Hasta el próximo día 26 disfrute de nuestros
descuentos en Alegría.
Anunciaba una gran pancarta de
lona, color claro, con el letrero escrito en magnos caracteres de tinta negra,
que colgaba suspendida de dos altos postes situados a ambos lados de la entrada
principal del establecimiento que tan en auge estaba en esos tiempos difíciles.
Apenas hacía un par de meses que la
empresa multinacional dedicada a la venta, comercialización e importación de
emociones más importante del mundo estableció una de sus sucursales en la
ciudad, trayendo con ella un gran revuelo comercial porque, por el momento, era
el único lugar en todo el territorio del país donde se podía encontrar, a un
módico precio, géneros de esta guisa. Y el negocio estaba estupendamente
enfocado ya que ofrecía una inmensa variedad y gama de emociones con una enorme
diversidad de precios, cosa que facilitaba que la mayoría de los bolsillos
pudieran acceder a ellas a partir de una no demasiado grande suma de dinero.
El éxito fue rotundo, aplastante.
Desde el día de la inauguración la tienda fue un hervidero de clientes que
abarrotaban la nave en la que ésta se emplazaba desde las primeras horas de la
mañana, cuando el negocio abría sus puertas, hasta altas horas de la noche, ya
que cerraba muy tarde debido a la cantidad de gente que cada jornada acudía
hasta el lugar a realizar sus compras. Personas de toda clase social y
condición hacían largas colas en la entrada aguardando su turno para acceder al
interior del local, todos con los catálogos entre sus manos donde se detallaban
las emociones que iban a encontrar en la exposición, así como las
características de cada una de ellas, dependiendo del modelo o formato en que
ésta estuviera presentada, y también los precios de las diversas modalidades.
Tanto detalle no era algo trivial, o meramente publicitario, lejos de esto
resultaba necesario que el cliente tuviera clara conciencia de qué emoción
quería comprar y cómo quería hacerlo, esto ya dependiendo de sus gustos o, en
su caso, de los posibles de cada uno.
De igual modo que no es lo mismo comprar una mesa de madera de roble macizo
para el salón comedor de nuestra casa, que una mesa desmontable de plástico,
tampoco venía a ser igual el hecho de comprar una emoción armada, completa, con
un buen acabado y con todas las garantías de fiabilidad y perdurabilidad en el
tiempo, que una emoción en kit para
armar, con las consabidas trabas que esto puede traer parejo, bien sea por la
dificultad en el armado, por la precisión necesaria para llevarlo a cabo, bien
por la carencia de alguno de sus elementos constituyentes, independientemente de
que ello se deba a un fallo de almacén, o a algún despiste por nuestra parte en
el transporte de vuelta al hogar.
Pero estos pormenores no era, precisamente,
lo que pensaban los tropeles de gente dispuestos en eternas filas
zigzagueantes, que se extendían como gigantescas serpientes sobre el asfalto
delante del establecimiento. Por lo general, los clientes aguardaban
fantaseando, al tiempo que miraban el catálogo, sobre lo bien que les vendría
poder comprar ésta o aquélla emoción, tan robusta y hermosa, tan tupida y
nítida, ya fuera esta un buen miedo,
o una frondosa tristeza, porque no
todos iban en busca de las anunciadas alegrías
en oferta. En estos menesteres, como en todos los de la vida, cada cual tiene
sus necesidades, o sus preferencias, y lo maravilloso que puede resultar para
alguien disfrutar de una buena alegría,
para otro, ésto, puede ser más que un desastre, y prefiera degustar una espesa rabia o una profunda tristeza. Como suele decirse
coloquialmente, permitiéndome la licencia: para gustos, colores. La gente
fantaseaba mientras aguaradaba su turno de entrada, decía, respecto a qué
emoción les gustaría llevarse a casa, pero todos tenían una idea meridianamente
clara de qué era lo que realmente iban a comprar más allá de sus deseos, pero
la imaginación hacía más llevadera la
espera.
Yo también estuve en una de estas
monumentales colas de gente. Durante dos horas y media cabalgué la serpiente
asfáltica con más pena que gloria, ya que no soy un buen jinete para este tipo
de animales que se han de montar sin ensillar, directamente sobre su cuerpo
frío y escamoso. Aunque existen personas que son verdaderos maestros en estas
cabalgadas, y parecen disfrutar cada segundo que pasan montados en los lomos
del tiempo, como pude comprobar en la pareja que estaba situada inmediatamente
delante de mi. ¡Qué saber estar, qué aplomo, qué majestuosidad…! Eran un par de
esperantes, por emplear un término
para referirme a la gente que aguarda para entrar en un lugar, profesionales
que parecían tener la licenciatura, cum
laude, en Tiempo y Espera, como
pude comprobar al escuchar sus conversaciones, que iban desde las más antiguas
teorías de la Espera de Pierre de Grimaud, postuladas en el siglo XVII, pasando
obligadamente por la gran obra de referencia en la materia como es Espera y Aguarda, que escribió el alemán
Manfred Krüegerbahuen allá por los principios del siglo XIX, hasta tocar,
incluso, las más modernas hipótesis y postulados al respecto que aportó, a
finales del siglo pasado, la evolucionada ciencia de la Ciberespérica, con los consiguientes nombres de los más destacados
pensadores del campo como son Lio Pin, Alex Champits y Claude de L’Arlessienne.
Digo todo esto con boca pequeña, puesto que yo no soy más que un mero neófito
en la materia sobre la que me voy
informando por medio de las típicas revistas de divulgación científica.
Como no podía ser de otra manera, yo
mismo esperaba fantaseando en la cola sobre lo maravilloso que sería poder
comprar una buena alegría para mi
casa, y también para mi vida, como esas que estaban en la página veintitrés del
catálogo, justo debajo de donde terminaba la sección de los Complementos del miedo. Me llamó la
atención la cantidad de parafernalia que rodeaba a las emociones, entiéndase,
accesorios varios y muy diversos que les servían como suplemento, cosa que yo
encontraba bastante absurda hasta que reparé en un aviso que cerraba la sección
de los Complementos de cada una de
ellas. Estaba escrito en letra menuda y venía a decir, aproximadamente, que al
comprar una emoción lo que hacemos, en mayor o menor medida dependiendo tanto
del grado de pureza, como de la calidad de ésta, lo cual viene dictado
estrictamente por el precio que podamos pagar. Lo que hacemos, decía, es adquirir
una emoción en estado más o menos puro, por lo que cada persona tendrá mayores
o menores dificultades para vivenciarla, esto ya va en dependencia de cómo
lleve cada uno este proceso. Y aquí es donde entran todos los aditamentos que
mencionaba anteriormente, porque están destinados a facilitar la vivencia de la
emoción que hayamos comprado. Con esto, las secciones de Complementos del catálogo cobraron un nuevo sentido ante mis ojos.
A pesar de mis fantasías, tenía muy
claro qué tipo de emoción podía permitirme adquirir, que sería alguna de las
que estuvieran en oferta, no obstante, continuaba mirando las páginas del
catálogo tomando nota mental de todo lo que me llevaría a mi casa. A parte de
la alegría, también me gustó una rabia en concreto, que tanto por el
tamaño, como por el elevado precio, se escapaba de mis posibilidades
completamente. Sin embargo, la estuve mirando y volviéndola a mirar hasta dejar
la foto un poco desgastada. Era preciosa, casi perfecta me atrevería a decir,
mostrándose con toda la magestuosidad que la fotografía le permitía aunque, a
buen seguro, en vivo debería lucir mucho
más esplendorosa. Según versaba el pie de foto, se trataba de una rabia de luxe, como podía comprobarse en su buen acabado y en su
presencia potente pero, además de las calidades, lo mejor del caso es que se
trataba de una rabia tal que, a poco que se la manejase correctamente, fluía en
los momentos oportunos y adecuados sin llegar a apantallar a las demás emociones.
En resumidas cuentas, se trataba de una emoción noble, únicamente al alcance de unos pocos entre los cuales no me
encontraba, por más que hubiera deseado
llevarla conmigo junto con el accesorio que facilitaba su canalización. Puesto
a pedir, también cogería un armonizador
emocional, para poner un poco de orden en ese terreno, pero no de los
básicos, sino de los profesionales.
Continuando con la inventiva, cosa
que también me hacía más llevadero el plantón de la espera, al mismo tiempo que
me dejaba en la boca un sabor de carencia, resolví que, además de todo lo
anterior, cogería un potenciador de
alegría, pero no uno de esos químicos para diluir en un vaso de agua, sino
el que aparecía en la página cuarenta y dos de la revista, arriba a la izquierda,
un potenciador de alegría por metaondas humorales. A parte,
me llevaría algún que otro adorno para el miedo
que tan presente está en mi existencia, ya que no hay manera de salir de él, al
menos que luzca bonito y engalanado cuando se pasea por mi corazón, o por
delante de mis ojos en mitad de la noche. Para finalizar mi compra imaginaria,
en la última página encontré un maravilloso pedestal para colocar en él la tristeza y, quizá de esta manera, darle
el lugar que le corresponde para que deje de ir de acá para allá sin encontrar
dónde posarse, como un incierto pajarillo que, pese a la helada, sabe que no morirá
antes del alba.
Cuando he querido darme cuenta, ya
me encontraba dentro del comercio, cuyo ambiente se me hacía insoportable por
el alboroto de la muchedumbre con su griterío. Me he visto sumido en una de
esas situaciones que, en la medida de lo posible, trato de evitar a toda costa
ya que no me gustan las masificaciones, ni tampoco la algarabía que traen
consigo. Pero, en esta ocasión, como en otras tantas, pudo más mi curiosidad
que la voz de mi razón, cuyo mensaje era que dejara pasar unas semanas más, o
tal vez unos meses, antes de acudir al océano en el que ya me encontraba
sumergido plenamente.
Mal que bien, logré ver la
exposición de pasada, puesto que el gentío bramante me impelía a avanzar a cada
poco, sin dejarme contemplar como yo hubiera deseado los diversos géneros
emocionales que se encontraban expuestos. Pude entretenerme someramente en
algunas zonas concretas del recorrido, sobre todo en la destinada a la tristeza que era la menos concurrida,
pero el caso es que no ando nada falto de ella con lo que no me despertó mayor
interés que el hecho de desincrustarme durante un rato de la ansiosa marabunta
que, a estas alturas de la ruta, me estaba llevando casi en volandas a través
de los senderos enmoquetados por los que debíamos transitar la clientela. La tristeza, esa vieja compañera de mis
sueños tan poco querida por el común de las personas, tan odiada muchas veces
como esa ingrata amante que no alcanza, jamás, a consumar nuestro deseo, una
emoción más repudiada que temida. Comprendo lo que ocurre con ella, mas no lo
comparto porque, en cierto modo, es bella en sí misma a la par que muy íntima y
personal, sin dejar de ser lo que es: triste.
Alcanzando el final del recorrido
estaba el lugar que yo deseaba que apareciera para coger lo que había ido a
buscar y marcharme de allí, pero resultó que varias decenas de personas
compartíamos el mismo deseo de llegar a ese apartado de la tienda, con lo que
el desorden, el escándalo y la confusión estaban garantizados. A duras penas
fui capaz de hacerme con el kit que
tenía en mente comprar, el cual no se asemejaba en nada a mi compra fantasiosa,
pero era lo máximo que podía permitirme en ese momento. Además, no era algo tan
prohibitivo como para no probarlo y, si daba buenos resultados, sería todo un
placer el sentir, aunque sólo fuera de tanto en tanto, un ápice de alegría en mis días, a pesar de que esta
fuera una alegría, por decirlo de
alguna manera, enlatada.
Ya en casa, deposité en la mesa del
salón mi Alegría desarmada y desactivada
en kit para montar (fácil montaje), como rezaba la etiqueta del embalaje, y
comencé a leer las instrucciones de armado. No resultaba tan sencillo seguir las
indicaciones ya que era un material tan vaporoso, por tratar de definirlo de
algún modo, como difícil de manipular para ejercer la presión indicada sobre
tal sector, hacer un giro de tantos grados en el tercio superior de la emoción
para darle forma redondeada, colocarle las sujeciones de manera que quedara en
esa posición, nivelar la base para que el resultado fuera equilibrado… No fui
capaz, tan siquiera, de llevar a cabo el primero de los pasos escritos en el
pequeño papel explicativo, cosa que más que enfadarme vino a confirmar la idea
que merodeaba por mi cabeza desde que subí al coche tras colocar el paquete en
los asientos traseros: Esto no va a ser
sencillo. Pero lo más complejo no era el montaje de la emoción, que venía a ser casi un entretenimiento pueril
comparado con el Proceso de activación
que seguía al de armado.
La verdad es que me alegré de no ser
capaz de montar mi Alegría recién
comprada, porque la puesta en
funcionamiento de la emoción en sí era una tarea, más que dificultosa, bastante
peligrosa ya que de realizar erróneamente alguno de los empalmes que indicaba
el esquema de las instrucciones todo podía venirse al traste. Pero esto no era
lo peor de la cuestión, sino que el paso más delicado era la soldadura principal, o soldadura maestra, que consistía en ir
haciendo unos repliegues hacia la mitad del cuerpo etéreo de la emoción para insuflarle
unas cuantas bocanadas de aliento antes
de concluir el sellado mediante una especie de soplete incluido en el kit, que en lugar de fuego lanzaba una sustancia pegajosa y gelatinosa que, si no
caía en la zona adecuada para adherirse a ella, quedaba unos segundos flotando
en el aire hasta desvanecerse completamente, dejando en el ambiente un olor
parecido al aroma de los recuerdos. Esto
en la más halagüeña de las situaciones, porque también podía darse el caso de
que la sustancia que expulsaba el artefacto hiciera explosionar la emoción,
aunque ello era bastante improbable, haciéndola saltar en millones de
fragmentos, parte de los cuales se podrían quedar incrustados en nuestro cuerpo
como si fuese metralla dejándonos emocionalmente heridos para toda la vida.
Leído esto, repito, me alegré de no
haber sido capaz de terminar el armado, casi ni de haberlo comenzado, porque no
creo que me hubiera arriesgado a activar la emoción. Es lo que tienen estas cosas modernas que, muchas veces, no hay
por dónde cogerlas porque, ciertamente, no se las puede coger.
Al final, pese a que pueda parecer
lo contrario, la compra ha resultado provechosa y exitosa, porque me quedo
contento de haber salvado la vida.
Marcos
Lloret García
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