viernes, 15 de febrero de 2013

Paso de peatones


    

Pablo se detuvo ante el paso de peatones al ser avisado por la luminiscente mancha roja en forma de persona, que resplandecía en el otro extremo de la calzada. Llovía de forma impenitente, casi se podía decir que diluviaba, pero le fascinaba caminar  por las calles de una ciudad que se ahogaba con la lluvia, como tantas otras ciudades. Llevaba puesto un chubasquero amarillo bastante llamativo cuya capucha, muy ancha, permanecía separada de sus mejillas húmedas dándole un aire monacal, como si esa prenda plástica fuese el hábito requerido para llevar a cabo alguna secreta ceremonia. A él, le gustaba que la capucha tuviese esas grandes dimensiones, ya que eso impedía que se le mojasen los auriculares que buscaban cobijo en el interior de sus oídos.
La luz del semáforo cambió a verde justo cuando dio al play de su reproductor de música. Se dispuso a cruzar el riachuelo bajo el que yacía, soterrado, el cansado paso de peatones pero algo le impedía moverse. Por un instante infinito le sobrecogió la más absoluta inmovilidad en forma de gotas pegajosas, unas gotas que lo mantenían firmemente adherido a cierta cosa que lo agarraba en ese momento. Se dio  impulso hacia adelante logrando vencer la invisible resistencia, a la par que sus dos pies, enfundados en unas zapatillas grises, se sumergían chapoteando en la corriente de agua color marrón salpicando buena parte de sus pantalones, unos vaqueros viejos y descoloridos. Se detuvo por un instante preguntándose qué le había sucedido, por qué no podía moverse hacía, tan siquiera, un segundo, qué era aquello de lo que parecía haberse despegado… Cuestiones que más valía no responder porque, en breve, iban aclararse por sí solas.
Se sentía más ligero,  más pequeño que antes de pisar la primera franja del paso de peatones en la que se encontraba plantado. La lluvia empezaba a arreciar con verdadera fiereza, tanto que a duras penas se podía intuir la luz verde del semáforo de la acera de enfrente. Pablo, miró hacia atrás para ver si aún seguía allí el resplandor esmeralda dándole el beneplácito para cruzar la calle pero, a penas lo hubo imaginado, con los ojos entornados debido al incesante martilleo de las gotas sobre su rostro, reparó en algo que le hizo dar un vuelco a sus tripas. Él, seguía estando allí de pie, en la acera, junto al semáforo, con su misma mueca grave y la mirada perdida en alguna de las notas que llegaban hasta sus oídos. Estaba allí con su eterno chubasquero amarillo esperando, tal vez, atravesar la rúa.
Se asustó, y dio un salto hacia el medio de la calle pero su pie resbaló, con lo que fue a dar directamente con su espalda en el suelo encharcado. Cerró los ojos por un segundo convencido de que al abrirlos se daría cuenta  que nada de lo anterior había sido real, simplemente habría sido por la fuerte lluvia que cada vez castigaba con mayor rigor su cuerpo tendido en la calzada. Abrió los ojos y comprobó que todavía seguía estando en la acera, de pie, junto al semáforo. Es más, también estaba de pie sobre la primera raya del paso de peatones, con la cabeza girada hacia la acera, mirándose a sí mismo. Esto le asustó aún más ya que no se trataba de una alucinación pasajera, sino que era como estar viendo una secuencia de imágenes detenidas en el tiempo, en un tiempo que cada vez pesaba menos para él puesto que se iba haciendo más pequeño. Retrocedió un poco más arrastrándose sobre su espalda y, al instante, pudo ver una nueva imagen suya tendido sobre el asfalto, observando las dos anteriores. Y siguió retrocediendo empujándose con sus piernas, entre resbalones, y siguió viendo imágenes suyas, y siguió haciéndose más y más pequeño,  más  ligero cada vez... Hasta que, al final, sólo quedó el sonido desmembrado de un claxon acompañado por un frenazo mojado, con el consiguiente sabor a deslizar de ruedas sobre el firme, y un golpe sordo color amarillo.
En ese segundo de muerte, Pablo comprendió que aquellas gotas pegajosas que lo mantenían sujeto unos momentos atrás, era la viscosa y densa sustancia que nos mantiene adheridos a la vida.


                                                                                          Marcos Lloret García. 

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