La primera persona aquejada del mal
que comenzó a causar estragos entre la población dejó más que asombrados a los
médicos de urgencias del hospital donde
fue trasladada cuando comenzó a sentir los primeros síntomas, podría decir sin
faltar a la verdad que los profesionales sanitarios quedaron perplejos. Se
trataba de una mujer de cuarenta y pocos años aquejada de dolores abdominales,
náuseas y un severo estupor que la mantenía fuera de sí, con cierto aire de
indiferencia sobre lo que le estaba sucediendo. Tras los exámenes exploratorios
y las primeras pruebas diagnósticas, el internista que atendió a la paciente
descartó ciertas patologías más o menos severas que, de no tratarse a tiempo,
podrían desencadenar serios problemas para su salud. Pero no logró obtener ningún
resultado concluyente, tan siquiera encontró alguna pista que le permitiera
seguir indagando en el diagnóstico o, al menos, poder lanzar una hipótesis
sobre el caso que tenía entre manos. De modo que decidió mantenerla en
observación y tratar sintomatológicamente el cuadro que presentaba la enferma
mediante la administración de analgésicos y antieméticos.
En pocas horas, los síntomas
comenzaron a agravarse. Los dolores del abdomen aumentaban de intensidad a la
vez que las náuseas empeoraban, pero no había vómito asociado, ni fiebre, ni
anomalías perceptibles a la palpación de la zona abdominal. El doctor Ruiz,
consultó con un colega a quien comentó el caso y puso al corriente de los
resultados negativos que habían aportado las pruebas realizadas, entre las que
estaban radiografías, analíticas de sangre y orina, electrocardiograma…
-Como veo todo es negativo. Yo le
haría una ecografía abdominal y, de ser también negativa, me plantearía que la
valorase el neurólogo de guardia por el estupor en el que está sumida ya que
podría tratarse de un accidente cerebro vascular –dijo el doctor Andrada, jefe del Departamento de Medicina Interna del
hospital – Aunque la exploración neurológica preliminar que has realizado no
pone de manifiesto que sea el caso.
-Haré la ecografía a ver si nos dice
algo –respondió Ruiz.
-Avísame cuando vayas a realizarla
para estar presente y valorar los resultados de la imagen –añadió Andrada.
Al poco, los dos médicos se
dispusieron a realizar la exploración. Ya estaba preparado el ecógrafo portátil
y las enfermeras tenían lista a la paciente para la maniobra pero, de pronto, el
caso se precipitó. La mujer tuvo una gran arcada en la que evacuó una bocanada
de contenido gástrico, poco más que líquido amarillento y maloliente, de ese
que deja al pasar por la garganta un regusto ácido con el escozor característico
que ello produce. Ante esto, la enferma pareció sonreír levemente. De
inmediato, vino otra náusea mucho más virulenta que la anterior, con la consiguiente
salida al exterior de su cuerpo de una cantidad mayor de jugos gástricos. Esta
vez el vómito vino acompañado de un sonoro quejido que, por el tono, recordaba
a una vocecilla infantil. Los galenos se miraron extrañados y justo cuando el
doctor Andrada iba a colocar el trasductor del ecógrafo sobre el vientre de la
mujer, ésta tuvo una nueva regurgitación que dejó a ambos médicos, así como a
las enfermeras que estaban en la sala, petrificados de puro asombro.
En esta ocasión, lo que salió por la
boca de la enferma entremezclado con los líquidos estomacales fue un niño
diminuto. Una pequeña criatura que no pasaría de unos ocho o nueve centímetros
de estatura. Pero no era el típico bebé recién nacido, sino un niño
completamente formado, como suele decirse hecho y derecho que, de no ser por su
reducido tamaño, podría tener perfectamente nueve o diez años de edad, incluso
más. Los facultativos, ante la inconcebible situación, dieron un respingo hacia
atrás, del mismo modo que las enfermeras quienes no sabían cómo actuar en un
lance de tales características. El pequeño niño miró a su alrededor con sus
ojillos zarcos, mas no dijo palabra alguna. Simplemente se puso de pie sobre la
sábana de la cama donde había ido a parar, debido a que la intensidad del vómito
lo lanzó fuera del empapador que la paciente tenía puesto sobre su pecho y, con
cierta dificultad a causa de la inestabilidad que produce caminar por un
colchón, fue ascendiendo poco a poco, con sus pasitos firmes y dispuestos, hacia
la parte superior del catre. Cuando llegó a la altura de los hombros de la
mujer la miró a los ojos y ésta comenzó
a llorar con uno de esos llantos que son tan amargos como aliviadores al mismo
tiempo. No eran lágrimas por un hijo, que el pequeño no lo era, sino por su niño.
Éste, por su parte, se sentó a su lado y continuó sin decir palabra. Sólo la
miraba.
-¡Doctor, doctor! –dijo un enfermero
que entró sobresaltado al box donde
todos continuaban anonadados, dirigiéndose a Andrada -¡Le requieren con
urgencia en el número cinco! ¡Venga, rápido!
Tan fugaz fue la aparición del
sanitario que no reparó en lo que terminaba de suceder allí. Andrada, por su
parte, salió presuroso no sin antes decir que regresaba enseguida. Pero el box número cinco le guardaba una escena
muy parecida a la anterior, solo que en esta ocasión el afectado era un varón
de treinta años que acababa de vomitar un pequeño niño pelirrojo de inconmensurables
ojos oceánicos que se posicionó al lado de la cara del joven enfermo tumbado en
la cama, a lo que éste retiró el rostro para no verlo. Incluso intentó
apartarlo con su brazo izquierdo, maniobra que casi hace caer del lecho al
pequeño de no ser por la rápida intervención del enfermero que le sujetó la
espaldita para que no perdiera el equilibrio.
-No encuentro una explicación para
esto- dijo la doctora Pérez a Andrada quien, sin decir palabra, hizo un gesto
de negación con su cabeza dando a entender que él tampoco.
En el box número ocho sucedió algo muy similar con otra paciente de
cincuenta y muchos años, y también en el uno, con un enfermo octogenario. Poco
a poco, los habitáculos de la zona de urgencias se fueron llenando con personas
que vomitaban niños, todos ellos con los ojos de color azul, y también en la
sala de espera empezaron a darse los mismos casos ya que los médicos no daban
abasto para atender a todos los enfermos con la celeridad que requerían. La
escabrosa noticia no necesitó correr como la pólvora ardiente por las distintas
plantas del centro hospitalario porque los pacientes ingresados, con diversas
patologías y distintos niveles de gravedad, comenzaron a sufrir los mismos
síntomas y, uno tras otro, fueron regurgitando pequeños infantes de azulada
mirada, característica que los igualaba del mismo modo que su aparente mudez,
tanto a los que eran varones como a las niñas. Además, otra singularidad de los
pequeños era que tan sólo se dedicaban a mirar fijamente a la persona de la que
habían salido.
En un breve lapso temporal, el
personal sanitario comenzó también a desarrollar las mismas molestias en sus
cuerpos y todos y cada uno terminaron por devolver a su pequeño niño de ojos de
mar y cielo despejado. Médicos, enfermeras, especialistas diversos, cirujanos,
técnicos varios, celadores, personal administrativo y de mantenimiento… Se
vieron obligados a dejar de lado sus tareas debido a la inconcebible situación
que estaban viviendo, nunca mejor dicho, en sus propias carnes. Hasta que el
hospital se quedó paralizado por completo bajo el silencio de los niños y niñas
recién expelidos al exterior junto con los gritos nerviosos de algunos de los
afectados, las lágrimas de otros, las leves carcajadas de unos pocos, la
minoría, que parecían tener una difusa conciencia de lo que sucedía mas no de
lo que estaba por venir.
La ciudad entera fue cayendo en los
brazos de esta suerte de epidemia, tanto fue así que los servicios de
transporte sanitario de urgencia se vieron desbordados por el aluvión de
llamadas que recibieron en muy poco tiempo. Máxime, cuando los mismos
profesionales del mencionado servicio empezaron a sufrir idéntica dolencia. A
unos les sobrevino el acceso en los puestos de mando, a otros en el trayecto que
recorrían alumbrado por el sonido de las sirenas para atender las llamadas de
auxilio, incluso más de una ambulancia tuvo que detenerse en el camino al
centro médico de turno, con el enfermo en la parte trasera del vehículo, porque
tanto el conductor como los sanitarios que iban en él comenzaron a vomitar sus
niños pequeños, entrando en ese estado de estupor que les impedía continuar ejerciendo
sus funciones y con la consiguiente sensación de incredulidad que el suceso
llevaba parejo. Lo bueno del caso, si es que había algo bueno en esto, era que
las personas, una vez lanzado al exterior el niño, dejaban de sentir el
malestar, los dolores, las náuseas y el sopor previo a la expulsión de la
criatura con lo que la situación, al menos desde un punto de vista
estrictamente fisiológico, parecía no revestir un riesgo vital. Pero hay cosas
que van más allá de la mera fisiología escapando de ella para afectar, en
algunos casos mortalmente, a aspectos menos tangibles e indeterminados que
pueden ser igualmente graves, sino más, que una hemorragia masiva debida a un
traumatismo, una trombosis cerebral o un ataque al corazón, por mencionar
algunos casos de extrema relevancia médica.
Nadie sabía qué hacer ante el evento,
cómo proceder en una situación de tales características, sobre todo los menos
afortunados que no tuvieron tiempo para desplazarse a ninguno de los hospitales
de la ciudad y sufrieron todo el proceso en la soledad de sus hogares. Familias
enteras devolviendo niños. Padres, madres e hijos lanzaban al mundo esas
minúsculas criaturas, todos en sus casas sumidos en la incierta compañía que
sobreviene ante la incapacidad de atender en su sufrimiento a las personas que
tenemos al lado porque, cada uno, estaba atravesando su propio achaque
imposible, reaccionando ante él de una forma completamente personal e íntima,
como ya se ha mencionado. Siempre con la misma característica de los diminutos
seres, tanto en el color de sus miradas como en el silencio de sus voces.
La siniestra dolencia no tardó
demasiado en extenderse por los pueblos y pedanías que rodeaban a la urbe, los
habitantes de las cuales fueron cayendo todos en el mismo acantilado de vómito
infantil con azul y silencioso resultado. Indisposición que no atendía a
ninguna clase de orden social, político ni militar. Desde tenderos a maestros y
profesores, pasando por artesanos, funcionarios y políticos, agentes del orden
público, hombres de negocios, grandes y pequeños empresarios, personas
acaudaladas y también los más desfavorecidos desharrapados que tuvieron que
soportar el acceso en chabolas, portales, construcciones abandonadas y casas
viejas, o en plena calle quienes sólo poseían el cielo raso de la noche como
único techo bajo el que guarecerse. Igualmente, los religiosos se vieron asaltados
por la vomitona de infantes. Sacerdotes, monjas, diáconos, así como los
diversos cargos en el escalafón de la jerarquía eclesiástica. De entre las
personas de fe, hubo quienes consideraron la situación como algo milagroso
venido por voluntad divina, aunque otros lo vivieron como si de una maldición
de Satanás se tratase. Cada uno a su manera, pero siempre revestido de un azul
silencioso y sereno.
Antes de que el gallo cantase para
despertar al sol de su letargo noctámbulo, el mal afectaba a todo el país que
se encontraba detenido. Los medios de comunicación no comunicaban, no había
radio, televisión ni prensa, aunque la población tampoco estaba muy dispuesta
para escuchar, leer o ver nada más allá de esos niños. Únicamente corrían
escasos y vagos rumores por las modernas redes sociales que parecían dejar
claro que aquello no había pasado solamente a nivel del territorio en cuestión
en el que se focaliza esta historia, ni tampoco se había quedado contenido en
los países vecinos, tan siquiera dentro del propio continente en el que todos
intentaban convivir. Bien al contrario, el hecho se dio en todos los
continentes del mundo, ya sean éstos cuatro, cinco, seis o siete, dependiendo
del punto de vista que se adopte al respecto. Pero el caso era que en cada
ciudad de cada país, en cada pueblo, barrio o barriada, en cada aldea, en cada
tribu o clan, en suma, en todos los rincones del destartalado mundo que habitamos
acaeció la misma situación. Hasta los máximos dirigentes y representantes
mundiales se vieron obligados a dejar a un lado la pretenciosa labor que
trataban de llevar a cabo, bastante inútilmente, en aras de lo que denominaban
de forma irónica el bien común, para
atender a los pequeños que salieron de sus cuerpos. Algunos de estos
mandatarios fueron sorprendidos por la vomitona en pleno discurso ante un
auditorio de envergadura internacional, en esas importantes reuniones y cumbres
que, en el fondo, no sirven para nada más que nada. Reyes en audiencia pública
con hilillos de baba y jugos gástricos chorreándoles por las comisuras de los
labios mientras un niño se abría paso por entre su boca. Grandes banqueros
tratando de cerrar sus grandes negocios en mitad de unas náuseas de conocido
resultado…
Yendo más lejos, hasta los cientos
de contiendas bélicas abiertas en el planeta quedaron cerradas cuando a las
tropas comenzaron a salirles niños por las fauces. Los soldados, de unos y
otros bandos, vomitaban en el frente de batalla, en las trincheras, en las
selvas y montañas donde trataban de dirimir a balazos unas diferencias que, a
la mayoría de ellos, no les importaban lo más mínimo. Al parecer, también hubo
un cruento general muy curtido en el arte de la guerra a quien, a la orden de ¡Ataque! que lanzó a sus fieles tropas,
se le escapó su niño junto con la voz y ya no pudo seguir atacando, ni mandando
atacar, ni hacer ninguna otra cosa que no fuera contemplar al pequeño ser
silente de azules niñas que terminaba de salir de sus adentros.
En cuestión de pocas horas, lo que
viene a durar la oscuridad en la mitad del mundo y la luz en la otra parte de
éste, todo el orbe se había congelado, paralizado, casi parecía que el
movimiento rotacional del planeta, así como su traslación por el universo,
también se estaban viendo ralentizados contraviniendo las más precisas y
antiguas leyes de la astrofísica que alguien imaginó descubrir en algún momento
obligando a toda la humanidad a creerlas a ciencia cierta como si se tratase
del más grande dogma de fe por encima, incluso, de la Creación en tan sólo una
hebdómada de tiempo a manos del Supremo Facedor.
Dando un paso más hacia adelante,
cuando todo se encontraba parado, hubo personas que escucharon cómo el mismísimo
Dios de los cielos dejó de respirar su hálito universal y fue capturado por el
mal que afectaba a la humanidad convirtiéndose, de este modo, en el más humano
de todos los hombres mientras con una náusea divina arrojó su niño que, igual
que todos los demás, de azul mirada y silencioso, se quedó contemplándolo sin
mediar sonido alguno.
El final llegó al final, cuando ya
todo estaba hecho y acabado, todas las personas del mundo con sus niños, todos
ateridos por el frío añil que traía el miedo silencioso que englobaba
completamente la tierra, y del que todo el cosmos se estaba haciendo eco a la
manera de un diapasón que resuena con el mismo tono que le llega desde un lugar
lejano y cuya vibración es capaz de absorber todo lo demás.
En ese instante cumbre, todos los
pequeños niños que habían surgido en el mundo directamente de las vísceras de
las personas, comenzaron a poner cara de tristeza, expresión dolorida que podía
adivinarse en esas criaturas garzas a poco que se las mirase con el corazón y,
simultáneamente, como si de una orquesta filarmónica mundial se tratase,
comenzaron a derramar lágrimas, a llorar, a gimotear sollozando sin consuelo
posible mientras intentaban agarrase con
sus diminutos bracitos al cuello de la persona que los había vomitado. No se
escuchó otra cosa en el globo terráqueo más que un llanto desgarrado retumbando
en todo el universo y alumbrando su oscuridad, cuya única intención y finalidad
era hacerse escuchar. Lo demás, ya vendría si tenía que venir algo.
Desde aquél entonces, el mundo ya
nunca más fue igual de lo que había sido hasta ese momento, sus habitantes
tampoco. Tan siquiera Dios pudo continuar con su juego eterno sabiéndose,
solamente, uno más de entre todos los hombres y mujeres que vomitaron sus
niños.
Marcos Lloret García
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