Marta fue la primera chica a la que Tino besó, y aquél primer contacto de
sus labios de hombre con unos labios de mujer le reportó un sabor que
desconocía hasta el momento. Sabor de beso, sabor de boca ajena almibarada con
el salitre que flota en el ambiente en las madrugadas de playa y luna, de deseo
y pasión. El beso que a Tino le supo a pétalo de flor, a raíz de jengibre y a
semilla de cardamomo, sabores aposentados sobre una fina y transparente lámina
de miedo.
¿A qué sabe el miedo cuando se saborea en otra boca? Él aún no era capaz
de distinguirlo, de percibir su matiz retestinado, porque todo era nuevo en su
paladar, en su nariz, en su corazón, así como en su tacto. Otro cuerpo, otra
piel, incierta experiencia difuminada por ese sabor que tan bien conocía en sí,
y tanto le costaba reconocer en la otra persona. No lo distinguió en la oscura
madrugada, no logró clasificarlo empleando su milimétrica razón mas, el sabor
del miedo, sí llegó hasta el lugar que le es propio dejando de lado el intelecto
y bajando hasta sus tripas, donde se le quedó agarrado esperando lo que estaba
por venir.
Tras este primer contacto de labios, y los que le siguieron en ese
encuentro inicial, algo cambió sin que Tino supiera muy bien por qué. Tal vez
no hubo cambio alguno sino que todo marchaba como Marta pretendía, pero él sí
notó que, las siguientes veces que se vieron, ella no se mostraba igual que en
la primera cita donde parecía que las almas se habían tratado de tú a tú.
La muchacha siempre iba un paso, quizá dos, tres, cuatro, o varios
metros, y varias relaciones, por delante del chico quien, durante las pocas
semanas que estuvieron viéndose, se dedicaba a seguirla y perseguirla por las
calles de una ciudad que no llevaban a ninguna parte. A veces, en momentos
puntuales, lograba alcanzarla y dar unas cuantas zancadas a su vera, pero ella
siempre se escurría hacia adelante zafándose de todo hombre que pretendiera
ponerse a su lado. Así comenzaron los eternos paseos por los barrios y avenidas
que Tino iba viendo, cada vez, más solitarios y yermos a medida que pasaban
repetidamente por los mismos escenarios malditos. Amor paseado por parques,
bulevares y plazas, trazando una absurda ruta en espiral que acabaría llevando
a la pareja hasta el centro de la
diana, que Marta tenía encañonada con su arma aguardando el momento justo para
dar el tiro de gracia.
El instante preciso de plomo y
fuego llegó cuando Tino, queriéndola como nunca antes había querido a
ninguna otra mujer, porque no había habido ninguna más, le susurró al oído lo
que sentía por ella sin imaginarse que la respuesta que iba a recibir sería un
tiro de postas en todo el pecho, a bocajarro. La sangre del muchacho los
impregnó a los dos, y las pocas personas que pasaban cerca en ese momento
también se vieron salpicadas por diminutas gotas del denso líquido rojizo. Pero
el sonido de la pólvora explosionando a duras penas se escuchó más allá del
corazón de Tino, quien tuvo la inmensa fortuna de no fallecer en el acto sino
que, todavía, consiguió reunir fuerzas para seguir siguiendo a su amor paseante
por las calles de la ciudad, dejando un reguero de vida color cereza madura en
cada uno de sus pasos, en los escasos besos que le ayudaron a naufragar junto
con su amor.
La muerte le sobrevino poco después, una tarde, en mitad de las últimas
horas vespertinas que gustan de juguetear con las primeras de la noche,
quedando ambas dos emborronadas y confusas. Sintió que sus últimas gotas de
sangre se le derramaban del cuerpo herido
mientras Marta lo miraba desde la ventanilla del autobús y se despedía de él
agitando la mano. A Tino le resultó extraño porque en la postrera mirada que
lanzó tratando de atravesar en la distancia el cristal del vehículo, observó un
brillo en los ojos de la chica, y una sonrisilla en su gesto, que parecía ser
el retrato de la felicidad. Le dijo adiós con los labios antes de que una parte
de sí cayera al suelo, y continuó caminando dejando a sus espaldas un pedazo
muerto de su vida.
Marcos
Lloret García
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