lunes, 18 de marzo de 2013

Amor Paseado


                      
            Marta fue la primera chica a la que Tino besó, y aquél primer contacto de sus labios de hombre con unos labios de mujer le reportó un sabor que desconocía hasta el momento. Sabor de beso, sabor de boca ajena almibarada con el salitre que flota en el ambiente en las madrugadas de playa y luna, de deseo y pasión. El beso que a Tino le supo a pétalo de flor, a raíz de jengibre y a semilla de cardamomo, sabores aposentados sobre una fina y transparente lámina de miedo.
¿A qué sabe el miedo cuando se saborea en otra boca? Él aún no era capaz de distinguirlo, de percibir su matiz retestinado, porque todo era nuevo en su paladar, en su nariz, en su corazón, así como en su tacto. Otro cuerpo, otra piel, incierta experiencia difuminada por ese sabor que tan bien conocía en sí, y tanto le costaba reconocer en la otra persona. No lo distinguió en la oscura madrugada, no logró clasificarlo empleando su milimétrica razón mas, el sabor del miedo, sí llegó hasta el lugar que le es propio dejando de lado el intelecto y bajando hasta sus tripas, donde se le quedó agarrado esperando lo que estaba por venir.
Tras este primer contacto de labios, y los que le siguieron en ese encuentro inicial, algo cambió sin que Tino supiera muy bien por qué. Tal vez no hubo cambio alguno sino que todo marchaba como Marta pretendía, pero él sí notó que, las siguientes veces que se vieron, ella no se mostraba igual que en la primera cita donde parecía que las almas se habían tratado de tú a tú.
La muchacha siempre iba un paso, quizá dos, tres, cuatro, o varios metros, y varias relaciones, por delante del chico quien, durante las pocas semanas que estuvieron viéndose, se dedicaba a seguirla y perseguirla por las calles de una ciudad que no llevaban a ninguna parte. A veces, en momentos puntuales, lograba alcanzarla y dar unas cuantas zancadas a su vera, pero ella siempre se escurría hacia adelante zafándose de todo hombre que pretendiera ponerse a su lado. Así comenzaron los eternos paseos por los barrios y avenidas que Tino iba viendo, cada vez, más solitarios y yermos a medida que pasaban repetidamente por los mismos escenarios malditos. Amor paseado por parques, bulevares y plazas, trazando una absurda ruta en espiral que acabaría llevando a la pareja hasta el centro de la diana, que Marta tenía encañonada con su arma aguardando el momento justo para dar el tiro de gracia.
El instante preciso de plomo y  fuego llegó cuando Tino, queriéndola como nunca antes había querido a ninguna otra mujer, porque no había habido ninguna más, le susurró al oído lo que sentía por ella sin imaginarse que la respuesta que iba a recibir sería un tiro de postas en todo el pecho, a bocajarro. La sangre del muchacho los impregnó a los dos, y las pocas personas que pasaban cerca en ese momento también se vieron salpicadas por diminutas gotas del denso líquido rojizo. Pero el sonido de la pólvora explosionando a duras penas se escuchó más allá del corazón de Tino, quien tuvo la inmensa fortuna de no fallecer en el acto sino que, todavía, consiguió reunir fuerzas para seguir siguiendo a su amor paseante por las calles de la ciudad, dejando un reguero de vida color cereza madura en cada uno de sus pasos, en los escasos besos que le ayudaron a naufragar junto con su amor.
La muerte le sobrevino poco después, una tarde, en mitad de las últimas horas vespertinas que gustan de juguetear con las primeras de la noche, quedando ambas dos emborronadas y confusas. Sintió que sus últimas gotas de sangre se le derramaban del  cuerpo herido mientras Marta lo miraba desde la ventanilla del autobús y se despedía de él agitando la mano. A Tino le resultó extraño porque en la postrera mirada que lanzó tratando de atravesar en la distancia el cristal del vehículo, observó un brillo en los ojos de la chica, y una sonrisilla en su gesto, que parecía ser el retrato de la felicidad. Le dijo adiós con los labios antes de que una parte de sí cayera al suelo, y continuó caminando dejando a sus espaldas un pedazo muerto de su vida.



                                                                             Marcos Lloret García

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