miércoles, 20 de marzo de 2013

Era amor


                               

            Recuerdo el patio interior de la casa, tan amplio como aquélla, con plantas colgadas de las paredes y también esparcidas en enormes macetas a ras de suelo. Para mi, todo el corral confluía en la vetusta escalera de madera que soportaba sobre sí capas y capas de pintura que, más que proteger el material, lo asfixiaban con su espeso abrazo marrón. Escalinata de un solo tramo, en línea recta, que le daba una pendiente muy pronunciada y servía de conexión con una pequeña terraza que había allá arriba, con lo que nos estaba totalmente prohibido andar jugueteando por los peldaños, ni tan siquiera por los de la parte más baja. Debajo de ésta, aprovechando el hueco, había un  armario de obra que llegaba a la altura de la cintura de los adultos, cuya carencia de puertas era subsanada con dos lindas cortinillas de estampado floral, de esas que sólo las abuelas sabían colocar a la perfección. En mi fantasía más pueril, creía que aquello era una cocina que hicieron poner allí, al aire libre, pero pasé parte de mi infancia aguardando el encendido de unos fogones que jamás existieron sino en mi cabeza.
            Justo encima de este patio  luminoso, detrás de los toldos de lona que hacían las veces de parapeto a los fogonazos del mediodía, rodeándolo en casi todo su perímetro había un decrépito y achacoso pisito, tan misterioso como breve en extensión, que hacía las veces de corona laureada del recinto vivido por mi como un pensil que, en las horas estivales de calma serena y oscuridad clara, se revestía con el aroma del dondiego de noche. Desde entonces, creo que se convirtió en una de mis fragancias florales preferidas, al igual que la del jazmín.
            Al hilo de las esencias cuyo perfume queda atrapado en estas letras, acabo de recordar el olor que tenía la casa, tan difícil de describir como un sentimiento. Desde mis evocaciones más imberbes, rescato un matiz dulzón que reinaba en el ambiente de todas las habitaciones: dormitorios, salón, cocina, baños… Como si éste fuese la primera capa de pintura que se da a las paredes desnudas para sellar los poros del material, siempre permanece por debajo del color principal aunque no nos apercibamos de ello. Así era el olor de la casa que yo sentía como una suerte de imprimación aromática que perduraba en el ambiente por debajo de los olores accesorios y puntuales, siendo el fragante sello distintivo de la vivienda en cuestión, tal y como lo es en todos los hogares, al igual que en las madrigueras, o los nidos, que cada una posee un aroma característico encargado de ser el norte de las crías. En la fantasía de mi recuerdo, me atrevería a decir que me olía a cierto tipo de caramelos masticables.
            Se me viene, ahora, a la retina una imagen emborronada por el vaho del tiempo pasado y las lágrimas del presente. Un recuerdo fijado a la manera de una fotografía que, pese a que luce con todo su colorido, yo siento que se trata de un retrato en blanco y negro. Tal vez sea que en mi interior los matices cromáticos andan algo deslavazados y faltos de brillo últimamente, así como de contraste. La estampa es discreta y sencilla, a la par que cálida y hogareña, simplemente la familia sentada en el salón frente al televisor. Mi tía ocupando la mecedora presidencial, con sus inertes piernas recubiertas por un armazón de hierros reposando sobre una pequeña silla infantil, estructura metálica que daba a su caminar, lento y pausado, un sabor de hojalata aderezado con el arrastrar de las gruesas suelas de sus zapatos, y el chac chac de los tacos de goma incrustados en el extremo final de las muletas. Siempre estaba erguida por efecto del grueso corsé de plástico que se encargaba de mantener su torso lo más recto posible, ya que su malograda columna no era capaz de tener el tronco por sí misma. Ella me contaba, algunas veces, que siendo yo muy pequeño me gustaba estar en sus brazos mientras le chupaba todo el cuello y parte de la cara. Nunca llegué a tomar conciencia sobre ello, no lo recuerdo, pero sí tengo incrustado en el lugar donde guardamos los aromas el olor de limón, aceite de oliva y cebolla que me acunaba entre sus brazos en las tardes de verano.
            En la imagen también aparece mi abuela, con su pelo blanco y los ojillos vivos de mirada tierna para con sus nietos. La espalda un tanto encorvada le daba el aire que la edad confiere a quienes se atreven a surcar sus mares de terciopelo, con su caminar de pasos firmes y cadentes y ese balanceo tan peculiar de los brazos que llamaba poderosamente mi atención, tanto como el seco martilleo que marcaba con las caderas en su marcha. Su hermana también está reposando en el sofá en la fotografía de mi sesera, con la piel morena muy arrugada en su rostro, y el pelo castañamente ensortijado. Ambas tejiendo, cosiendo, haciendo punto o ganchillo… siempre trabajando sin descanso. Las dos olían como el salón, igual que los dormitorios y el patio, como toda la casa que tenían impregnada por su fragancia de tiempo y espera.
            Mención especial requiere mi abuelito, a quien no llegué a conocer. No obstante, pasé muchos años de niñez viéndolo ir y venir por el pasillo de la casa donde me crié, enfundado en su traje y con un sombrero tipo borsalino sobre la cabeza. No me asustaba entonces cuando me encontraba jugando y él se acercaba hasta mi para acariciarme la cabeza, como tampoco siento ningún temor ahora cuando, de vez en cuando, creo verlo y sentirlo pasenado por la casa en la que actualmente resido.
            También está, en mi composición mental, el tete, el más bueno de todos los tíos, pese a que a los sobrinos no nos unía ningún vínculo sanguíneo con él.  Siempre amigable y agradable, a la vez que muy cercano. En los años pasados no alcancé a comprender qué hacía siempre en la casa, desde que la puerta de madera se abría por la mañana hasta que ésta se cerraba a última hora de la noche dejando a las tres mujeres en el interior. Luego, con el pasar del tiempo y eso que llaman madurez, comprendí  que nunca se llegaba a marchar del todo del hogar, ni tan siquiera cuando se iba por la noche en busca de su casa. Siempre había algo de él allí, en los sueños de la más menuda de las damas, algo que ahora puedo decir que era amor.


                                                          
                                                                                  Marcos Lloret García

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