martes, 9 de abril de 2013

Animales y Perros


                                  
             Todavía no ha ascendido el sol por el horizonte, pero ya empiezan a esclarecerse las sombras que la noche deja prendidas de los sueños bajo el amparo de la luna. Tumbado en la cama, escucho la respiración tranquila de mi esposa con la cadencia característica que el dormir confiere a la inhalación y exhalación del aire que nos alimenta durante la noche, y vuelve nuevamente a mi cabeza la idea de que es casi un milagro que despertemos cada mañana tras permanecer con la conciencia perdida en algún lugar, no se sabe muy bien dónde, durante unas cuantas horas. Tal vez no me agrada demasiado que mi conciencia ronde por los páramos oníricos, por ello procuro dormir el tiempo que considero estrictamente necesario para mí sin atender demasiado a las recomendaciones de aquellos que saben, los hombres de ciencia. Por otro lado, tampoco consigo estar más allá de cinco o seis horas, como mucho, con los párpados entrelazados.
            Estoy despierto pero aún no me levanto, aunque sé que me quedan pocos minutos de estar yaciendo en el lecho apostado bajo las mantas, en mi lado de la cama escasas y finas debido a que suelo pasar bastante calor durante el descanso nocturno, tanto es así que en muchas ocasiones amanezco con la camiseta de manga corta, que hace las veces de pijama sobre mi cuerpo, empapada de sudor. Esto hace que mi mujer tenga que ponerse encima mantas supletorias, como gustamos llamarlas, para no congelarse durante el periodo de oscuridad de cada día. Me queda muy poco para comenzar la jornada porque empiezo a escuchar a mi perra lamerse el hocico y estirar su cuerpo, con ese sonido tan característico que produce el paso del aire por su garganta cuando se despereza. Y tengo la certeza de que, en breve, me hará levantar.
            Al poco, la siento llegar a mi lado tras abrirse paso trepando por encima del cuerpo que aún reposa plácidamente junto al mío. Es silenciosa y sutil, tanto que apenas sin darme cuenta ya me ha bajado del colchón y me indica el camino que tengo que ir siguiendo por el dormitorio para salir de él sin tropezar con nada, y sin hacer demasiado ruido. Una vez fuera, ella cierra la puerta tras de sí y se mete en el baño, cerrando también la puerta de éste. Yo, quedo en el pasillo aguardando su salida que no se suele demorar más de lo necesario. Espero pacientemente conteniendo mis esfínteres.
            Tras el lapso de tiempo mencionado aparece por la puerta moviendo la cola con su caminar danzante. Sin perder tiempo, me enfunda el arnés alrededor de mi cuerpo, ahora ya no me pone encima el traje de lana que me protege del frío del invierno, y salimos de la casa para bajar a la calle. A veces, tengo urgencia fisiológica y voy correteando por el escaso descansillo que nos separa del ascensor, al cual entro apresuradamente tan pronto como se empieza a abrir la puerta metálica. Una vez dentro no paro quieto, sino que andurreo circularmente por el suelo engomado, siempre sujeto por la correa, hasta que llegamos a la planta baja y la puerta se abre nuevamente invitándonos a abandonar el angosto habitáculo del artilugio. Yo suelo salir primero y tiro con mi cuerpo del arnés en dirección hacia el portón de la calle, tratando de hacer que mi perra se apresure y acelere su paso.
            Una vez afuera, primero elijo la dirección que quiero tomar en el primer paseo del día y mi can permite que sea yo quien dirija la marcha, aunque siempre le pido el beneplácito con la mirada. Gusto de entretenerme olfateando esto y aquello, los pequeños arbolitos de la acera, el bordillo, la esquina del edificio, hojas y papeles desperdigados por el suelo… Con lo que me termino despistando de mi propósito evacuador, a lo que mi perra tiene que ir centrándome a cada poco con leves tirones de la correa que me recuerdan que he de hacer mis cosas. Ella sabe que me da cierta vergüenza hacer mis necesidades en la calle pero… no hay más remedio de modo que, sin grandes demoras, comienzo a olfatear ávidamente el firme al tiempo que acelero mi paso y camino en línea recta, cada vez más rápido hasta que, al final, encuentro el lugar preciso para efectuar mi deposición, que suele ser detrás de algún vehículo, o parapetado por el contenedor de basura, con el fin de que me observen las menos personas posibles. Siempre miro a los ojos a mi animal cuando he terminado para recordarle que no me gusta hacerlo en la calle, cosa que ella sabe y que yo sé que sabe, como puedo ver reflejado en su mirada.
            Hecho esto, retomo el camino de vuelta al hogar y voy miccionando en el trayecto para terminar de aliviarme. No me gusta dar paseos largos, como bien conoce mi tuso, y le agradezco mucho que no me insista en seguir caminando más allá de donde quiero llegar. De igual manera, tampoco me gusta alejarme demasiado de mi casa, cosa que ella también respeta. No soy un gran trotamundos. En ocasiones, sobre todo en la salida de la tarde-noche, me encuentro con alguno de mis amigos, de los pocos que puedo considerar tales, y gustamos de olfatearnos y jugar a nuestra manera, la de los animales. Si este amigo también está siendo paseado por su perro, éstos se ponen a comunicarse mientras nosotros nos dedicamos a nuestras cosas hasta que nos cansamos de jugar, o nuestros respectivos canes deciden llevarnos de vuelta a casa.
             Por último, mi perra encara la senda que nos devuelve al hogar guiándome con la correa para que siga sus pasos. Yo también siento cercana la casa al olfatear el aire que cada vez se torna más íntimo, más mío. Abre la puerta del portal y la sostiene mientras me deja pasar primero. Nos miramos a los ojos y con la sola mirada estamos seguros del cariño y, por qué no, del amor que nos tenemos, cada uno a su manera: ella a la manera del perro y yo al modo del animal.


                                                                                  Marcos Lloret García

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