No sé muy bien qué sucedió aquel
mediodía, mejor sería decir que no sé cómo sucedió. Ella yacía tumbada sobre la
cama, ténuemente iluminada con las esquirlas del sol que se colaban por entre
los huecos de la persiana a medio bajar. Yo, de pie al frente de la cama, sólo
la miraba, sólo la escuchaba. Su pelo corto y alborotado, su cuerpo delgado, pálido,
sus ojos entreabiertos mirando los míos que querían apropiársela a través de la
mirada para que nadie, jamás, osara profanar aquella alma que estaba haciendo
vibrar la mía propia.
Nadie nos vió. Nadie logró alcanzar
a escuchar sus roncos jadeos y su respiración entrecortada, que impregnaba el
aire de un murmullo mojado pegado al sudor de su cuerpo y a las lágrimas que
derramaron mis ojos en el instante final.
Esta fue la primera vez que vi morir
a alguien, a mi abuela Quica.
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