La pequeña sala presentaba una atmósfera
familiar que resultaba bastante fría pese a que la calefacción funcionaba a
demasiada potencia para algunos de los allí presentes. Contradicciones que se
dan en estas situaciones de enorme alteración emocional en las que se puede
estar sudando a mares y, a la vez, temblando convulsivamente sin necesidad de
ser víctima de un acceso febril. Paradojas de la vida y la muerte,
incoherencias propias de los seres humanos que sobrevienen al tomar conciencia
de la propia finitud que llevamos pareja al modo de un segundo pecado original.
La decoración era muy escasa, casi
tanto como el mobiliario que no pasaba de un sofá tapizado con esa incómoda
piel artificial que repele los cuerpos cuando llevan un rato sentados sobre
ella, dos butacas vestidas con el mismo falso pellejo de igual tonalidad y un
puñado de sillas repartidas por las paredes, pegadas a ellas. También había, en
un rincón, una pequeña mesa que pasaba inadvertida entre el moblaje, amén de
ser bastante inútil debido a su tamaño.
El aire caliente que salía en
bocanadas por los conductos del techo se encargaba de secar tanto las lágrimas
como los segundos que marcaba la aguja del reloj situado sobre el sofá con su eterno
movimiento de avance circular dirigido hacia ninguna parte. De igual manera,
también enjugaba los lamentos que, de tanto en tanto, se escapaban de alguna
boca entreabierta, o de algún corazón desgarrado, dejándolos convertidos en
sonidos marchitos que iban y venían de oído en oído, y de alma en alma sin encontrar
un sitio donde asentarse y, tal vez, hechar una débil raíz para anclarse a su
inconsistencia sudorosa y titilante.
Pese al poco espacio, la habitación
se encontraba repleta de personas hablando unas con otras con ese cuchicheo
elevado de tono que tan molesto resulta a quienes todo molesta. Sonsonete que
se unía al calor del ambiente de una manera tan natural como se unen los átomos
para formar las moléculas del aire que desde hacía un buen rato tenía que
respirarse a machetazos porque resultaba más que denso, pétreo y endemoniado.
Al fondo de la sala estaba el cristal que separaba el mundo de los vivos del de
los muertos, ubicación que no resultaba nada baladí por aquellas cosas del
respeto y del decoro que merecen estos lances siempre desagradables. Este
vidrio separador no sólo mantenía disgregados los dos mundos mencionados sino
que, además, dividía en sendas mitades la situación como un eje asimétrico
impuesto por la vida moderna que tratamos de vivir hoy en día en la que hemos
perdido ciertos ritos y escenas tan necesarias para lo más humano de lo humano.
Al otro lado de la luna de vidrio
aún no había nada. No se veía nada. Como si de un escenario se tratase con el
grueso telón de terciopelo bajado que daba pie a las más variopintas
imaginaciones y fantasías secretas, a cual más fantasmagórica y entreverada de
espíritus. Esto era lo más relevante de la historia, lo que sucedía en el lado
de allá del grueso vidriado porque, en el lado de acá, en la realidad donde
creemos, y pretendemos, existir bien sabemos qué sucede en estos menesteres
funerarios, y no resulta necesario redundar en lo conocido. Pero sí es
interesante traspasar esa ventana dando un paso hacia la parte ignota de la
situación, porque ahí es donde suceden las cosas que merece la pena contar.
-Cuánto tardan en traerme, ¿no?
-¡Joder, Gimeno! ¡Que tú ya estás
aquí! –respondió Sebas con la rudeza que lo caracterizaba –Además, ¿qué prisa
tienes?
-Calma, Sebas. No seas tan bruto con
el recién llegado –intercedió Agustín.
-No, si prisa no tengo. Pero como
todo el mundo está esperando…
-Son tus seres queridos… ¡Pues que
esperen, pijo! –vociferó Sebas.
-Basta ya, por favor…-volvió a
intervenir Agustín con su tono conciliador.
-Mira, ya traen tu cuerpo –dijo
Sebas.
-¡Uf! Es muy fuerte esto….
-Vamos, que no es para tanto, hombre
–lanzó Sebas.
-Ten un poco de consideración, por
favor –intervino, nuevamente, Agustín pasando la mano por el hombro de Gimeno.
-¡Empieza la función! Atentos, ya
están descorriendo la cortinilla –dijo Sebas animosamente, a lo que Agustín
respondió con una severa mirada.
-En verdad, me han dejado muy
arreglado. Fíjate que bien vestido, y que bien peinado. Hasta parece que me
hayan afeitado y todo…
-Sí, los huevos te han afeitado…
-añadió Sebas.
-¡Qué elegante estoy!
-Estas raro. ¿Cuántas veces en tu
vida te pusiste traje y corbata? Raro de cojones- matizó Sebas.
-Hombre, en ocasiones especiales me
lo puse… y esta es muy especial, la última de todas –explicó Gimeno.
-¡Psss! ¿Querías que te lo pusieran?
–preguntó éste.
-No dejé nada escrito al respecto.
Habrán hecho lo que les haya parecido mejor –respondió el finado.
-¿Querías que te pusieran traje y
corbata, o no?
- Pues, no me hacía especial ilusión
pero ahora que me veo…
-Pues ya está. ¡Ni puto caso te
hicieron en vida, y ni puto caso te han hecho en tu muerte! –dijo Sebas entre
risotadas.
-¡Qué animal eres! –le recriminó
Agustín -¡Ya te vale!
-Las cosas como son –fue su
respuesta.
-No le hagas caso a este pedazo de
bestia. Se te ve muy bien –dijo Agustín a Gimeno.
-Gracias, pero realmente… un poco
raro si estoy. Y la cara, parece…
-Te han maquillado –interrumpió
Sebas.
-Por algo lo habrán hecho, creo yo
–respondió el fallecido neófito.
-Sí, por tocar los cojones. Porque
no quieren ver a un muerto con pinta de muerto, y no se dan cuenta de que
cuanto más quieren que el fiambre
parezca seguir vivo, más la joden. De todas formas, ¿qué más te da ya?
-Tienes razón, Sebas. ¿Qué más da?
–asintió Gimeno contemplando el féretro en el que reposaban sus cincuenta y
muchos años convertidos en un resto de carne inerte. Le parecía bonito el tono
de la madera, el brillo con el que estaba barnizada, los adornos tallados en el
propio material pero, como terminaba de apuntar Sebas, y él mismo también, ¡qué
más daba!
-¡Vaya caja chula que te han puesto,
nene! Se nota que no han reparado en gastos para tu viaje al más allá, bueno, o al más acá. Depende de dónde se mire, ¿no?-
dijo Gimeno.
-Pero mira que eres frívolo, Gimeno-
apuntó Agustín mordiéndose las palabras para no pasar a mayores- ¿Podrías dejar
de decir sandeces durante un rato?
-¿Acaso no es cierto? – respondió
éste – La caja es chula, si fuese una porquería de lo más barato como la que me
pusieron a mi tampoco tendría ningún reparo en decirlo.
-Eso es seguro.. –matizó Gimeno.
-Parece que el amigo está encontrando el sentido del humor que nunca tuvo en vida
–apostilló Sebas con tonillo irónico.
-Supongo que por no mandarte a algún
lugar que no quiero nombrar en este momento- intervino Agustín mirando
fijamente al chistoso de Sebas.
-No te soliviantes, hombre. Que eso
nunca se te ha dado nada bien debido a tu… cómo decirlo finamente… tu descafeinado carácter –respondió éste.
-No me busques, Sebastián. No me
busques que al final terminarás encontrándome –lanzó Agustín cabeceando sus
palabras y conteniéndose – Mantengamos la calma porque no es momento para
discusiones tontas.
-Eso siempre se te dio bien,
mantener la calma. Y mira cómo te fue –respondió Sebas al envite de su amigo.
Mientras ambos jugaban a su
pasatiempo de incendiarse y contenerse, a sabiendas de que casi siempre era
Sebas el que incendiaba y Agustín quien se contenía, Gimeno miraba a las
personas que estaba al otro lado del cristal de la sala de velorios, que iban
acercándose en oleadas para ver al muerto y presentarle sus respetos, o rezarle
una oración según las creencias de cada uno.
Pasó por el cristal su primo
Fernando, con el gesto compungido y los ojos vidriosos, así como su esposa
Dolores que tenía una expresión más desenfadada, menos triste. Pasó su hermano,
Luís, que casi ni se atrevía a mirar el cuerpo sin vida de Gimeno, de igual
modo que sus dos hijas, Laura y Eva, también se veían reticentes a encarar la
escena de frente. También pudo ver a Daniel, su propio hijo, hecho un mar de
lágrimas, totalmente desconsolado, prendido de los brazos de Virginia, su
esposa, y Beatriz, la viuda, quien se mantenía erguida y firme ante la
adversidad, tanto que ni tan siquiera una lágrima vio derramarse de sus ojos de
mirada severa. Nada que ver con la pequeña Virgi,
su nieta, que a duras penas lograba respirar entre sollozos y llantos
desgarrados asida del brazo de Ana, la hermana de su esposa, que también
parecía bastante entera.
Iban pasando uno tras otro, a veces
en pequeños grupos de tres o cuatro personas, mientras Gimeno miraba la escena
como si estuviese viendo una película en la pantalla vítrea. Compañeros del
trabajo, amigos, familiares diversos, sobre todo le llamaba la atención aquéllos
a los que casi nunca veía cuando estaba vivo. Vecinos del edificio en donde
había residido desde que se casó con Beatriz, conocidos del barrio… Mucha
gente, tal vez demasiada para él que siempre se había sentido bastante
insignificante para todo el mundo, incluso para sí mismo. La sensación de ser
una motita de polvo flotando sobre la superficie de las aguas de un lago que es
movida al albur de las corrientes y de los vientos hasta que, finalmente,
termina por hundirse y desaparecer sin ninguna otra posibilidad más que la
húmeda muerte. Podría decirse que esto reflejaba bastante bien lo que había
sido su vida.
-Cuanta gente ha venido a darme el
último adiós –dijo Gimeno con voz tenue.
-Todos los que te quisieron en vida
–añadió Agustín.
-No creo que sea así, y vosotros
también sabéis que no es así –intervino Sebas.
-¿Ya vas a empezar otra vez con tus
cosas?- se apresuró a decir Agustín tratando de que Sebas se moderase.
-¿A qué te refieres, Sebas?
–preguntó Gimeno.
-Me refiero a lo que los tres que
estamos aquí sabemos. A que en estas situaciones hay mucha gente que viene por
venir y no porque realmente sientan la pérdida. En este caso, tu muerte. Algunos
están aquí porque realmente desean estar, pero otros vienen por no quedar mal,
o por cumplir, con tu familia. Otros
vienen, y esto es gracioso, por
obligación moral para con el muerto…
-¿Qué es lo gracioso? –interrumpió
el recién fallecido.
-Para mi no deja de ser gracioso que la gente haga cosas porque
las debe hacer, más allá de lo que quieren hacer realmente. Me resulta gracioso que ahí afuera hay personas
que, verdaderamente, desearían estar en su casa viendo la televisión, o tomando
una cerveza en el bar con los amigos, o haciendo cualquier otra cosa antes de
estar aquí y ahora, pero se ven moralmente obligados a estar presentes para no
sentir esa cosa llamada culpa carcomiéndoles las entrañas por estar haciendo lo
que quieren hacer en lugar de lo que deberían estar haciendo. Y eso se nota,
fíjate. En los ojos, en los cuerpos, en la manera de hablar y de estar…
-¿Cuántos, de los que hay, crees que
no quieren estar aquí? –preguntó Gimeno.
-Para mí, más de la mitad de los que
están son unos cabronazos que desean
largarse a sus casas –respondió Sebas.
-No digas más estupideces que ya
está bien. Te lo pido por favor –intervino Agustín.
-¿Estupideces?... Si tú lo dices, tú
sabrás… Pero en el fondo estoy seguro de que estás de acuerdo conmigo. ¿Es que
no te acuerdas de tu velatorio? ¡La cantidad de indeseables que había! Aunque
te lo pasaste excusándolos y repitiéndote a ti mismo que, en cierto modo, te
apreciaban.
-Es cierto. Me apreciaban –dijo
Agustín contrariado.
-Y un huevo –respondió Sebas –Ya
ves, Gimeno. Hay personas que, ni en la muerte, se permiten ser ellos mismos y
actuar como les sale del alma, que es lo que somos al fin y al cabo: almas.
-Te repito que no voy a discutir
contigo ahora –dijo Agustín.
-Ni con nadie. Ni con nadie…
-No me vas a hacer entrar en tu
jueguecito de provocaciones –añadió Agustín.
-¿Provocaciones? Llámalas verdades.
-¡Qué fácil resulta decir la verdad
de los demás sin ver la de uno mismo! –exclamó Agustín tratando de dar
carpetazo al asunto.
-Y la mía también la digo sin
reparo. Mi velatorio fue una puta mierda.
Yo creo que de todos los que había únicamente querían estar mis hijos y, aunque
te parezca mentira, tú. Mi mujer pasaba de mi, mis hermanos mejor que no
hubieran venido, los demás familiares podían haberse ido al cine, o al teatro,
o al carajo. Y, de los pocos amigos que vinieron al tanatorio, sólo a ti te
sentí cercano y cierto. Además, yo quería que me hubiesen hecho el velorio en
mi casa, con la caja encima de la mesa del salón y que éste hubiera estado
lleno con las típicas sillas plegables que el ayuntamiento facilita para estos
menesteres. Tener el gran crucifijo de los difuntos en su pedestal detrás de mi
cuerpo yacente, y dos grandes velones de muerto a cada lado, con sus
respectivos pies de metal. Y que la gente hablara, contara chistes en la salita
contigua al salón, chismorrearan sobre mi, bebieran café, licores y whisky, y tomaran chocolate a la
madrugada. Vamos, lo que toda la vida de Dios se ha hecho en los funerales
caseros que, visto lo visto, son los mejores. Pero no me dieron ni ese último
gustazo. Tal vez se molestaran por mi partida pero… no me arrepiento de haberme
volado los sesos. De todas formas, para poco me servían en vida y,
sinceramente, ahora me siento mucho mejor. ¿Quieres más verdad?
Agustín no respondió, pero su mirada
tierna lo dijo todo. Gimeno tampoco pronunció palabra, pero sus ojos tristes
dijeron mucho más de lo que su voz callaba.
-¿Cómo te hubiese gustado a ti, aquí
o en tu casa? –preguntó Sebas dirigiéndose a Gimeno.
-Hombre, este es el lugar más
indicado en la actualidad para llevar a cabo estos asuntos tan lastimosos
–respondió éste.
-Sí, ya. Todo eso lo sabemos pero,
¿no preferirías estar en tu casa? –cuestionó otra vez Sebas.
-Pues, sinceramente, sí. Preferiría
estar en mi casa y no en esta fría habitación en la que ni tan siquiera las
flores que han puesto desprenden fragancia alguna. Me gustaría estar en la
calidez de mi hogar, pero reconozco que de esta forma es mucho más cómodo para
ellos –argumentó refiriéndose a su familia.
-Parece que tú también vas a ser de
esos que ni tan siquiera en la muerte se atreven a ser ellos mismos, ni a
pensar en sí mismos.
-Por favor, señores, no discutamos
más –intervino Agustín con su típico tono de voz conciliador.
-¿Sabes? No pasa nada por discutir.
Podemos discutir todo lo que queramos, o necesitemos, y seguir siendo tan
amigos como, de hecho, lo somos. De igual modo, no pasa nada por ser uno mismo
auténticamente aunque, reconozco, que esto es decisión de cada cuál, y no es mi
intención convencer a nadie de ello. Lo que me jode es que no os atreváis a
serlo por una cuestión de puro miedo.
-¿A qué miedo te refieres? –preguntó
Gimeno que ya no prestaba tanto interés a lo que estaba sucediendo en el lado
de allá del cristal.
-Al temor que a todos, en mayor o
menor medida, nos produce el hecho de soltar los anclajes a los que hemos
estado sujetos y dejar que las aguas nos lleven derivando hasta el lugar que
nos corresponde y que es propiamente nuestro. Yo, me alegro de haber podido
hacer esto mucho antes de que llegara mi hora, le pesase a quien le pesase y
gustase, o no, a las personas de mi vida. Del mismo modo que no me arrepiento
de haber terminado con mi vida cuando me vino en gana, y antes de que la
terrible enfermedad que me diagnosticaron me dejara convertido en un amasijo descerebrado.
-¿Y no piensas en el sufrimiento que
le causaste a tus seres queridos? –preguntó Agustín.
-Pensé en mi que era quien más iba a
sufrir, porque yo era el que estaba enfermo- concluyó Sebas.
La noche de los muertos, pese a que
no era la fecha en la que se celebra tal evento pero, sin duda alguna, era su
noche, fue pasando casi sin dejar constancia de su deslizar sobre el cielo
oscurecido y la tierra en sombras. A medida que la luna avanzaba, las personas
que se encontraban en la sala se fueron marchando para descansar en sus hogares,
salvo los más cercanos y dolidos que permanecieron en el lugar toda la velada.
El hijo de Gimeno, su nieta agarrada a los brazos de su padre, y dos conocidos
del barrio donde vivía a quienes jamás llegó a considerar amigos. Todos ellos
sumidos en un silencio sepulcral que ni tan siquiera se atrevían a romper los
llantos y sollozos enmudecidos ante la envergadura de la tranquilidad que
reinaba en el lugar desde que la caterva comenzó a hacer mutis. Incluso los
tres amigos difuntos estuvieron sin hablar varias horas de ese tiempo humano
que ya no les concernía lo más mínimo. Sólo Sebas se atrevió a hacer un
pequeñísimo y breve paréntesis en mitad de la quietud.
-Ves, estas personas sí son las
realmente importantes y, quizá, unas pocas más de las que se marcharon.
Por la mañana temprano, muy
temprano, fue regresando el tropel de amigos y familiares hasta que, poco
después de la hora del desayuno, la sala volvió a estar atestada. A partir de
aquí, los hechos se sucedieron rápidamente. El traslado del difunto a la
capilla del tanatorio donde un páter
llevó a cabo los oficios religiosos propios de la situación, y la posterior
andadura por el camposanto hasta llegar al lugar destinado a albergar los
restos mortales del fallecido por toda la eternidad.
Al introducir el ataúd en el nicho,
a Gimeno se le revolvió alguna cosa en el alma que, a estas alturas, era lo
único que era. Luego, con el chop chop
chop del yesaire colocando la
tapa de escayola que cerraba el enterramiento, y lo sellaba, quedando ésta posteriormente
ocultada por la lápida, una pregunta le asaltó el pensamiento.
-¿Y ahora qué?
-Ahora, aunque te resulte paradójico
y contradictorio, a vivir, Gimeno. A vivir – respondió el amigo Sebas.
Marcos
Lloret García