Pablo se detuvo ante el paso de peatones al ser avisado por la
luminiscente mancha roja en forma de persona, que resplandecía en el otro
extremo de la calzada. Llovía de forma impenitente, casi se podía decir que
diluviaba, pero le fascinaba caminar por
las calles de una ciudad que se ahogaba con la lluvia, como tantas otras
ciudades. Llevaba puesto un chubasquero amarillo bastante llamativo cuya capucha,
muy ancha, permanecía separada de sus mejillas húmedas dándole un aire monacal,
como si esa prenda plástica fuese el hábito requerido para llevar a cabo alguna
secreta ceremonia. A él, le gustaba que la capucha tuviese esas grandes
dimensiones, ya que eso impedía que se le mojasen los auriculares que buscaban
cobijo en el interior de sus oídos.
La luz del semáforo cambió a verde justo cuando dio al play de su
reproductor de música. Se dispuso a cruzar el riachuelo bajo el que yacía,
soterrado, el cansado paso de peatones pero algo
le impedía moverse. Por un instante infinito le sobrecogió la más absoluta
inmovilidad en forma de gotas pegajosas, unas gotas que lo mantenían firmemente
adherido a cierta cosa que lo
agarraba en ese momento. Se dio impulso
hacia adelante logrando vencer la invisible resistencia, a la par que sus dos
pies, enfundados en unas zapatillas grises, se sumergían chapoteando en la
corriente de agua color marrón salpicando buena parte de sus pantalones, unos
vaqueros viejos y descoloridos. Se detuvo por un instante preguntándose qué le
había sucedido, por qué no podía moverse hacía, tan siquiera, un segundo, qué
era aquello de lo que parecía haberse despegado… Cuestiones que más valía no
responder porque, en breve, iban aclararse por sí solas.
Se sentía más ligero, más pequeño
que antes de pisar la primera franja del paso de peatones en la que se
encontraba plantado. La lluvia empezaba a arreciar con verdadera fiereza, tanto
que a duras penas se podía intuir la luz verde del semáforo de la acera de
enfrente. Pablo, miró hacia atrás para ver si aún seguía allí el resplandor
esmeralda dándole el beneplácito para cruzar la calle pero, a penas lo hubo
imaginado, con los ojos entornados debido al incesante martilleo de las gotas
sobre su rostro, reparó en algo que le hizo dar un vuelco a sus tripas. Él,
seguía estando allí de pie, en la acera, junto al semáforo, con su misma mueca
grave y la mirada perdida en alguna de las notas que llegaban hasta sus oídos.
Estaba allí con su eterno chubasquero amarillo esperando, tal vez, atravesar la
rúa.
Se asustó, y dio un salto hacia el medio de la calle pero su pie resbaló,
con lo que fue a dar directamente con su espalda en el suelo encharcado. Cerró
los ojos por un segundo convencido de que al abrirlos se daría cuenta que nada de lo anterior había sido real,
simplemente habría sido por la fuerte lluvia que cada vez castigaba con mayor
rigor su cuerpo tendido en la calzada. Abrió los ojos y comprobó que todavía
seguía estando en la acera, de pie, junto al semáforo. Es más, también estaba
de pie sobre la primera raya del paso de peatones, con la cabeza girada hacia
la acera, mirándose a sí mismo. Esto le asustó aún más ya que no se trataba de
una alucinación pasajera, sino que era como estar viendo una secuencia de
imágenes detenidas en el tiempo, en un tiempo que cada vez pesaba menos para él
puesto que se iba haciendo más pequeño. Retrocedió un poco más arrastrándose
sobre su espalda y, al instante, pudo ver una nueva imagen suya tendido sobre
el asfalto, observando las dos anteriores. Y siguió retrocediendo empujándose
con sus piernas, entre resbalones, y siguió viendo imágenes suyas, y siguió
haciéndose más y más pequeño, más ligero cada vez... Hasta que, al final, sólo
quedó el sonido desmembrado de un claxon acompañado por un frenazo mojado, con
el consiguiente sabor a deslizar de ruedas sobre el firme, y un golpe sordo
color amarillo.
En ese segundo de muerte, Pablo comprendió que aquellas gotas pegajosas
que lo mantenían sujeto unos momentos atrás, era la viscosa y densa sustancia
que nos mantiene adheridos a la vida.
Marcos
Lloret García.
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