¿Qué era aquello que estaba sintiendo Ada cuando miró a Enrique? Con el
hervor de los menudos cuerpecitos de la clase de párvulos, ella se sentía
tenuemente sofocada, sutilmente confusa. No era la primera vez que veía a
Enrique, es más, estaba tan acostumbrada a su presencia que quizá por eso nunca
antes se había fijado en él, como ocurre con las cosas más cotidianas y
familiares de las cuales no somos, o no queremos ser, conscientes; como ocurre
con la vida. No era la primera vez que lo veía, pero jamás había reparado en él
hasta aquella tarde en la que sucedió... Cómo decirlo…
Esa extraña tarde, alrededor de las cuatro, la hora pegajosa que se posa
delante de los ojos y no cabe más que sucumbir ante ella, o esforzar los
párpados para que no caigan rendidos ante el peso de su silencio. Era extraño,
decía, porque ese día la clase de los más pequeños, los aprendices de estudiante, estaba de lo
más calma a pesar de que algo ardía en el ambiente, como Ada bien lo estaba
sintiendo en su cuerpo. Tal vez fuese el calor de la calefacción que rugía pesadamente
a través de los radiadores, quizá el sol que acunaba en sus brazos aquel aula
de aquel colegio en aquella tarde. Algo se estaba quemando allí adentro, entre
los cuadernos de caligrafía y los eternos lápices de madera para colorear. Un
fuego de abrigos abultados, pequeños guantes de lana y gorros de colores. Una
hoguera que olía a escuela, a raspadura de goma de borrar, a los restos del
lápiz que acaba de ser profanado por el despiadado sacapuntas, a pizarra y a
tizas de colores, a papel, a pegamento, a ceras… A un diverso entramado de
colonias infantiles que quedaban agolpadas en el aire, y allí perduraban con el
ir y venir de los días. A bocadillos, a galletas, a bollos con chocolate
envueltos en ese papel de aluminio tan divertido, a caramelos, a chicle de
fresa y a leche agria. Olía a instantes de asombro y a ilusiones primeras, a
sinceridad y a crueldad despiadada, a risa y a llanto... En fin, a lo que
cualquiera puede decir que huele una escuela.
En la calma y enrarecida tarde algo estaba abrasando a Ada cuando miró a
Enrique, cuya mirada se fundía en sus ojos como nunca antes había sentido. Era
la primera vez que alguien la miraba, porque ver, vemos a mucha gente, ríos y
ríos de rostros, gestos y muecas. Pero mirar, miramos a muy pocos ya que no
podemos hacer otra cosa. Sería un horror ir fijándonos en cada cara, en cada expresión,
en cada parpadeo ajeno… cientos de caras al día con una historia única detrás
de cada par labios. Miramos a muy poca gente y Ada eligió, o quizá fue cosa de
eso que osamos llamar destino, mirar a Enrique. Desde donde ella estaba
sentada, una pequeña silla color verde, con el asiento y el respaldo de madera,
situada al lado de una mesa de dimensiones parejas a las suyas, las cosas se
veían distintas, más grandes y más hermosas, si cabe. Todo ello espolvoreado
con la pesadez de la hora, y el aroma almibarado de la clase, quizá fueron los
factores esenciales para que se activara un resorte dentro de la muchacha, un
mecanismo desconocido por ella misma hasta ese momento, una especie de clic
que la sacó, de súbito, del plácido letargo de la tarde transportándola a otro
tipo de estado suspendido en el tiempo, no menos agradable que el anterior, incluso
más aún. Un estado en el que sentía que por cada uno de los poros de su blanca
piel salían diminutas llamas danzarinas, que hacían arder junto con ella la
silla sobre la que descansaba un segundo antes, porque ahora el descanso se
había desvanecido, y también la mesa sobre la cual apoyaba tímidamente su brazo
izquierdo. Sentía que se estaba abrasando, algo que manaba de la azul mirada de
Enrique le estaba quemando la piel, mas no podía desviar sus ojos y no quería
hacerlo, pues era un ardor muy dulce, un tierno sopor casi infantil.
En aquel instante de aquella tarde, lo que abrasaba a Ada era el amor. El
amor que Enrique sentía hacia ella desde hacía muchos años, calladamente,
explosionó en el aula a través de su mirada cuando éste llamó a la puerta y la
abrió lentamente, como prolongando unos segundos más la esponjosa emoción que
siente el enamorado justo antes de ver a su amada. Ada se acababa de enamorar
de Enrique, comprendió que él la amaba desde no sabía cuando, y por eso le miró
devolviéndole su tierna mirada, a lo cual él respondió con dos lágrimas
silenciosas cayendo por el lado de atrás de sus ojos. Ada estaba enamorada. Se
levantó de la silla como flotando.
- Buenas tardes, Ada. Disculpe la
interrupción, pero la caldera se ha estropeado y vengo a cerrar la llave de los
radiadores para evitar que se inunde el aula. Será sólo un momento –dijo
Enrique, el bedel del colegio.
- Muy bien, no se preocupe. No pasa nada. No pasa nada.
Marcos Lloret
García.
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