013

Bifiterconnaranja



-Un bifiterconnaranja -susurró con una voz casi inaudible, destrozada por el paso de los días en los que buscaba una salida que nunca encontró. Desde su llegada al bar, todas las miradas se vieron arrastradas hacia su persona por una especie de remolino invisible que caminaba por detrás suyo, y se encargaba de que todos fijasen la atención en él.
-Bifiterconnaranja -volvió a decir sacando todas las fuerzas, bastante pocas y cansadas, que le quedaban dentro, y entonces enmudeció nuevamente contemplando cómo le servían su copa. Un hielo… Dos hielos… Tres hielos… Hacían sonar el frágil vaso de tubo conforme eran arrojados en su interior, pero ese tenue sonido que produce el hielo al chocar con el vidrio parecía provenir de dentro de su cabeza, como si estuviesen echando los cubitos en ella. Luego llegó el sonido de la ginebra resquebrajando los hielos a su paso y golpeando las paredes tubulares, cosa que le hacía segregar una ingente cantidad de saliva reseca, como si fuesen pequeñas piedrecitas de indescifrable espuma dispersas dentro de su boca que ya comenzaba a estar entreabierta, al igual que sus ojos, cuyo mirar se perdió en alguna parte, no importaba dónde.
-¡A quién le importa!, -pensaría él.
Ojos inexpresivos de borracho, inescrutables ojos etílicos inyectados con el lento pasar de los tragos. Ojos caídos en desgracia, siendo ellos la desgracia misma. Ojos eternos de mar encrespado con ráfagas de silencio, el silencio de la mirada escurridiza, casi discreta, casi humana. Silencio y miradas en un mar sediento cuyo último devenir sólo puede ser la calma, el eterno descanso del guerrero en su pila bautismal encharcada de licor, cometiendo la más extraña de todas las herejías. Ojos... Miradas... Degluciones mecánicas saboreando ya el refresco abierto delante de él, burbujeante y explosivo como el primer sorbo del día, ese que lo hacía regresar al mundo de la placidez inusitada, al viento de la tranquilidad que todo lo acaricia con sus alas rotas, amputadas, putrefactas. El viento de todos los vientos que osaba merodear por su mente colapsada, el viento divino. El hálito universal derramándose en forma de refresco anaranjado sobre el mismísimo cuerpo de Cristo convertido en ginebra por un nuevo milagro del padre, de ese padre al que tanto tememos, o algún día creímos temer. El primer sorbo que, desde la distancia, ya dibujaba los contornos del interior de sus mejillas asomándose, tan siquiera, a los secretos huecos de entre sus desvencijados dientes; ya cantaba salmos y aleluyas arremolinándose  en su garganta, para pasar desde allí al camino de la felicidad, a la áspera senda transitada, quizá alguna vez, por una esperanza pasajera y ausente, mensajera de sueños; ya bajaba por el angosto valle llevando la alegría tras de sí, una alegría de lágrimas secas y de lamentos callados.
-¿Para quién los lamentos?, -pensaba todas las mañanas, todos los primeros sorbos que, desde hacía tiempo, se mezclaban con los últimos formando una interminable cadena de náusea amarilla, un gran excremento que lo mantenía adherido si cabe, a duras penas, a la más incierta de todas las vidas que un día se atrevió a conocer. El primer sorbo era, sin duda, el mejor y, al tiempo, el peor, ya que en esa ínfima y lúcida fracción temporal que separa la ebriedad de la sobriedad podía olfatear el amargo aroma de algo que se estaba quemando, de su vida prendida en llamas.


                                                                            
                                                                                Marcos Lloret García.
                                  

domingo, 3 de febrero de 2013

Cosas que jamás sucediron #1


     La madre cogió un cuchillo, uno de esos cuchillos de cocina con la empuñadura de madera. Estaba muy agitada, cosa que se podía observar en su hablar acelerado, casi a gritos, y en sus movimientos nerviosos. Deambulaba de un lado a otro de la cocina vociferando palabras bastante ininteligibles entre jadeos y lágrimas y, a cada nuevo paso que daba, se iba encendiendo más y más su agitación, su locura.
     El hijo estaba sentado en una silla frente a la mesa, dando la espalda a su madre. Él no quería ver aquello, ver a su madre enloquecida. Sentía mucho miedo, terror y, a la vez, una enorme culpa porque estaba convencido de que ella estaba así debido a que él no la dejaba sola ni un solo momento del día. Siempre andaba pegado a su cuerpo, temeroso de lo que pudiera sucederle a su mamá. Tenía la fantasía de que, cada vez que su madre salía de casa era la última vez que la iba a ver, porque se iba a marchar y jamás regresaría (como ella misma amenazaba muchas veces).
     El niño percibía a su madre moverse de un lado a otro a sus espaldas, gritando y blandiendo el cuchillo en el aire. Era como tener la espada de Damocles sobre su cabeza, de un Damocles enloquecido, histérico. Tenía el pensamiento de que, en cualquier momento, iba a sentir el frío metal del filo del cuchillo deslizándose sobre su piel, clavándose en su carne temblorosa. No había nadie más en la casa, estaba solo y paralizado en el terror mientras la madre no hacía más que gritar y culpar a su hijo de todos los males que la estaban asediando.
     Había mucho dolor en ese pequeño, con su corazoncito luchando por seguir latiendo dentro de su pecho sin llegar a reventar por la devastadora situación, y su estómago encogido, apretado, hecho un nudo, que no hacía más que intentar escapar esófago arriba. No entendía qué estaba pasando, pero estaba seguro de que iba a morir en aquella cocina. Tuvo una visión de él mismo metido en un ataúd blanco con velas grandes alrededor. No había nadie más con él, muerto en su soledad.
     La madre se le abalanzó por la izquierda, él la percibió venir con esa fina brisa fría que precede al movimiento, la notó en su cara. En ese momento sólo alcanzó a ver la punta del cuchillo con el rabillo de su ojo izquierdo, y sintió que una mano  le prendía el cuello por detrás.  Su corazón se detuvo de golpe, pasó del desbocamiento a la inmovilidad, al igual que la respiración. Sentía que su cuerpo estaba siendo bamboleado desde el cuello y también acertaba a notar algunos golpes por el lado izquierdo pero no lograba ver nada, todo estaba negro.
     Lo siguiente que sintió fue la punta del cuchillo en su cuello y con esto regresó la imagen a sus ojos. La imagen de la cara de su madre muy cerca, pegada a su cara, con una mirada que él jamás había visto en los ojos de mamá, una mirada fría y asesina. El niño ya estaba muerto, su madre lo había matado sin que llegara a brotar la sangre, le hirió en el alma. Él, solo aguardaba el tiro de gracia, aterrorizado y, a la vez, deseoso de que terminara de una vez tanto sufrimiento. La inmensa felicidad de sentir el cuchillo clavándose en su cuello, más y más profundo, hasta desgarrarlo.
     La madre dijo unas palabras muy fríamente pero el niño no escuchó nada, ya no estaba en este mundo.
     -¡Si no me dejas tranquila, te mato!  


                                                                                                      Marcos Lloret García