domingo, 3 de febrero de 2013

Cosas que jamás sucediron #1


     La madre cogió un cuchillo, uno de esos cuchillos de cocina con la empuñadura de madera. Estaba muy agitada, cosa que se podía observar en su hablar acelerado, casi a gritos, y en sus movimientos nerviosos. Deambulaba de un lado a otro de la cocina vociferando palabras bastante ininteligibles entre jadeos y lágrimas y, a cada nuevo paso que daba, se iba encendiendo más y más su agitación, su locura.
     El hijo estaba sentado en una silla frente a la mesa, dando la espalda a su madre. Él no quería ver aquello, ver a su madre enloquecida. Sentía mucho miedo, terror y, a la vez, una enorme culpa porque estaba convencido de que ella estaba así debido a que él no la dejaba sola ni un solo momento del día. Siempre andaba pegado a su cuerpo, temeroso de lo que pudiera sucederle a su mamá. Tenía la fantasía de que, cada vez que su madre salía de casa era la última vez que la iba a ver, porque se iba a marchar y jamás regresaría (como ella misma amenazaba muchas veces).
     El niño percibía a su madre moverse de un lado a otro a sus espaldas, gritando y blandiendo el cuchillo en el aire. Era como tener la espada de Damocles sobre su cabeza, de un Damocles enloquecido, histérico. Tenía el pensamiento de que, en cualquier momento, iba a sentir el frío metal del filo del cuchillo deslizándose sobre su piel, clavándose en su carne temblorosa. No había nadie más en la casa, estaba solo y paralizado en el terror mientras la madre no hacía más que gritar y culpar a su hijo de todos los males que la estaban asediando.
     Había mucho dolor en ese pequeño, con su corazoncito luchando por seguir latiendo dentro de su pecho sin llegar a reventar por la devastadora situación, y su estómago encogido, apretado, hecho un nudo, que no hacía más que intentar escapar esófago arriba. No entendía qué estaba pasando, pero estaba seguro de que iba a morir en aquella cocina. Tuvo una visión de él mismo metido en un ataúd blanco con velas grandes alrededor. No había nadie más con él, muerto en su soledad.
     La madre se le abalanzó por la izquierda, él la percibió venir con esa fina brisa fría que precede al movimiento, la notó en su cara. En ese momento sólo alcanzó a ver la punta del cuchillo con el rabillo de su ojo izquierdo, y sintió que una mano  le prendía el cuello por detrás.  Su corazón se detuvo de golpe, pasó del desbocamiento a la inmovilidad, al igual que la respiración. Sentía que su cuerpo estaba siendo bamboleado desde el cuello y también acertaba a notar algunos golpes por el lado izquierdo pero no lograba ver nada, todo estaba negro.
     Lo siguiente que sintió fue la punta del cuchillo en su cuello y con esto regresó la imagen a sus ojos. La imagen de la cara de su madre muy cerca, pegada a su cara, con una mirada que él jamás había visto en los ojos de mamá, una mirada fría y asesina. El niño ya estaba muerto, su madre lo había matado sin que llegara a brotar la sangre, le hirió en el alma. Él, solo aguardaba el tiro de gracia, aterrorizado y, a la vez, deseoso de que terminara de una vez tanto sufrimiento. La inmensa felicidad de sentir el cuchillo clavándose en su cuello, más y más profundo, hasta desgarrarlo.
     La madre dijo unas palabras muy fríamente pero el niño no escuchó nada, ya no estaba en este mundo.
     -¡Si no me dejas tranquila, te mato!  


                                                                                                      Marcos Lloret García

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