miércoles, 17 de abril de 2013

Palabras sin palabras



         El mundo dejó de girar en aquel instante de tiempo detenido. Respiración pausada, pulso ralentizado… Aletargamiento en mitad del darse cuenta más potente de toda su existencia. Aunque no resultó ser algo espectacularmente nuevo para ella sino, más bien, una de esas suposiciones o intuiciones que, de tanto llevar sobre los hombros, terminan por dar el salto hacia la realidad convirtiéndose en un aspecto más de la existencia, una de esas sutilezas que nos distingue del resto de los humanos dándonos el matiz especial que todos poseemos, tan siquiera, por el mero hecho de atrevernos a estar vivos.
            No hubo más sol en esa tarde de certeza que un fogonazo emergiendo de la cabeza de la mujer, el cual dejó su sombra chisporroteante reflejada en los ojos de mirada tierna y distante durante un espacio de tiempo considerable. Tal vez, quedara preso en las retinas de por vida con ese aire de superioridad moral que poseen los reflejos importantes, esos que terminarán por tirarnos al suelo convertidos en pellas de barro resecas y resquebrajadas a punto de hacerse arenilla. Ella aún no lo sabía, no podría decir lo propio respecto de su sentir, pero acababa de comenzar a deshacerse en minúsculas partículas de agostado limo que caían hasta el firme para entremezclarse con la tierra del parque donde se encontraba.
            El viento, como cada jornada, despertó de la siesta a los somnolientos que buscan en los minutos de sueño un resquicio de paz, y se ocupó de hacer el resto. Con sus ires y venires, además de sus pesares, fue el encargado de ir diseminando el ligero polvillo que se desprendía de la mujer por todos los lugares del jardín, incluso más allá de los límites que los enrejados y vallas pretenden poner, inútilmente, a estos parterres urbanitas que hacen las veces, salvando las distancias, de los cuerpos celestes orientando a los marineros cuando navegan por alta mar. Igualmente, podemos ir guiándonos por estos pedazos de tierra esparcidos en la ciudad para no naufragar a través  del desierto de asfalto y hormigón. Llevó algunos fragmentos de ella hasta las esplendorosas adelfas que estaban situadas a ambos lados del banquito en el que se encontraba sentada, y que le hacían las veces de salvaguardia. Un poco más allá, hacia el sitio de los jazmines, también fueron llegando partículas de su cuerpo, algunas de las cuales se quedaron enredadas por entre las blancas florecillas confiriendo un tono indescriptible a la propia fragancia del arbusto, dejando el ambiente almibarado con un dulce aroma de madre. También condujo la brisa un puñado de su cuerpo hasta las altas copas de los diversos árboles que habitaban el lugar: chopos, ficus, pinos, tipuanas… Siendo todos, en esos momentos, el techo del mundo, más arriba del cual era imposible llegar sin desafiar al mismísimo Dios de la creación, mirarlo a los ojos y decirle: Somos iguales. Los rosales recibieron, a continuación, la fina lluvia de albero que, lejos de volverlos marchitos y terregosos, los enlució con sus caricias dejando las flores envueltas en su propia hermosura colorida y fugaz.  Luego, siguió más allá aún, hacia la zona de juegos infantiles donde tres pequeños fingían disfrutar de sus entretenimientos bajo las miradas de sus padres. Y también llegó hasta el pequeño kiosco y las escasas mesas que éste tenía a su alrededor.
            En lo que dura una ráfaga de aire, el céfiro se encargó de desperdigar las limaduras de Nuria, así se llamaba tal y como pude escuchar al ser alcanzado por éste y empaparme de él, de su cálido abrazo y su pasar suave. El nombre resonó sutilmente acunado por el aura en mi oreja derecha, o quizá lo ví con uno de mis ojos, cosa que no importa demasiado. Al atravesarme el hálito caldeado, simplemente se hizo presente  en algún lugar situado a mitad de camino entre ambos, como esos ruidos que escuchamos, a deshoras, en alguna parte de la casa y que no son sino espejismos de sí mismos. Así fue conocer su nombre para mi, mero chasquido, efímera ilusión. La brisa cálida, decía, pasó por mi lado envolviéndome, incluso puedo decir que penetró en mi interior a la manera de esas cosas que suceden sin advertirnos de ellas, sólo acontecen y nada más sin necesidad de nuestra maldita conciencia, ni siquiera nos requieren a nosotros mismos para ser. Bien al contrario, somos nosotros los que precisamos de ellas para existir.
            Cuando todo el parque estuvo impregnado por la vida polvorienta que desprendía la mujer, entonces empezó verdaderamente la historia porque todas las partículas que habían quedado suspendidas en el aire se pusieron a hablar para contar lo que ella tenía que decir a todo aquel que quisiera escucharla. Pero la manera en que hacían esto, las motitas y su modo de comunicarse, no era mediante la voz, ni la palabra, de la que estamos, más que acostumbrados, hartos y desencantados puesto que la mayoría de las veces se nos queda muy corta cuando lo que hay que decir no cabe dentro de ella. Algo similar le sucedía a Nuria porque había llegado a un punto de su andadura en que le parecía que ella misma no cogía dentro de sí. Además, ninguna palabra le permitía expresar concretamente aquello que venía experimentando en sus adentros, con lo que se sentía aprisionada y aislada. Poco más o menos, esto era lo que iban mascullando sus esquirlas, sus raeduras.
            La comunicación que fue entablando con los escasos devotos que pululábamos por el parque a esas horas de la tarde, en concreto con quienes la escuchábamos, al menos conmigo, no fue oral, como ya se indicó, tampoco racional, ni lógica, ni estrictamente calzada dentro de unos parámetros establecidos, en sazón, por alguien para evitar que este tipo de situaciones llegaran a darse. Pero éste no pensó que, por desgracia para él y para todos nosotros, a la palabra no se le pueden poner límites y el intento de encerrarla en la jaula del lenguaje hizo que buscara sus artimañas para escapar de ella misma huyendo, al tiempo, de sus captores y verdugos. Así, la señora, que en aquellos momentos andaba revoloteando por todo el cercado, empezó a contarse en mitad de las horas muertas de los dioses.
            Resultó ser bastante más que bello, de entrada, percibir a aquella mujer en las zonas del cuerpo que quedaban fuera del amparo de la ropa que nos sirve a modo de caparazón. La cara, los antebrazos, las manos… se me fueron poblando de infinitésimas caricias de talco y porcelana, suaves y frías como el roce de un cuerpo esquivo que no quiere actuar de otra manera. Era como estar sintiendo una gran oleada de diminutas gotas de fina lluvia que dejaban sobre la piel una marca, en lugar de húmeda, de polvareda humeante. Caricias escondidas por detrás del rumor de tempestades movido por el viento en esa tarde de joven primavera. Creo que nadie más que yo fue consciente de la hermosura del momento porque, al parecer, la pareja de adolescentes situados en el banco que quedaba parapetado por los setos se encontraban ensimismados en sus juegos de ceguera, aquellos en los que uno tiene que reconocer el cuerpo del otro empleando solamente las manos. Por otro lado, los infantes que aparentaban ser felices en el sector de los columpios no podían dejar de atender su farsa ya que, de lo contrario, serían descubiertos por sus padres en la mayor de las desventuras, con todo lo que eso lleva parejo. A tenor de esto, los progenitores estaban entregados al ciento por ciento en las labores de vigilancia y rastreo de la infelicidad de sus retoños para, en un instante de flaqueza de éstos, capturarlos con las manos en la masa y el llanto en el pecho. En el otro extremo del parque, donde el kiosco, ya no quedaba nadie.
            Después de esto, el almíbar que revestía la situación se fue tornando retamoso a medida que las partículas danzarinas iban contando, cada una de ellas, lo que tenía que contar, cosas no demasiado gratas. Quizá por este motivo ninguno de los allí presentes parecía querer escucharlas. Tal vez les repeliera conocer la historia de Nuria, saber de su llanto eternamente ocultado a los ojos de todas las personas que fueron pasando por su vida, incluidos los suyos aunque no estaba nada convencida de haber estado alguna vez, tan siquiera de pasada, en su propia existencia. A lo mejor, resultó que no pudieron soportar oír las lágrimas calladas que resuenan en el recuerdo como una legión de púas incrustándose en la piel del alma. Puede que intuyeran, por mera empatía, sus propias laceraciones y resolvieron marcharse apresuradamente antes de comenzar a dolerse y a fracturarse por dentro, cosa que espanta salvo a los que ya nos dolemos y andamos un tanto cuarteados, si no bien agrietados, como los niños que fueron tomados por sus padres y llevados a la angostura del hogar, o como yo mismo que decidí permanecer escuchando las palabras en el aire sin necesidad de mis oidos porque, en realidad, no había voz, ni verbo.
            Nadie quiso conocer la tormentosa vida de aquella mujer, sus sueños perdidos, las ilusiones rotas, el inmenso número de corazones partidos que se afanaba por continuar bombeando dentro de su pecho. La mudez a la que se exilió forzosamente cuando descubrió que nada de sí podía decir con la resbaladiza e incierta palabra, tan carente de sentido como esta vida en la que algún genio maléfico bendijo su infortunio,  al que ella se aferró convirtiéndolo en rey de reyes. Ningún cuerpo quiso percibir nada de esto, ningúna cabeza ansió conocerlo y ningún corazón deseó sentir las palabras sin palabras de la dama.
            Por mi parte, me resultó un tanto complicado permanecer paseando por allí porque, pese a considerar que ya tengo mis cartas, mal que bien, jugadas, aún conservo la inútil esperanza de poder sacar un as de la manga para proclamarme vencedor y sentir, eso que llaman, las mieles del éxito, puesto que el acre fracaso lo conozco casi tan bien como esta mujer de la que ya no queda más que recuerdo empolvado sobre el asiento de madera. Al pasar por delante del banquito, me quité ligeramente el sombrero tipo pescador con el que cubro mi cabeza, en señal de saludo y respeto. Aspiré por última vez el aroma que perfumaba el ambiente y continué caminando a dos pasos por detrás de mí.



                                                                                   Marcos Lloret García

  

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