La madre cogió un cuchillo, uno de esos
cuchillos de cocina con la empuñadura de madera. Estaba muy agitada, cosa que
se podía observar en su hablar acelerado, casi a gritos, y en sus movimientos
nerviosos. Deambulaba de un lado a otro de la cocina vociferando palabras
bastante ininteligibles entre jadeos y lágrimas y, a cada nuevo paso que daba,
se iba encendiendo más y más su agitación, su locura.
El hijo estaba sentado en una silla frente
a la mesa, dando la espalda a su madre. Él no quería ver aquello, ver a su
madre enloquecida. Sentía mucho miedo, terror y, a la vez, una enorme culpa
porque estaba convencido de que ella estaba así debido a que él no la dejaba
sola ni un solo momento del día. Siempre andaba pegado a su cuerpo, temeroso de
lo que pudiera sucederle a su mamá. Tenía la fantasía de que, cada vez que su
madre salía de casa era la última vez que la iba a ver, porque se iba a marchar
y jamás regresaría (como ella misma amenazaba muchas veces).
El niño percibía a su madre moverse de un
lado a otro a sus espaldas, gritando y blandiendo el cuchillo en el aire. Era
como tener la espada de Damocles sobre su cabeza, de un Damocles enloquecido,
histérico. Tenía el pensamiento de que, en cualquier momento, iba a sentir el
frío metal del filo del cuchillo deslizándose sobre su piel, clavándose en su
carne temblorosa. No había nadie más en la casa, estaba solo y paralizado en el
terror mientras la madre no hacía más que gritar y culpar a su hijo de todos
los males que la estaban asediando.
Había mucho dolor en ese pequeño, con su
corazoncito luchando por seguir latiendo dentro de su pecho sin llegar a
reventar por la devastadora situación, y su estómago encogido, apretado, hecho
un nudo, que no hacía más que intentar escapar esófago arriba. No entendía qué
estaba pasando, pero estaba seguro de que iba a morir en aquella cocina. Tuvo
una visión de él mismo metido en un ataúd blanco con velas grandes alrededor. No
había nadie más con él, muerto en su soledad.
La madre se le abalanzó por la izquierda,
él la percibió venir con esa fina brisa fría que precede al movimiento, la notó
en su cara. En ese momento sólo alcanzó a ver la punta del cuchillo con el
rabillo de su ojo izquierdo, y sintió que una mano le prendía el cuello por detrás. Su corazón se detuvo de golpe, pasó del desbocamiento
a la inmovilidad, al igual que la respiración. Sentía que su cuerpo estaba
siendo bamboleado desde el cuello y también acertaba a notar algunos golpes por
el lado izquierdo pero no lograba ver nada, todo estaba negro.
Lo siguiente que sintió fue la punta del
cuchillo en su cuello y con esto regresó la imagen a sus ojos. La imagen de la
cara de su madre muy cerca, pegada a su cara, con una mirada que él jamás había
visto en los ojos de mamá, una mirada fría y asesina. El niño ya estaba muerto,
su madre lo había matado sin que llegara a brotar la sangre, le hirió en el
alma. Él, solo aguardaba el tiro de gracia, aterrorizado y, a la vez, deseoso
de que terminara de una vez tanto sufrimiento. La inmensa felicidad de sentir
el cuchillo clavándose en su cuello, más y más profundo, hasta desgarrarlo.
La madre dijo unas palabras muy fríamente
pero el niño no escuchó nada, ya no estaba en este mundo.
-¡Si
no me dejas tranquila, te mato!
Marcos Lloret García
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