El mundo dejó de girar en aquel
instante de tiempo detenido. Respiración pausada, pulso ralentizado… Aletargamiento
en mitad del darse cuenta más potente de toda su existencia. Aunque no resultó
ser algo espectacularmente nuevo para ella sino, más bien, una de esas
suposiciones o intuiciones que, de tanto llevar sobre los hombros, terminan por
dar el salto hacia la realidad convirtiéndose en un aspecto más de la
existencia, una de esas sutilezas que nos distingue del resto de los humanos
dándonos el matiz especial que todos poseemos, tan siquiera, por el mero hecho
de atrevernos a estar vivos.
No hubo más sol en esa tarde de
certeza que un fogonazo emergiendo de la cabeza de la mujer, el cual dejó su
sombra chisporroteante reflejada en los ojos de mirada tierna y distante
durante un espacio de tiempo considerable. Tal vez, quedara preso en las
retinas de por vida con ese aire de superioridad moral que poseen los reflejos
importantes, esos que terminarán por tirarnos al suelo convertidos en pellas de
barro resecas y resquebrajadas a punto de hacerse arenilla. Ella aún no lo
sabía, no podría decir lo propio respecto de su sentir, pero acababa de
comenzar a deshacerse en minúsculas partículas de agostado limo que caían hasta
el firme para entremezclarse con la tierra del parque donde se encontraba.
El viento, como cada jornada,
despertó de la siesta a los somnolientos que buscan en los minutos de sueño un
resquicio de paz, y se ocupó de hacer el resto. Con sus ires y venires, además
de sus pesares, fue el encargado de ir diseminando el ligero polvillo que se
desprendía de la mujer por todos los lugares del jardín, incluso más allá de
los límites que los enrejados y vallas pretenden poner, inútilmente, a estos
parterres urbanitas que hacen las veces, salvando las distancias, de los
cuerpos celestes orientando a los marineros cuando navegan por alta mar.
Igualmente, podemos ir guiándonos por estos pedazos de tierra esparcidos en la
ciudad para no naufragar a través del
desierto de asfalto y hormigón. Llevó algunos fragmentos de ella hasta las
esplendorosas adelfas que estaban situadas a ambos lados del banquito en el que
se encontraba sentada, y que le hacían las veces de salvaguardia. Un poco más
allá, hacia el sitio de los jazmines, también fueron llegando partículas de su
cuerpo, algunas de las cuales se quedaron enredadas por entre las blancas florecillas
confiriendo un tono indescriptible a la propia fragancia del arbusto, dejando
el ambiente almibarado con un dulce aroma de madre. También condujo la brisa un
puñado de su cuerpo hasta las altas copas de los diversos árboles que habitaban
el lugar: chopos, ficus, pinos, tipuanas… Siendo todos, en esos momentos, el
techo del mundo, más arriba del cual era imposible llegar sin desafiar al mismísimo
Dios de la creación, mirarlo a los ojos y decirle: Somos iguales. Los rosales recibieron, a continuación, la fina lluvia
de albero que, lejos de volverlos marchitos y terregosos, los enlució con sus
caricias dejando las flores envueltas en su propia hermosura colorida y fugaz. Luego, siguió más allá aún, hacia la zona de
juegos infantiles donde tres pequeños fingían disfrutar de sus entretenimientos
bajo las miradas de sus padres. Y también llegó hasta el pequeño kiosco y las
escasas mesas que éste tenía a su alrededor.
En lo que dura una ráfaga de aire,
el céfiro se encargó de desperdigar las limaduras de Nuria, así se llamaba tal
y como pude escuchar al ser alcanzado por éste y empaparme de él, de su cálido
abrazo y su pasar suave. El nombre resonó sutilmente acunado por el aura en mi
oreja derecha, o quizá lo ví con uno de mis ojos, cosa que no importa
demasiado. Al atravesarme el hálito caldeado, simplemente se hizo presente en algún lugar situado a mitad de camino
entre ambos, como esos ruidos que escuchamos, a deshoras, en alguna parte de la
casa y que no son sino espejismos de sí mismos. Así fue conocer su nombre para
mi, mero chasquido, efímera ilusión. La brisa cálida, decía, pasó por mi lado
envolviéndome, incluso puedo decir que penetró en mi interior a la manera de
esas cosas que suceden sin advertirnos de ellas, sólo acontecen y nada más sin
necesidad de nuestra maldita conciencia, ni siquiera nos requieren a nosotros
mismos para ser. Bien al contrario, somos nosotros los que precisamos de ellas
para existir.
Cuando todo el parque estuvo
impregnado por la vida polvorienta que desprendía la mujer, entonces empezó
verdaderamente la historia porque todas las partículas que habían quedado
suspendidas en el aire se pusieron a hablar para contar lo que ella tenía que
decir a todo aquel que quisiera escucharla. Pero la manera en que hacían esto,
las motitas y su modo de comunicarse, no era mediante la voz, ni la palabra, de
la que estamos, más que acostumbrados, hartos y desencantados puesto que la
mayoría de las veces se nos queda muy corta cuando lo que hay que decir no cabe
dentro de ella. Algo similar le sucedía a Nuria porque había llegado a un punto
de su andadura en que le parecía que ella misma no cogía dentro de sí. Además,
ninguna palabra le permitía expresar concretamente aquello que venía
experimentando en sus adentros, con lo que se sentía aprisionada y aislada. Poco
más o menos, esto era lo que iban mascullando sus esquirlas, sus raeduras.
La comunicación que fue entablando
con los escasos devotos que pululábamos por el parque a esas horas de la tarde,
en concreto con quienes la escuchábamos, al menos conmigo, no fue oral, como ya
se indicó, tampoco racional, ni lógica, ni estrictamente calzada dentro de unos
parámetros establecidos, en sazón, por alguien para evitar que este tipo de
situaciones llegaran a darse. Pero éste no pensó que, por desgracia para él y
para todos nosotros, a la palabra no se le pueden poner límites y el intento de
encerrarla en la jaula del lenguaje hizo que buscara sus artimañas para escapar
de ella misma huyendo, al tiempo, de sus captores y verdugos. Así, la señora,
que en aquellos momentos andaba revoloteando por todo el cercado, empezó a
contarse en mitad de las horas muertas de los dioses.
Resultó ser bastante más que bello,
de entrada, percibir a aquella mujer en las zonas del cuerpo que quedaban fuera
del amparo de la ropa que nos sirve a modo de caparazón. La cara, los
antebrazos, las manos… se me fueron poblando de infinitésimas caricias de talco
y porcelana, suaves y frías como el roce de un cuerpo esquivo que no quiere
actuar de otra manera. Era como estar sintiendo una gran oleada de diminutas
gotas de fina lluvia que dejaban sobre la piel una marca, en lugar de húmeda,
de polvareda humeante. Caricias escondidas por detrás del rumor de tempestades
movido por el viento en esa tarde de joven primavera. Creo que nadie más que yo
fue consciente de la hermosura del momento porque, al parecer, la pareja de
adolescentes situados en el banco que quedaba parapetado por los setos se
encontraban ensimismados en sus juegos de ceguera, aquellos en los que uno
tiene que reconocer el cuerpo del otro empleando solamente las manos. Por otro
lado, los infantes que aparentaban ser felices en el sector de los columpios no
podían dejar de atender su farsa ya que, de lo contrario, serían descubiertos
por sus padres en la mayor de las desventuras, con todo lo que eso lleva
parejo. A tenor de esto, los progenitores estaban entregados al ciento por
ciento en las labores de vigilancia y rastreo de la infelicidad de sus retoños
para, en un instante de flaqueza de éstos, capturarlos con las manos en la masa
y el llanto en el pecho. En el otro extremo del parque, donde el kiosco, ya no
quedaba nadie.
Después de esto, el almíbar que
revestía la situación se fue tornando retamoso a medida que las partículas
danzarinas iban contando, cada una de ellas, lo que tenía que contar, cosas no
demasiado gratas. Quizá por este motivo ninguno de los allí presentes parecía
querer escucharlas. Tal vez les repeliera conocer la historia de Nuria, saber
de su llanto eternamente ocultado a los ojos de todas las personas que fueron
pasando por su vida, incluidos los suyos aunque no estaba nada convencida de
haber estado alguna vez, tan siquiera de pasada, en su propia existencia. A lo
mejor, resultó que no pudieron soportar oír las lágrimas calladas que resuenan
en el recuerdo como una legión de púas incrustándose en la piel del alma. Puede
que intuyeran, por mera empatía, sus propias laceraciones y resolvieron
marcharse apresuradamente antes de comenzar a dolerse y a fracturarse por
dentro, cosa que espanta salvo a los que ya nos dolemos y andamos un tanto
cuarteados, si no bien agrietados, como los niños que fueron tomados por sus
padres y llevados a la angostura del hogar, o como yo mismo que decidí
permanecer escuchando las palabras en el aire sin necesidad de mis oidos porque,
en realidad, no había voz, ni verbo.
Nadie quiso conocer la tormentosa
vida de aquella mujer, sus sueños perdidos, las ilusiones rotas, el inmenso
número de corazones partidos que se afanaba por continuar bombeando dentro de
su pecho. La mudez a la que se exilió forzosamente cuando descubrió que nada de
sí podía decir con la resbaladiza e incierta palabra, tan carente de sentido
como esta vida en la que algún genio maléfico bendijo su infortunio, al que ella se aferró convirtiéndolo en rey
de reyes. Ningún cuerpo quiso percibir nada de esto, ningúna cabeza ansió
conocerlo y ningún corazón deseó sentir las palabras sin palabras de la dama.
Por mi parte, me resultó un tanto
complicado permanecer paseando por allí porque, pese a considerar que ya tengo
mis cartas, mal que bien, jugadas, aún conservo la inútil esperanza de poder
sacar un as de la manga para proclamarme vencedor y sentir, eso que llaman, las mieles del éxito, puesto que el acre
fracaso lo conozco casi tan bien como esta mujer de la que ya no queda más que
recuerdo empolvado sobre el asiento de madera. Al pasar por delante del
banquito, me quité ligeramente el sombrero tipo pescador con el que cubro mi cabeza, en señal de saludo y respeto.
Aspiré por última vez el aroma que perfumaba el ambiente y continué caminando a
dos pasos por detrás de mí.
Marcos
Lloret García