Todavía no ha ascendido el sol por
el horizonte, pero ya empiezan a esclarecerse las sombras que la noche deja
prendidas de los sueños bajo el amparo de la luna. Tumbado en la cama, escucho
la respiración tranquila de mi esposa con la cadencia característica que el
dormir confiere a la inhalación y exhalación del aire que nos alimenta durante
la noche, y vuelve nuevamente a mi cabeza la idea de que es casi un milagro que
despertemos cada mañana tras permanecer con la conciencia perdida en algún lugar, no se sabe muy bien dónde, durante unas
cuantas horas. Tal vez no me agrada demasiado que mi conciencia ronde por los
páramos oníricos, por ello procuro dormir el tiempo que considero estrictamente
necesario para mí sin atender demasiado a las recomendaciones de aquellos que
saben, los hombres de ciencia. Por otro lado, tampoco consigo estar más allá de
cinco o seis horas, como mucho, con los párpados entrelazados.
Estoy despierto pero aún no me
levanto, aunque sé que me quedan pocos minutos de estar yaciendo en el lecho
apostado bajo las mantas, en mi lado de la cama escasas y finas debido a que
suelo pasar bastante calor durante el descanso nocturno, tanto es así que en
muchas ocasiones amanezco con la camiseta de manga corta, que hace las veces de
pijama sobre mi cuerpo, empapada de sudor. Esto hace que mi mujer tenga que
ponerse encima mantas supletorias,
como gustamos llamarlas, para no congelarse durante el periodo de oscuridad de
cada día. Me queda muy poco para comenzar la jornada porque empiezo a escuchar
a mi perra lamerse el hocico y estirar su cuerpo, con ese sonido tan
característico que produce el paso del aire por su garganta cuando se despereza.
Y tengo la certeza de que, en breve, me hará levantar.
Al poco, la siento llegar a mi lado
tras abrirse paso trepando por encima del cuerpo que aún reposa plácidamente
junto al mío. Es silenciosa y sutil, tanto que apenas sin darme cuenta ya me ha
bajado del colchón y me indica el camino que tengo que ir siguiendo por el
dormitorio para salir de él sin tropezar con nada, y sin hacer demasiado ruido.
Una vez fuera, ella cierra la puerta tras de sí y se mete en el baño, cerrando
también la puerta de éste. Yo, quedo en el pasillo aguardando su salida que no
se suele demorar más de lo necesario. Espero pacientemente conteniendo mis
esfínteres.
Tras el lapso de tiempo mencionado
aparece por la puerta moviendo la cola con su caminar danzante. Sin perder
tiempo, me enfunda el arnés alrededor de mi cuerpo, ahora ya no me pone encima
el traje de lana que me protege del frío del invierno, y salimos de la casa
para bajar a la calle. A veces, tengo urgencia fisiológica y voy correteando
por el escaso descansillo que nos separa del ascensor, al cual entro
apresuradamente tan pronto como se empieza a abrir la puerta metálica. Una vez
dentro no paro quieto, sino que andurreo circularmente por el suelo engomado,
siempre sujeto por la correa, hasta que llegamos a la planta baja y la puerta
se abre nuevamente invitándonos a abandonar el angosto habitáculo del
artilugio. Yo suelo salir primero y tiro con mi cuerpo del arnés en dirección
hacia el portón de la calle, tratando de hacer que mi perra se apresure y
acelere su paso.
Una vez afuera, primero elijo la
dirección que quiero tomar en el primer paseo del día y mi can permite que sea
yo quien dirija la marcha, aunque siempre le pido el beneplácito con la mirada.
Gusto de entretenerme olfateando esto y aquello, los pequeños arbolitos de la
acera, el bordillo, la esquina del edificio, hojas y papeles desperdigados por
el suelo… Con lo que me termino despistando de mi propósito evacuador, a lo que
mi perra tiene que ir centrándome a cada poco con leves tirones de la correa
que me recuerdan que he de hacer mis
cosas. Ella sabe que me da cierta vergüenza hacer mis necesidades en la
calle pero… no hay más remedio de modo que, sin grandes demoras, comienzo a
olfatear ávidamente el firme al tiempo que acelero mi paso y camino en línea
recta, cada vez más rápido hasta que, al final, encuentro el lugar preciso para
efectuar mi deposición, que suele ser detrás de algún vehículo, o parapetado
por el contenedor de basura, con el fin de que me observen las menos personas
posibles. Siempre miro a los ojos a mi animal cuando he terminado para
recordarle que no me gusta hacerlo en la calle, cosa que ella sabe y que yo sé
que sabe, como puedo ver reflejado en su mirada.
Hecho esto, retomo el camino de
vuelta al hogar y voy miccionando en el trayecto para terminar de aliviarme. No
me gusta dar paseos largos, como bien conoce mi tuso, y le agradezco mucho que
no me insista en seguir caminando más allá de donde quiero llegar. De igual
manera, tampoco me gusta alejarme demasiado de mi casa, cosa que ella también
respeta. No soy un gran trotamundos. En ocasiones, sobre todo en la salida de
la tarde-noche, me encuentro con alguno de mis amigos, de los pocos que puedo considerar tales, y gustamos de
olfatearnos y jugar a nuestra manera, la de los animales. Si este amigo también
está siendo paseado por su perro, éstos se ponen a comunicarse mientras
nosotros nos dedicamos a nuestras cosas hasta que nos cansamos de jugar, o
nuestros respectivos canes deciden llevarnos de vuelta a casa.
Por último, mi perra encara la senda que nos
devuelve al hogar guiándome con la correa para que siga sus pasos. Yo también
siento cercana la casa al olfatear el aire que cada vez se torna más íntimo,
más mío. Abre la puerta del portal y la sostiene mientras me deja pasar
primero. Nos miramos a los ojos y con la sola mirada estamos seguros del cariño
y, por qué no, del amor que nos tenemos, cada uno a su manera: ella a la manera
del perro y yo al modo del animal.
Marcos
Lloret García
No hay comentarios:
Publicar un comentario