Tú.
Sólo tú.
Eternamente tú.
El día seis de enero los reyes magos
empezaban a retirarse, de manera poco usual, de las ilusiones de los más
pequeños y también de las de los no tan chicos, con las alforjas vacías tras
haber repartido cada uno de los paquetes que la noche anterior las mantenían
repletas de anhelo. Pero, todavía, debían entregar un último presente antes de
desaparecer en el misterio que los envuelve hasta el año siguiente. Un obsequio
que, lejos de estar junto con el resto, iba y venía de una grupa a otra de los
camellos que sus majestades empleaban para el desplazamiento. Puesto que ninguno
de los tres quería encargarse de su entrega, lo cambiaban de montura cuando el
portador de turno ya no podía soportar más el frío que esta ofrenda desprendía
y la giba del animal comenzaba a verse escarchada por el gélido contacto. No
obstante, tenían la obligación ineludible de otorgar el regalo a su legítimo
destinatario porque ese era su cometido, y no podían dejar de llevarlo a cabo
pese a que les resultara de lo más triste y doloroso. Aunque pueda parecer lo
contrario, los reyes traen, a veces, ofrendas que nos quiebran la vida y nos
parten el alma, como ocurrió en esta ocasión.
La víspera del día indicado los tres
sabios estuvieron conversando acerca del asunto en cuestión, ya que a ninguno
de ellos les parecía adecuado tener que hacerse cargo de semejante empresa,
para lo cual existían unos cauces estipulados y un estricto protocolo
establecido desde el origen de los tiempos por el mismísimo natura ordinem. Resolvieron plantearle
la cuestión a su superior inmediato, a quien acudieron para hacer una rogatoria
a fin de que los liberase de ese reparto concreto, pero el Jefe les comunicó
que en esas fechas tan señaladas, como bien sabían ellos, hasta el barquero
Caronte se encontraba descansando unos días, con lo que no tenían más remedio
que resolver el asunto por su propia cuenta.
Sin más alternativa que la obediencia,
partieron a la hora indicada montados sobre sus animales llevando junto con
ellos aquello que ni tan siquiera querían mirar, y que les iba a ir helando el
espíritu a lo largo de la trabajosa noche mágica.
Sólo
han pasado dos meses pero a mi me parecen dos eternidades envueltas en fuego,
dos vidas enteras que se abrasan en las ascuas de la tristeza más profunda y
absoluta que he llegado a sentir jamás. No sé si lograré reponerme alguna vez
de este derrote, ahora mismo siento que no lo conseguiré nunca porque estoy
partida por la mitad y, si cabe, medio vacía de mi misma.
Llevaba
tiempo imaginando lo dolorosa que sería para mi esta situación. A decir verdad,
lo que hacía era ir preparando el terreno para lo que, tarde o temprano, tenía
que llegar. Sólo que no pensaba que fuese a suceder tan pronto, siempre se
antojan prematuros estos menesteres, ni tampoco sabía que mi imaginación tan
siquiera alcanzaba a entrar en la antesala del infinito dolor que resquebraja
mis entrañas. Una vez más, la cruda realidad supera los límites de la fantasía.
No
sé cómo hacerlo para poder seguir con la vida sin tu presencia, sin tu cariño,
sin tu tacto. No sé cómo podré soportar el llegar a casa y que tú no estés allí
sentada en tu sillón, observando y supervisando todos nuestros movimientos
desde el trono de tu reino. No sé cómo hacerlo…
El trabajo en las horas de oscuridad
transcurrió con toda la normalidad que la situación permitía, que no era
demasiada porque los atareados reyes magos, por más que intentaran centrarse en
la labor que debían realizar, colocando los regalos en las casas, no dejaban de
sentir el gélido temblor de aquello que debían, también, llevar a su dueña. Pero
fueron posponiendo el temido momento a lo largo de la noche con la vana e
infantil ilusión de que sucediera algún tipo de fenómeno extraordinario, por no
decir milagroso, que alterara el orden de los acontecimientos que el destino
tenía labrados en su fina piel de luz y sombra. Solamente consiguieron alcanzar
el alba tiritando de frío y medio congelados, tanto que hasta los finos y
quebradizos rayos del sol de aquella mañana tejieron sobre sus vestimentas unos
ligeros velos con la humedad helada del relente.
Pese a estar exhaustos, y a la
frialdad de la amanecida, además de que les estaba totalmente prohibido
mostrarse una vez que salía el sol, seguían resistiéndose a llevar a su
destinataria el último de los regalos que les quedaba por repartir. Aun
sabiendo que debían hacerlo sin mayor demora, decidieron resguardarse del día y
de las miradas de los curiosos para ganar un poco de tiempo mientras aguardaban
que la salvación viniese desde afuera, de modo que comenzaron a moverse
sigilosamente por azoteas y tejados, por terrazas y balcones, pasando de una a
otra cuando notaban que su posición podía ser descubierta por los dueños de la
casa en la que se encontraban parapetados. Así estuvieron hasta bien entrada la
mañana, cercana ya al mediodía, pero finalmente resolvieron que la situación era
insostenible porque casi son descubiertos por dos niños, hermanos, en uno de
los terrados donde se refugiaron en lo que iba a ser el final de su infructuosa
escapada. Por otro lado, no podían alterar el orden establecido desde las más
altas esferas, con lo que resultaba mejor hacer aquello que ya debían haber hecho
hacía un buen puñado de horas.
Tú. Sólo tú. Eternamente tú. La más
grande de todo el clan. La matriarca de esta tribu que siento herida en sus
adentros, cuyos miembros parecen no querer escuchar el doloroso latir del
corazón sistémico, ese que marca el
ritmo de las cosas que suceden dentro de la familia. ¿Quién gobernará ahora la
cabila? ¿Quién mandará las tropas en esta guerra del vivir? ¿Quién lanzará las
redes sobre el cardúmen desbandado para que ningún pececillo se extravíe en las
profundas fosas abisales?... Sólo tú podías. Sólo tú lo hacías.
Ahora no llego a ver qué queda de
mi porque no queda nada de ti, y sin ese reflejo tuyo me cuesta mucho verme,
mucho más que de costumbre. Tú me veías y eso me ayudaba a verme yo misma. Las
dos juntas éramos especiales por todo lo que teníamos entre nosotras, eso que
sólo tú y yo sabíamos, pero ya no me siento especial, tan siquiera sé si me
siento, ni si quiero sentirme o no en este vacío que no cesa.
Vivo como un temblor pulsátil a
punto de desvanecerse en el aire que se empeña en no llegar hasta mis pulmones.
Me asfixio. Por la noche me ahogo de pena y tú ya no estás para, con el simple
hecho de imaginarte sentada en tu poltrón, en tu sitial, calmar esta tristeza
que me deseca el alma.
Sólo tú, por siempre.
Los valientes guerreros en que se habían convertido sus majestades de
oriente, debido a su acto de oposición contra lo existencialmente establecido,
acción que les acarrearía el más cruel encierro por toda la eternidad en el
interior de una estrella del firmamento, terminaron por sucumbir ante el deber
que su posición llevaba parejo y, en la hora en la que la mañana y la tarde se
desdibujan hasta quedar tan emborronadas que no sabemos cómo referirnos a ese
lapso de tiempo, se colaron a hurtadillas en la planta del hospital donde se
encontraba ingresada la receptora del gélido presente que llevaban toda la
noche, y la mitad del día, pasando de mano en mano y de joroba en joroba.
Alcanzaron la habitación y, en un cerrar y abrir de ojos, todo se precipitó
hacia el lado activo del infinito, que decían los antiguos chamanes.
Luego de esto, cuando la siesta cantaba una saeta, el sol comenzó la
retirada tempranera entre el celaje ennegrecido que fue poblando el firmamento,
nubarrones pesados como trozos de oscuro hielo pendiendo sobre las cabezas de
los que iban llegando al lugar de los hechos. Se apagó la luz, se llevaron a
sus majestades esposadas hacia cierta
región celeste cuyo nombre resulta poco
menos que un oprobio. Las primeras horas de la tarde trajeron un silencio
helado y negro, como las nubes que miraban desde arriba a la joven que se
deshacía en llanto, sin consuelo posible, sin más dolor que las propias
entrañas desgarradas con el filo de un puñal de frío y tajante hielo. Los
sabios la miraron mientras se los llevaban presos, y esa visión iba a pesarles
más que la condena impuesta a cada uno de los tres.
Mientras luchaba, entre el llanto y los sollozos, por seguir viviendo
segundo tras segundo, la muchacha se iba desintegrando a lágrima viva, en puro
quebranto, y el cielo se encargaba de congelar los chorretones de ella misma
que se iban desparramando sobre su ropa hasta que, al final, quedó
completamente arrecida en la tarde, petrificada en el tiempo de ese instante
difunto.
¡Ay, yayica! ¡Cuánto te echo de menos! Acabas de emprender tu viaje y los breves
minutos que han pasado desde tu partida me pesan en el corazón como cien
toneladas de llanto. Yo quisiera irme contigo, marcharme hasta el límite de la
vida y seguir tu estela a través del infinito, sin importarme nada de lo que
dejaría atrás ya que, ahora mismo, no
hay nada más en mi que este frío agujero que me está succionando el alma.
Si, al menos, me dejaran pasar la
noche tumbada a tu lado, agarradita a ti, como cuando siendo niña me acostaba
contigo y viajábamos bajo las mantas por entre los cuentos e historias que me
brindaban tus labios. Pero eso no es posible, no me dejan hacerlo, de modo que
me tendré que conformar con quedarme aferrada al recuerdo de tu voz, la más
dulce melodía que me acunaba en aquellas veladas de infancia, y tratar de no
naufragar en la remembranza.
Tal vez debería de solazarme con el
hecho de que llegué justo a tiempo para poder despedirme de ti, para darte ese
último beso con el que me he guardado tu sabor para siempre, pero yo no quería
despedirme porque no quería que te fueras, aunque veía venir que tu partida se
encontraba bien cercana.
¡Yayica mía! Ahora que tú ya no estás me he quedado solica…
Lo que vino a continuación fue lo que suele acaecer en este tipo de
lamentables situaciones. Los acontecimientos se fueron sucediendo uno tras otro
como si se tratase de fichas de dominó estratégicamente colocadas sobre la
mesa, una desencadena el movimiento y las demás van cayendo al tablero
derribadas por ese primer empuje. Todas cayeron, absolutamente todas sin
excepción. Algunas fueron recogidas rápidamente, tanto que ni tan siquiera se
las llegó a ver yaciendo sobre la madera. Otras, tardaron un poco más en ser
puestas nuevamente en pie. Pero hubo una de ellas que se resistía a levantarse
y a dejarse coger, se iba escurriendo entre las manos que trataban de asirla,
empapada en llanto, como un pequeño pececillo que no se deja atrapar mientras
nada veloz hacia las profundidades que sólo él puede atravesar.
Pasaron las semanas entre golpes de martillo y chispazos de pedernal,
dejando dos meses hechos añicos y un tanto requemados por las esquinas. También
lucían muy negros encabezando las hojas del lunario, y parecía que los
siguientes no iban a ser mucho más claros para la joven que había creído morir
junto con su yaya. Pero esto no fue
del todo así porque, desde lo más hondo de su duelo, la muchacha empezó a ver cosas entre lo miembros de su familia
que llevaban en sus venas la misma sangre del ancestro fenecido, cuando iba a
visitarlos o cuando éstos la venían a ver.
Al principio eran sólo detalles desdibujados, faltos de matiz y de color,
pinceladas acuosas que trazaban poco más que algo sutil y discreto, mostrando más que diciendo, delineando
susurros sibilinos. Casi pasó desapercibido para ella pero, con el crujir de
los días se fueron convirtiendo en toques de pincel con deslavazado colorido,
esbozos de un retrato que iba tomando figura, cuerpo y tonalidad en ciertos comentarios, gestos, movimientos
incluso, que ella veía entre los miembros de la rama de sangre del árbol de la
familia. Hasta que, al final, se convirtió en algo tan obvio que logró
comprender. Entendió aquello que era, es y seguirá siendo ininteligible por
necesidad. Sólo ella logró hacerlo, nadie más.
¡Qué hermoso regalo nos has dejado,
yayica mía! Por lo menos para mí lo
es. No sé si los demás lo pueden ver, o todavía están demasiado cegados por las
cortinas del llanto, ni si lo alcanzarán a contemplar algún día.
He logrado descubrir el secreto que
tan callado tenías, y me alegro mucho de ello porque sé que tu plan era que yo
lo averiguase. Te agradezco esta obra de arte que nos has dejado para, con ella
y a través suyo, permanecer por siempre entre nosotros y mucho más, traspasar el
tiempo y las generaciones, la vida y la muerte.
Gracias, yayica, por habernos ido pintando a todos con
pinceladas de ti, a unos más que a otros pero, al fin y al cabo, a todos los
que han pasado por tu lienzo, llevaran estos tu misma sangre, o no, aunque en
los de tu ralea el pincel cala más, y el color es más vivo. Gracias por haberte
entregado a nosotros en alma pura y de habernos impregnado con gotas de tu
esencia ya que, de esta manera, pervivirás eternamente en el cuadro que fuiste
pintando con el pasar de los años en cada uno de los tuyos.
Seguiré tu tarea, continuaré tu
obra, trabajaré para que mis hijos puedan continuarla, y me esforzaré para que
esta labor no termine jamás. Eternamente. Para siempre.
Gracias por tu color.
Gracias por tu sabor.
Gracias por tu vida.
Marcos Lloret García