martes, 29 de abril de 2014

El lado de acá

            Todo sucedió de la manera en que suelen ocurrir este tipo de cosas, sin saber muy bien cómo ni por qué. Lo único que estaba completamente claro fue el cuándo, al igual que el dónde aunque en lo referente a la localización espacial cabía tener ciertas dudas nacidas de la misma noche en que aconteció el hecho, ya se sabe que los páramos nocturnos siempre quedan desubicados, lo mismo que el noctámbulo quien está y no está en el lecho donde se acuesta a descansar y pasa las horas de oscuridad viajando por universos tan improbables como ciertos. Pero no estaba claro que se tratase de  un mal sueño de esos que nos dejan ateridos en mitad de la madrugada clamando al cielo, buscando un dios al que elevar nuestras plegarias pintadas con el color del miedo y no encontrando más que el terror que provoca la ausencia total de divinidad. La inmensa felicidad de sentir que estamos completamente solos en el universo despojados de la obligación de rendir cuentas a nadie a nuestra salida del mundo.
            Ya hubiese querido Octavio estar dormido cuando se miró al espejo aquel domingo de marzo en el que escuchaba golpetear las gotas de lluvia en la parte de afuera de la persiana bajada de su dormitorio. Le gustaban los días grises y lluviosos pero los domingos no eran de su agrado ya que los tenía clasificados como jornadas absurdas en las que nada se podía hacer salvo no hacer nada, cosa que detestaba. Irónicamente, desde que perdió su empleo todos los días de la semana quedaban perfumados para él con cierto aroma dominical que se le empezaba a hacer insoportable, y lo peor del caso resultaba ser que dada la coyuntura económica en la que estaba sumido el país no resultaba probable encontrar otro trabajo a medio plazo, a muy largo en el más halagüeño de los supuestos. No podríamos asegurar que esto tuviese algo que ver con lo que le sucedió aunque, por otra parte, tampoco sería posible afirmar lo contrario ya que en este tipo de acontecimientos extraordinarios todo parece influir en su medida, unas cosas más y otras menos porque, al fin y al cabo, se trata de situaciones que se han ido fraguando durante largo tiempo reuniendo migajas de esto y de aquello, de todas las cosas en general y de ninguna en concreto.
            La imagen devuelta por el espejo no era del todo normal porque se veía distinto a como solía contemplarse el resto de las mañanas. Pero a parte de la extrañeza del reflejo había alguna otra cosa directamente relacionada con su vista que se presentaba incompleta, como si algo faltase en ella. No es que su mirada estuviera turbia, o borrosa, bien al contrario la nitidez la pintaba con su claridad y transparencia. Sin embargo, Octavio sentía que algo no marchaba bien en lo relativo a su campo de visión que semejaba estar mermado o venido a menos sin tener todavía clara conciencia de qué era lo que sucedía. Siendo fieles a los hechos, cabe señalar que además de lo relativo al campo también había cierta rareza en su visión en sí, no en lo referente al enfoque pero sí en cuanto a la imagen que fluctuaba, por decirlo de alguna manera, entre dos distintas. Una era su cara dibujada en el espejo que parecía estar examinándose a sí misma como si llevase años sin saludarse. La otra resultaba más complicada de definir porque se trataba de algo que no tenía costumbre ninguna de observar, tan siquiera de pasada, con lo que le era muy dificultoso codificar la imagen en su cerebro para averiguar el contenido de ésta, pero aún era pronto para tal labor ya que le apremiaba más saber qué ocurría en su rostro.
            Comenzó, de la manera en que podía, a chequear su cabeza con esa visión en vaivén danzando entre su reflejo y otra cosa distinta que, por el momento, sólo eran luces y sombras, más sombras que luces. Contempló su pelo negro alborotado que dejaba patente su estado de recién levantado. Sentía los labios resecos de modo que los volteó hacia adentro de su boca para humedecerlos con la punta de la lengua  y al efectuar el pequeño movimiento con el maxilar inferior le sobrevino una dolorosa punzada en la zona izquierda de la cara, a la altura del oído, un poco más hacia arriba quizá. Esto hizo que llevase una de sus manos hacia ese lugar que también percibía doloroso al tacto, mas no parecía haber nada en la superficie de su piel aunque el dolor provenía de más adentro, tanto que abarcaba todo el territorio comprendido entre el extremo superior de la oreja y la nariz, incluyendo ésta última. Su mirada, que permaneció enredada en sus brunos rizos la fracción de segundo transcurrida entre el pinchazo y la respuesta inmediata de su mano, poco a poco fue deslizándose por la superficie del cristal de espejo hasta llegar a la zona en cuestión que no lograba observar con claridad. Era como si le faltase alguna cosa, además de que las sombras y luces no le permitían centrar la visión. Tal parecía que estuviese siendo presa de un ataque de migraña oftálmica porque la imagen que oscilaba entre el ser y el no ser, entre el estar y el no estar, se parecía bastante al aura que surge en este tipo de accesos, pero él sufrió de esta dolencia y bien sabía que no se trataba de eso, aunque esta fuese la primera y más sencilla explicación que le vino a las entendederas. ¡Ojalá hubiese sido así!
            Mientras intentaba centrar la imagen y mantenerla quieta durante unos segundos, los suficientes para verse con precisión, se planteó que el dolor podría deberse al bruxismo que también padecía, el cual le hacía estar toda la noche apretando fuertemente las mandíbulas y rechinando los dientes, pero esta idea cayó por su propio peso porque este mal no traía consigo ningún tipo de sintomatología a nivel visual, al menos los médicos que visitó en su día no le informaron de nada parecido. Ambos supuestos, éste y el de la migraña, hubieran sido los más fáciles e inmediatos para explicar lo que le estaba pasando pero en este caso la navaja de Ockham había perdido completamente el filo y su extremo se encontraba romo, por lo tanto no tenía ninguna posibilidad de éxito ante la situación ya que ni el propio Guillermo podía actuar sobre lo que el destino había estado reservando para Octavio.
            Por un momento tuvo una imagen medianamente clara, aunque muy breve, del reflejo de su rostro y lo que le pareció ver en él le hizo dudar, en primera instancia, acerca de su realidad, del mismo modo que comenzó a surgir en sus adentros un temor que fue creciendo y tomando cuerpo a medida que se cercioraba de lo que estaba viendo, hasta que éste quedó convertido en un enorme miedo cuando no cabía duda alguna sobre lo que la imagen le mostraba. Apartó la vista del espejo justo cuando la ansiedad llamaba a las puertas de su pecho con su mano sarmentosa y escurridiza encargada de apretarle el corazón y los pulmones, haciendo que uno acelerase su ritmo y los otros no consiguieran llenarse completamente de aire como si fuesen dos trémulos globos en los que siquiera cabía un aliento. No puede ser cierto… pensó comprobando que al mover su cabeza era incapaz de ver nada por el lado que quedaba a la izquierda, sin olvidar que los resplandores y oscuridades continuaban con su balanceo justamente por esa zona de tinieblas en la que se ubicaba el foco de su terror, a estas alturas el miedo había dado un paso más allá.
            Volvió a mirarse reflejado y confirmó lo que el espejo le devolvía pese a que se trataba de algo muy difícil de creer. Su ojo izquierdo ya no era marrón al igual que su hermano del otro lado, no es que el iris hubiera cambiado de color sino que no estaba, ni tampoco la pupila. No había nada más que blanco almibarado con una sensación tensamente dolorosa semejante a la que aparece cuando llevamos la mirada hacia los párpados superiores, muy arriba, pero bastante más intensa que al realizar este movimiento de manera deliberada. Parecía que el globo ocular se había dado la vuelta en su cuenca para apuntar hacia adentro, tal vez se hartó de no encontrar a Octavio en su propio reflejo y decidió buscarlo por otros derroteros desconocidos. Esto es una locura… masculló él un poco aturdido por la impresión y también por los intermitentes claroscuros de la imagen a los que no lograba dar sentido todavía.
            Se sentó sobre la tapa del váter, más bien se dejó caer en ella porque empezó a sentir que las piernas, sumidas en intenso temblor, le flaqueaban. Apoyó sus codos en los muslos y curvó la espalda para reposar la cabeza en las palmas de sus manos mientras le parecía, por el hormigueo que invadió todo su cuerpo, que iba a desmayarse de un momento a otro. Al menos eso quería él pero nunca tuvo facilidad para perder la conciencia. Estando en esta posición las líneas de su diestra apantallaron momentáneamente la visión de su ojo derecho, con lo que la otra imagen en pugna ganó mayor intensidad al quedar lo de afuera oscurecido. Aparecieron unas bandas horizontales de color azulado, salpicadas de chisporroteos y fogonazos, que se ondulaban de forma ligera al ritmo de su desbocado corazón, las cuales se iban difuminando hasta transformarse en una especie de moteado con diversos tonos de marrón que parecía conformado por granos de café de distintos tamaños y morfología. Fue, más o menos, lo que empezó a distinguir en la imagen antes de levantar bruscamente la cabeza recobrando la vista del cuarto de baño donde se encontraba.
            Pero, ¿qué me está pasando?... dijo en voz baja para escucharse sólo él mismo. Podría haber elevado el tono, incluso proferir un grito, pero no había nadie más en la casa con lo que de nada le valía chillar, a parte de que él no era demasiado entusiasta de los alaridos. Intentó calmarse mas no pudo  porque la ansiedad que le apretujaba los órganos mencionados no hacía sino crecer, tanto que ya comenzaba a notarla en la garganta como si llevase una corbata muy apretada alrededor del cuello cuyo nudo se le clavaba en la tráquea. Además, la alternancia, por no decir mezcolanza, de imágenes lo tenía bastante mareado con su ir y venir de coloridos destellos. Desde la posición que ocupaba movió ligeramente el tronco para volver a observar el reflejo de su cara en el espejo que quedaba frente a sí, un poco hacia la derecha, y corroboró su mirada marrón y alba ante la que, debido a la impresión que le producía, bajó los párpados para dejar de verse, tal vez con la pueril ilusión de desaparecer. Pero lo único que consiguió fue regresar a la mirada interior de su ojo izquierdo que, en esta ocasión, le ofrecía una especie de bolas luminosas que parecían surgir de su misma pupila y se iban alejando de ésta hasta confundirse con el fondo negro de la imagen, una detrás de otra en una suerte de procesión sin principio ni fin, hacia ninguna parte. Casi parecían un eterno collar de perlas ardientes unidas entre sí nada más que por el vacío que las separaba puesto que no se encontraban enristradas mediante ningún hilo o cordel que actuara como nexo de unión.
            La percibía resbaladiza, la visión de adentro, como si su ojo vuelto hubiera caído en el fino mantillo glauco que las algas forman sobre las rocas del mar en las zonas próximas a la línea de costa donde apenas hay más de tres o cuatro dedos de agua, patinando por él sin encontrar un pequeño saliente que lo frenara. Al menos, centrándose en estas imágenes el mareo disminuía ya que no se solapaban con las de afuera, pero el miedo que lo envolvía por completo no presentaba tintes de amainar o venirse a menos. Lejos de amilanarse, trató de ahondar en lo que veía con los ojos cerrados intentando averiguar qué era aquello. En esos momentos, la imagen azulada que contemplaba se iba fragmentando como si desde el otro lado de ésta alguien le estuviese arrancando pedazos sajándola con un afilado cuchillo, puede que el filósofo franciscano se estuviera resarciendo de este modo al no conseguir aclarar la cuestión. Pero por más que el azul se transformase en blanca claridad al ir desapareciendo, ello no hacía que Octavio comprendiera el significado, siquiera el sentido, de las mencionadas visiones que se le ofrecían desde cierto lugar de dentro de sí. No obstante, por debajo del miedo, intuía que algún mensaje habría de tener el suceso en que se encontraba sumido y que lo mantenía perplejo.
            Los azotes de la lluvia restallando contra la persiana del dormitorio, contiguo al cuarto de baño, volvieron a llevarlo hacia afuera haciéndole levantar los párpados ya que parecía que las gotas iban a traspasar las lamas encargadas de proteger el cristal de la ventana. La tormenta que sorprendió a la ciudad de madrugada estaba arreciando violentamente, tanto que todo el apartamento donde vivía fue ocupado por el sonido del agua cayendo directamente desde los cielos. Fue hasta el pequeño salón dando pasos vacilantes debido a que el acoplamiento deslavazado de las imágenes que le ofrecía cada uno de sus ojos le provocaba cierta inestabilidad, sobre todo a la hora de caminar. Comprobó que la diminuta terraza en que desembocaba la estancia se encontraba encharcada y también observó que parecía distinta. Quizá fuera cosa de la lluvia, o de los húmedos vidrios de los ventanales que cerraban la habitación, o de las imágenes que se superponían en su mirada unas con otras… Pero dentro de la casa no llovía y ésta también semejaba cambiada. Todo estaba en su sitio tal y como siempre lo tenía mas algo extraño había en ella, seguramente debido a su enrarecido mirar porque el olor de la vivienda era el de costumbre, mezcla de humo de tabaco y otras hierbas de fumar, así como los sonidos que llegaban hasta sus oídos eran los de siempre aunque un poco silenciados por el estruendo del aguacero: el zumbido del motor de la nevera, el carraspeo del calentador eléctrico, los chasquidos del reloj de pared del salón, el cuál no le servía de gran cosa pero ya estaba cuando alquiló  la casa…
            Se sentó en el sofá un poco aturdido para intentar averiguar qué era lo que podía hacer con lo que le estaba pasando, pero el pensamiento tampoco le funcionaba correctamente debido a su inusual manera de ver tanto con el ojo que miraba hacia adentro, como con el que seguía en su posición habitual y, por decirlo de alguna manera, normal. Se le ocurrió la posibilidad, en primer término, de visitar a su médico para que éste le explorase pero era domingo y tendría que ir a las urgencias del hospital si quería que el galeno de turno le atendiera después de no pocas horas de espera, con lo que esta opción, sin ser descartada, quedó a un lado por el momento. ¡Qué putamierda!… pensó mirando el reloj que le quedaba al frente en el que marcaban las nueve menos diez. Hasta ese instante no se había percatado de que era de plástico blanco y negro, o de algunos colores similares porque las continuas imágenes de su ojo vuelto le dificultaban distinguir con claridad los matices cromáticos. Cabía la posibilidad de avisar a los servicios de urgencia para que una unidad de sanitarios se trasladase a su vivienda con una ambulancia, pero tampoco sentía peligrar su vida ni parecía importarle demasiado que esto llegase a suceder. Tanto mejor… pensó… A ver si hubiera suerte y ya ha llegado mi día, mis últimos momentos. De esta manera decidió, sin hacerlo explícitamente, prescindir de los doctores.
            También estaba la opción, nada descabellada, de llamar a la puerta de algún vecino para, al menos, hablarle del suceso y que ello le sirviera como bálsamo para su nerviosismo. Sin embargo, no tenía gran relación con las personas de su edificio, más bien no tenía ninguna, amén de que era demasiado temprano para andar tocando timbres una mañana de domingo. De la misma forma, tampoco había amigos cercanos, ni lejanos, a quienes solicitar ayuda. Siquiera una pareja en cuyos brazos reposar. La última que pasó por su vida, años ha, fue echada de allí a puntapiés cuando se hartó de darle caricias con el más áspero papel de lija para que ella se cansase de él y terminara marchándose. Solo que Lola lo quería, lo amaba con toda su alma y soportó más de lo humanamente posible para estar a su lado hasta el día en que Octavio, literalmente, tiró sus cosas por la ventana mientras a la muchacha le salían las lágrimas por su corazón hecho pedazos. Tras esto, el resto de mujeres con las que tuvo contacto fueron meretrices en las que no buscaba más que sus cavidades corporales. Así fue mientras tuvo trabajo ya que ahora ni eso podía permitirse, de modo que se conformaba con masturbarse escuchando los gemidos de los vídeos pornográficos y las encendidas palabras que la pasión nos mueve a decir en pleno acto amatorio. Esto le excitaba más que las escenas en sí.
            Desde donde se encontraba sentado decidió rendir homenaje al sagrado día de descanso y no hacer nada, igual que venía haciendo con todas las cosas de su vida desde que se conoció, desde ese momento en que tomamos conciencia de nosotros mismos y logramos diferenciarnos de los demás, pero él parecía no conocerse demasiado, tal vez en absoluto. Dejó caer los párpados buscando aliviar la sensación de desequilibrio producida por la dualidad de las miradas que abarrotaban su cabeza y le sorprendió otra visión muy distinta de las anteriores, tan brillante como el flash de una cámara fotográfica y tan breve como un frame disonante dentro de una sucesión de imágenes porque, en esta ocasión, vio algo concreto y con un significado mucho mayor del que mostraba. Su corazón se le apareció ante su ojo vuelto trotando dentro del pecho, antes galopaba pero ahora había bajado un poco el ritmo de su carrera. Al poder codificar con un tanto de certeza, por fin, algo de lo que veía con su ojo izquierdo le sobrevino una tenue tranquilidad que hizo disminuir más aún la velocidad de los latidos. Pero poco tardaría en retomar la galopada.
            La brizna de calma trajo de la mano una profunda tristeza que cogía cuerpo en la visión de Octavio a la manera de diminutas chispitas instantáneas de luz que salpicaban la imagen de su corazón, como si alguien lo estuviese rociando con un pulverizador que en lugar de agua arroja pequeñas pavesas de las que no queman pero abrasan. Creyó comprender, sin necesidad de la navaja del filósofo, que aquello que su ojo vuelto veía no eran sino sus emociones, su vida emocional, lo cual fue el detonante que hizo regresar a la ansiedad tocando a rebato con su engañosa corneta de oro. Entonces el miedo empezó a hacer que su corazón diera vuelcos y temblara como un recién nacido al que su mamá no quiere coger en brazos para darle el calor de su regazo, colándose en la imagen como una distorsión zigzagueante que la dejaba medio descompuesta y deformada. Luego, el terror entró en escena y lo anterior se multiplicó por mil hasta que apareció el pánico ensombreciendo completamente todo lo demás salvo el sonido de los cascos de la víscera avanzando al galope sobre una incierta y terregosa pista de carreras.
            Octavio no quería ver aquello. No quería saber de sus emociones, de su vida emocional que empezaba a hacerle jadear impidiendo que el aire entrara en sus pulmones al tiempo que se empapaba en sudor. Se dejó caer de lado en el sofá sintiendo una acuciante asfixia y antes de que su cuerpo tocara el mullido asiento, antes siquiera de rozarlo, despertó sobresaltado dando un respingo en la cama como en esas ocasiones en las que soñamos con una caída al vacío y abrimos los ojos antes de llegar al suelo, solo que él ya hacía tiempo que había impactado contra el firme. Levantó los párpados buscando una luz que no encontró ni en los destellos del día que se colaban por los agujeritos que quedaban sin cerrar en la persiana del dormitorio. Estaba con el cuerpo totalmente mojado y respiraba con dificultad pero la ausencia del claro del alba le sirvió como anclaje a la realidad despierta. Sin estar completamente seguro, ni convencido al cien por cien, de que había tenido un sueño, una pesadilla, buscó el interruptor para encender la luz palpando la pared con su diestra hasta que sus dedos rozaron la pieza de plástico del pulsador y, con un suave clic, lo accionaron. Todo seguía estando negro, afuera y también adentro. La bombilla que colgaba sobre su cabeza no iluminó su mirada, ni la exterior ni tampoco la interior. Entonces, suspiró profundamente pasándose el antebrazo por la frente para frenar el descenso de las gotas de sudor que resbalaban por ella, se separó de pecho la harapienta camiseta de manga corta, chorreante, que le hacía las veces de pijama y se alegró infinitamente por haberse quedado ciego hacía ya un buen puñado de años y no poder ver el mundo que se abría a un lado de su piel, el lado de allá,  como también por aferrarse a la ceguera con la que se impedía ver ese otro que tenemos en el lado de acá.    
           
           

            

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