Un
hombre salió a la calle una mañana temprano a dar su paseo diario, tanto que el
sol aún continuaba bostezando por entre los tejados de la ciudad. Ya en la
acera de su portal, comenzó a caminar calle abajo, como cada mañana, pero esta
no era igual que las otras.
Las
campanas de la iglesia empezaron a sonar estrepitosamente, como si el pueblo entero
estuviese siendo pasto de unas llamas que todo lo arrasan, mas no se olía a
humo en el ambiente sino a algo distinto. Se comenzaba a olfatear el lejano
clamor de una multitud que se acercaba hasta el hombre desde el extremo opuesto
de la calle por la que caminaba.
Pasaron
junto a él unas avanzadillas de la masa que cada vez veía más cercana, las
cuales servían a modo de informadores itinerantes sobre las reivindicaciones y
protestas que conformaban aquel maremágnum. Al tiempo que iban haciendo las
veces de captadores de adeptos para la causa justa que tenían entre manos.
Dos
de ellos hablaron con nuestro hombre para informarle al respecto, incluso
trataron de darle una banderola que él rechazo ante la mala mirada de sus
interlocutores. Dio media vuelta y se marchó hacia su casa antes de que el
enjambre llegara hasta él. Cerró la
puerta tras de sí y se dio cuenta de que tenía en la boca del estómago un
regusto muy sutil, como de náusea escurridiza cosa que, por unos segundos, lo
dejó un poco traspuesto.
Mañana
daré mi paseo… pensó ya recuperado de esa leve molestia que instantes atrás
hizo tambalearse algo en sus adentros, al tiempo que en la calle se escuchaba
el jaleo y la algarabía típica debidos a lo que estaba ocurriendo. El hombre,
cerró la ventana de su salón y se sentó a reposar sumido en un mar de gritos,
pitos e improperios.
A
la mañana siguiente, salió de su casa dispuesto a dar su paseo. Comenzó a
caminar calle abajo alentado por los primeros rayos del sol que hoy se
encontraba más despierto que la mañana anterior. Al poco, se comenzaron a
escuchar sonidos de sirenas, de muchas sirenas que parecían provenir del
extremo final de la calle, que hoy se veía turbio y con aspecto fantasmagórico
debido a una densa humareda que se divisaba en la lejanía.
Varias
personas pasaron corriendo en sentido contrario al que nuestro hombre llevaba,
y al verlo le advirtieron de lo que estaba sucediendo un poco más adelante.
Parecía que se habían desatado unos violentos altercados originados por una
multitud que la había emprendido a pedradas contra todo lo que encontraban a su
paso. E incluso iban animando a las
gentes que miraban, asustadas, desde balcones y ventanas que se unieran a ellos
y a su justa causa.
Esta
vez el hombre sintió miedo y rápidamente decidió regresar a su casa por lo que
pudiera suceder. De modo que dio media vuelta y comenzó su retirada mientras en
la lejanía comenzaban a escucharse unos estruendos que parecían ser disparos.
Llegó a su casa y cerró la puerta tras de sí con todos los cerrojos que tenía,
además cerró las ventanas del salón y bajó las persianas porque las sirenas y
el estruendo se iban escuchando con mayor nitidez a cada segundo que pasaba con
lo que, a buen seguro, el altercado terminaría por diseminarse por todo el
barrio.
Y
así fue. A la mañana siguiente, el hombre se encontraba harto de que no le
dejaran hacer algo tan simple como dar su paseo. Salió de su casa y comprobó
que la calle estaba convertida en un gran vertedero donde se entremezclaban
piedras, trozos de madera, botellas rotas, ruedas de coche a medio quemar, humeantes
contenedores volcados… lo más parecido a un campo de batalla al finalizar ésta.
Mas esta vez no se amilanó, bien al contrario sus ánimos se encontraban
crecidos de modo que continuó caminando calle abajo.
Al
poco una mujer se unió a su caminar, a su ritmo, a su dirección. No hizo falta
más que una mirada entre ellos para comprender que caminaban hacia el mismo
lugar. Y un tercero se les unió un par de esquinas más adelante con quien
también se entendieron con una simple mirada. Y un cuarto, y un quinto, y un
sexto….
Sin
necesidad de palabras ni grandes algaradas, aquel grupillo creció hasta
convertirse en legión a lo largo de la calle cuyo extremo final, aún nebuloso,
ya se veía más cercano cada vez. Sin un solo vocablo, aquella tropa tenía claro
su objetivo y, además, estaban convencidos de que lo iban a conseguir porque no
había ninguna otra posibilidad.
Juntos,
llegaron al extremo de la calle y la dejaron atrás adentrándose en aquello que
estaba más allá de la violencia y el gentío, más allá de los seguidores y los
seguidos, más allá de la batalla y el altercado… Simplemente, sabiéndose y
sintiéndose todos iguales y conectados por eso tan leve que nos hace ser
personas, cruzaron el final de la calle.
Marcos Lloret García
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