Recuerdo el patio interior de la
casa, tan amplio como aquélla, con plantas colgadas de las paredes y también
esparcidas en enormes macetas a ras de suelo. Para mi, todo el corral confluía
en la vetusta escalera de madera que soportaba sobre sí capas y capas de
pintura que, más que proteger el material, lo asfixiaban con su espeso abrazo
marrón. Escalinata de un solo tramo, en línea recta, que le daba una pendiente
muy pronunciada y servía de conexión con una pequeña terraza que había allá
arriba, con lo que nos estaba totalmente prohibido andar jugueteando por los
peldaños, ni tan siquiera por los de la parte más baja. Debajo de ésta, aprovechando
el hueco, había un armario de obra que
llegaba a la altura de la cintura de los adultos, cuya carencia de puertas era
subsanada con dos lindas cortinillas de estampado floral, de esas que sólo las
abuelas sabían colocar a la perfección. En mi fantasía más pueril, creía que
aquello era una cocina que hicieron poner allí, al aire libre, pero pasé parte de
mi infancia aguardando el encendido de unos fogones que jamás existieron sino
en mi cabeza.
Justo encima de este patio luminoso, detrás de los toldos de lona que
hacían las veces de parapeto a los fogonazos del mediodía, rodeándolo en casi
todo su perímetro había un decrépito y achacoso pisito, tan misterioso como
breve en extensión, que hacía las veces de corona laureada del recinto vivido
por mi como un pensil que, en las horas estivales de calma serena y oscuridad
clara, se revestía con el aroma del dondiego de noche. Desde entonces, creo que
se convirtió en una de mis fragancias florales preferidas, al igual que la del
jazmín.
Al hilo de las esencias cuyo perfume
queda atrapado en estas letras, acabo de recordar el olor que tenía la casa,
tan difícil de describir como un sentimiento. Desde mis evocaciones más
imberbes, rescato un matiz dulzón que reinaba en el ambiente de todas las
habitaciones: dormitorios, salón, cocina, baños… Como si éste fuese la primera
capa de pintura que se da a las paredes desnudas para sellar los poros del
material, siempre permanece por debajo del color principal aunque no nos
apercibamos de ello. Así era el olor de la casa que yo sentía como una suerte
de imprimación aromática que perduraba en el ambiente por debajo de los olores
accesorios y puntuales, siendo el fragante sello distintivo de la vivienda en
cuestión, tal y como lo es en todos los hogares, al igual que en las
madrigueras, o los nidos, que cada una posee un aroma característico encargado
de ser el norte de las crías. En la fantasía de mi recuerdo, me atrevería a
decir que me olía a cierto tipo de caramelos masticables.
Se me viene, ahora, a la retina una
imagen emborronada por el vaho del tiempo pasado y las lágrimas del presente.
Un recuerdo fijado a la manera de una fotografía que, pese a que luce con todo
su colorido, yo siento que se trata de un retrato en blanco y negro. Tal vez sea
que en mi interior los matices cromáticos andan algo deslavazados y faltos de
brillo últimamente, así como de contraste. La estampa es discreta y sencilla, a
la par que cálida y hogareña, simplemente la familia sentada en el salón frente
al televisor. Mi tía ocupando la mecedora presidencial,
con sus inertes piernas recubiertas por un armazón de hierros reposando sobre
una pequeña silla infantil, estructura metálica que daba a su caminar, lento y
pausado, un sabor de hojalata aderezado con el arrastrar de las gruesas suelas
de sus zapatos, y el chac chac de los
tacos de goma incrustados en el extremo final de las muletas. Siempre estaba
erguida por efecto del grueso corsé de plástico que se encargaba de mantener su
torso lo más recto posible, ya que su malograda columna no era capaz de tener
el tronco por sí misma. Ella me contaba, algunas veces, que siendo yo muy
pequeño me gustaba estar en sus brazos mientras le chupaba todo el cuello y
parte de la cara. Nunca llegué a tomar conciencia sobre ello, no lo recuerdo,
pero sí tengo incrustado en el lugar donde guardamos los aromas el olor de
limón, aceite de oliva y cebolla que me acunaba entre sus brazos en las tardes
de verano.
En la imagen también aparece mi
abuela, con su pelo blanco y los ojillos vivos de mirada tierna para con sus
nietos. La espalda un tanto encorvada le daba el aire que la edad confiere a
quienes se atreven a surcar sus mares de terciopelo, con su caminar de pasos
firmes y cadentes y ese balanceo tan peculiar de los brazos que llamaba
poderosamente mi atención, tanto como el seco martilleo que marcaba con las
caderas en su marcha. Su hermana también está reposando en el sofá en la
fotografía de mi sesera, con la piel morena muy arrugada en su rostro, y el
pelo castañamente ensortijado. Ambas tejiendo, cosiendo, haciendo punto o
ganchillo… siempre trabajando sin descanso. Las dos olían como el salón, igual
que los dormitorios y el patio, como toda la casa que tenían impregnada por su
fragancia de tiempo y espera.
Mención especial requiere mi abuelito, a quien no llegué a conocer.
No obstante, pasé muchos años de niñez viéndolo ir y venir por el pasillo de la
casa donde me crié, enfundado en su traje y con un sombrero tipo borsalino
sobre la cabeza. No me asustaba entonces cuando me encontraba jugando y él se
acercaba hasta mi para acariciarme la cabeza, como tampoco siento ningún temor
ahora cuando, de vez en cuando, creo verlo y sentirlo pasenado por la casa en
la que actualmente resido.
También está, en mi composición
mental, el tete, el más bueno de
todos los tíos, pese a que a los sobrinos no nos unía ningún vínculo sanguíneo
con él. Siempre amigable y agradable, a
la vez que muy cercano. En los años pasados no alcancé a comprender qué hacía
siempre en la casa, desde que la puerta de madera se abría por la mañana hasta
que ésta se cerraba a última hora de la noche dejando a las tres mujeres en el
interior. Luego, con el pasar del tiempo y eso que llaman madurez,
comprendí que nunca se llegaba a marchar
del todo del hogar, ni tan siquiera cuando se iba por la noche en busca de su
casa. Siempre había algo de él allí, en los sueños de la más menuda de las
damas, algo que ahora puedo decir que era amor.
Marcos
Lloret García
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