Todo sucedió de la manera en que
suelen ocurrir este tipo de cosas, sin saber muy bien cómo ni por qué. Lo único
que estaba completamente claro fue el cuándo, al igual que el dónde aunque en
lo referente a la localización espacial cabía tener ciertas dudas nacidas de la
misma noche en que aconteció el hecho, ya se sabe que los páramos nocturnos
siempre quedan desubicados, lo mismo que el noctámbulo quien está y no está en
el lecho donde se acuesta a descansar y pasa las horas de oscuridad viajando
por universos tan improbables como ciertos. Pero no estaba claro que se tratase
de un mal sueño de esos que nos dejan
ateridos en mitad de la madrugada clamando al cielo, buscando un dios al que
elevar nuestras plegarias pintadas con el color del miedo y no encontrando más
que el terror que provoca la ausencia total de divinidad. La inmensa felicidad
de sentir que estamos completamente solos en el universo despojados de la
obligación de rendir cuentas a nadie a nuestra salida del mundo.
Ya hubiese querido Octavio estar
dormido cuando se miró al espejo aquel domingo de marzo en el que escuchaba
golpetear las gotas de lluvia en la parte de afuera de la persiana bajada de su
dormitorio. Le gustaban los días grises y lluviosos pero los domingos no eran
de su agrado ya que los tenía clasificados como jornadas absurdas en las que
nada se podía hacer salvo no hacer nada, cosa que detestaba. Irónicamente,
desde que perdió su empleo todos los días de la semana quedaban perfumados para
él con cierto aroma dominical que se le empezaba a hacer insoportable, y lo peor
del caso resultaba ser que dada la coyuntura económica en la que estaba sumido
el país no resultaba probable encontrar otro trabajo a medio plazo, a muy largo
en el más halagüeño de los supuestos. No podríamos asegurar que esto tuviese
algo que ver con lo que le sucedió aunque, por otra parte, tampoco sería
posible afirmar lo contrario ya que en este tipo de acontecimientos
extraordinarios todo parece influir en su medida, unas cosas más y otras menos
porque, al fin y al cabo, se trata de situaciones que se han ido fraguando
durante largo tiempo reuniendo migajas de esto y de aquello, de todas las cosas
en general y de ninguna en concreto.
La imagen devuelta por el espejo no
era del todo normal porque se veía distinto a como solía contemplarse el resto
de las mañanas. Pero a parte de la extrañeza del reflejo había alguna otra cosa
directamente relacionada con su vista que se presentaba incompleta, como si
algo faltase en ella. No es que su mirada estuviera turbia, o borrosa, bien al
contrario la nitidez la pintaba con su claridad y transparencia. Sin embargo,
Octavio sentía que algo no marchaba bien en lo relativo a su campo de visión
que semejaba estar mermado o venido a menos sin tener todavía clara conciencia
de qué era lo que sucedía. Siendo fieles a los hechos, cabe señalar que además
de lo relativo al campo también había cierta rareza en su visión en sí, no en
lo referente al enfoque pero sí en cuanto a la imagen que fluctuaba, por
decirlo de alguna manera, entre dos distintas. Una era su cara dibujada en el
espejo que parecía estar examinándose a sí misma como si llevase años sin
saludarse. La otra resultaba más complicada de definir porque se trataba de
algo que no tenía costumbre ninguna de observar, tan siquiera de pasada, con lo
que le era muy dificultoso codificar la imagen en su cerebro para averiguar el
contenido de ésta, pero aún era pronto para tal labor ya que le apremiaba más
saber qué ocurría en su rostro.
Comenzó, de la manera en que podía,
a chequear su cabeza con esa visión en vaivén danzando entre su reflejo y otra
cosa distinta que, por el momento, sólo eran luces y sombras, más sombras que
luces. Contempló su pelo negro alborotado que dejaba patente su estado de
recién levantado. Sentía los labios resecos de modo que los volteó hacia
adentro de su boca para humedecerlos con la punta de la lengua y al efectuar el pequeño movimiento con el
maxilar inferior le sobrevino una dolorosa punzada en la zona izquierda de la
cara, a la altura del oído, un poco más hacia arriba quizá. Esto hizo que
llevase una de sus manos hacia ese lugar que también percibía doloroso al tacto,
mas no parecía haber nada en la superficie de su piel aunque el dolor provenía
de más adentro, tanto que abarcaba todo el territorio comprendido entre el
extremo superior de la oreja y la nariz, incluyendo ésta última. Su mirada, que
permaneció enredada en sus brunos rizos la fracción de segundo transcurrida entre
el pinchazo y la respuesta inmediata de su mano, poco a poco fue deslizándose
por la superficie del cristal de espejo hasta llegar a la zona en cuestión que
no lograba observar con claridad. Era como si le faltase alguna cosa, además de
que las sombras y luces no le permitían centrar la visión. Tal parecía que
estuviese siendo presa de un ataque de migraña oftálmica porque la imagen que
oscilaba entre el ser y el no ser, entre el estar y el no estar, se parecía
bastante al aura que surge en este tipo de accesos, pero él sufrió de esta
dolencia y bien sabía que no se trataba de eso, aunque esta fuese la primera y
más sencilla explicación que le vino a las entendederas. ¡Ojalá hubiese sido
así!
Mientras intentaba centrar la imagen
y mantenerla quieta durante unos segundos, los suficientes para verse con
precisión, se planteó que el dolor podría deberse al bruxismo que también
padecía, el cual le hacía estar toda la noche apretando fuertemente las
mandíbulas y rechinando los dientes, pero esta idea cayó por su propio peso
porque este mal no traía consigo ningún tipo de sintomatología a nivel visual,
al menos los médicos que visitó en su día no le informaron de nada parecido.
Ambos supuestos, éste y el de la migraña, hubieran sido los más fáciles e
inmediatos para explicar lo que le estaba pasando pero en este caso la navaja
de Ockham había perdido completamente el filo y su extremo se encontraba romo,
por lo tanto no tenía ninguna posibilidad de éxito ante la situación ya que ni
el propio Guillermo podía actuar sobre lo que el destino había estado
reservando para Octavio.
Por un momento tuvo una imagen
medianamente clara, aunque muy breve, del reflejo de su rostro y lo que le
pareció ver en él le hizo dudar, en primera instancia, acerca de su realidad,
del mismo modo que comenzó a surgir en sus adentros un temor que fue creciendo
y tomando cuerpo a medida que se cercioraba de lo que estaba viendo, hasta que
éste quedó convertido en un enorme miedo cuando no cabía duda alguna sobre lo
que la imagen le mostraba. Apartó la vista del espejo justo cuando la ansiedad
llamaba a las puertas de su pecho con su mano sarmentosa y escurridiza
encargada de apretarle el corazón y los pulmones, haciendo que uno acelerase su
ritmo y los otros no consiguieran llenarse completamente de aire como si fuesen
dos trémulos globos en los que siquiera cabía un aliento. No puede ser cierto…
pensó comprobando que al mover su cabeza era incapaz de ver nada por el lado que
quedaba a la izquierda, sin olvidar que los resplandores y oscuridades
continuaban con su balanceo justamente por esa zona de tinieblas en la que se
ubicaba el foco de su terror, a estas alturas el miedo había dado un paso más
allá.
Volvió a mirarse reflejado y
confirmó lo que el espejo le devolvía pese a que se trataba de algo muy difícil
de creer. Su ojo izquierdo ya no era marrón al igual que su hermano del otro
lado, no es que el iris hubiera cambiado de color sino que no estaba, ni
tampoco la pupila. No había nada más que blanco almibarado con una sensación
tensamente dolorosa semejante a la que aparece cuando llevamos la mirada hacia
los párpados superiores, muy arriba, pero bastante más intensa que al realizar
este movimiento de manera deliberada. Parecía que el globo ocular se había dado
la vuelta en su cuenca para apuntar hacia adentro, tal vez se hartó de no
encontrar a Octavio en su propio reflejo y decidió buscarlo por otros
derroteros desconocidos. Esto es una locura… masculló él un poco aturdido por
la impresión y también por los intermitentes claroscuros de la imagen a los que
no lograba dar sentido todavía.
Se sentó sobre la tapa del váter,
más bien se dejó caer en ella porque empezó a sentir que las piernas, sumidas
en intenso temblor, le flaqueaban. Apoyó sus codos en los muslos y curvó la
espalda para reposar la cabeza en las palmas de sus manos mientras le parecía,
por el hormigueo que invadió todo su cuerpo, que iba a desmayarse de un momento
a otro. Al menos eso quería él pero nunca tuvo facilidad para perder la
conciencia. Estando en esta posición las líneas de su diestra apantallaron
momentáneamente la visión de su ojo derecho, con lo que la otra imagen en pugna
ganó mayor intensidad al quedar lo de afuera oscurecido. Aparecieron unas
bandas horizontales de color azulado, salpicadas de chisporroteos y fogonazos,
que se ondulaban de forma ligera al ritmo de su desbocado corazón, las cuales
se iban difuminando hasta transformarse en una especie de moteado con diversos
tonos de marrón que parecía conformado por granos de café de distintos tamaños
y morfología. Fue, más o menos, lo que empezó a distinguir en la imagen antes
de levantar bruscamente la cabeza recobrando la vista del cuarto de baño donde
se encontraba.
Pero, ¿qué me está pasando?... dijo
en voz baja para escucharse sólo él mismo. Podría haber elevado el tono,
incluso proferir un grito, pero no había nadie más en la casa con lo que de
nada le valía chillar, a parte de que él no era demasiado entusiasta de los
alaridos. Intentó calmarse mas no pudo porque
la ansiedad que le apretujaba los órganos mencionados no hacía sino crecer,
tanto que ya comenzaba a notarla en la garganta como si llevase una corbata muy
apretada alrededor del cuello cuyo nudo se le clavaba en la tráquea. Además, la
alternancia, por no decir mezcolanza, de imágenes lo tenía bastante mareado con
su ir y venir de coloridos destellos. Desde la posición que ocupaba movió
ligeramente el tronco para volver a observar el reflejo de su cara en el espejo
que quedaba frente a sí, un poco hacia la derecha, y corroboró su mirada marrón
y alba ante la que, debido a la impresión que le producía, bajó los párpados
para dejar de verse, tal vez con la pueril ilusión de desaparecer. Pero lo
único que consiguió fue regresar a la mirada interior de su ojo izquierdo que,
en esta ocasión, le ofrecía una especie de bolas luminosas que parecían surgir
de su misma pupila y se iban alejando de ésta hasta confundirse con el fondo
negro de la imagen, una detrás de otra en una suerte de procesión sin principio
ni fin, hacia ninguna parte. Casi parecían un eterno collar de perlas ardientes
unidas entre sí nada más que por el vacío que las separaba puesto que no se
encontraban enristradas mediante ningún hilo o cordel que actuara como nexo de
unión.
La percibía resbaladiza, la visión
de adentro, como si su ojo vuelto hubiera caído en el fino mantillo glauco que
las algas forman sobre las rocas del mar en las zonas próximas a la línea de
costa donde apenas hay más de tres o cuatro dedos de agua, patinando por él sin
encontrar un pequeño saliente que lo frenara. Al menos, centrándose en estas
imágenes el mareo disminuía ya que no se solapaban con las de afuera, pero el
miedo que lo envolvía por completo no presentaba tintes de amainar o venirse a
menos. Lejos de amilanarse, trató de ahondar en lo que veía con los ojos
cerrados intentando averiguar qué era aquello. En esos momentos, la imagen
azulada que contemplaba se iba fragmentando como si desde el otro lado de ésta
alguien le estuviese arrancando pedazos sajándola con un afilado cuchillo,
puede que el filósofo franciscano se estuviera resarciendo de este modo al no conseguir
aclarar la cuestión. Pero por más que el azul se transformase en blanca
claridad al ir desapareciendo, ello no hacía que Octavio comprendiera el
significado, siquiera el sentido, de las mencionadas visiones que se le
ofrecían desde cierto lugar de dentro de sí. No obstante, por debajo del miedo,
intuía que algún mensaje habría de tener el suceso en que se encontraba sumido
y que lo mantenía perplejo.
Los azotes de la lluvia restallando
contra la persiana del dormitorio, contiguo al cuarto de baño, volvieron a
llevarlo hacia afuera haciéndole levantar los párpados ya que parecía que las
gotas iban a traspasar las lamas encargadas de proteger el cristal de la
ventana. La tormenta que sorprendió a la ciudad de madrugada estaba arreciando
violentamente, tanto que todo el apartamento donde vivía fue ocupado por el
sonido del agua cayendo directamente desde los cielos. Fue hasta el pequeño
salón dando pasos vacilantes debido a que el acoplamiento deslavazado de las
imágenes que le ofrecía cada uno de sus ojos le provocaba cierta inestabilidad,
sobre todo a la hora de caminar. Comprobó que la diminuta terraza en que
desembocaba la estancia se encontraba encharcada y también observó que parecía
distinta. Quizá fuera cosa de la lluvia, o de los húmedos vidrios de los
ventanales que cerraban la habitación, o de las imágenes que se superponían en
su mirada unas con otras… Pero dentro de la casa no llovía y ésta también
semejaba cambiada. Todo estaba en su sitio tal y como siempre lo tenía mas algo
extraño había en ella, seguramente debido a su enrarecido mirar porque el olor
de la vivienda era el de costumbre, mezcla de humo de tabaco y otras hierbas de
fumar, así como los sonidos que llegaban hasta sus oídos eran los de siempre
aunque un poco silenciados por el estruendo del aguacero: el zumbido del motor
de la nevera, el carraspeo del calentador eléctrico, los chasquidos del reloj
de pared del salón, el cuál no le servía de gran cosa pero ya estaba cuando
alquiló la casa…
Se sentó en el sofá un poco aturdido
para intentar averiguar qué era lo que podía hacer con lo que le estaba
pasando, pero el pensamiento tampoco le funcionaba correctamente debido a su
inusual manera de ver tanto con el ojo que miraba hacia adentro, como con el
que seguía en su posición habitual y, por decirlo de alguna manera, normal. Se
le ocurrió la posibilidad, en primer término, de visitar a su médico para que
éste le explorase pero era domingo y tendría que ir a las urgencias del
hospital si quería que el galeno de turno le atendiera después de no pocas
horas de espera, con lo que esta opción, sin ser descartada, quedó a un lado
por el momento. ¡Qué putamierda!… pensó
mirando el reloj que le quedaba al frente en el que marcaban las nueve menos
diez. Hasta ese instante no se había percatado de que era de plástico blanco y
negro, o de algunos colores similares porque las continuas imágenes de su ojo
vuelto le dificultaban distinguir con claridad los matices cromáticos. Cabía la
posibilidad de avisar a los servicios de urgencia para que una unidad de
sanitarios se trasladase a su vivienda con una ambulancia, pero tampoco sentía
peligrar su vida ni parecía importarle demasiado que esto llegase a suceder.
Tanto mejor… pensó… A ver si hubiera suerte y ya ha llegado mi día, mis últimos
momentos. De esta manera decidió, sin hacerlo explícitamente, prescindir de los
doctores.
También estaba la opción, nada
descabellada, de llamar a la puerta de algún vecino para, al menos, hablarle
del suceso y que ello le sirviera como bálsamo para su nerviosismo. Sin
embargo, no tenía gran relación con las personas de su edificio, más bien no
tenía ninguna, amén de que era demasiado temprano para andar tocando timbres
una mañana de domingo. De la misma forma, tampoco había amigos cercanos, ni
lejanos, a quienes solicitar ayuda. Siquiera una pareja en cuyos brazos
reposar. La última que pasó por su vida, años ha, fue echada de allí a
puntapiés cuando se hartó de darle caricias con el más áspero papel de lija
para que ella se cansase de él y terminara marchándose. Solo que Lola lo
quería, lo amaba con toda su alma y soportó más de lo humanamente posible para
estar a su lado hasta el día en que Octavio, literalmente, tiró sus cosas por
la ventana mientras a la muchacha le salían las lágrimas por su corazón hecho
pedazos. Tras esto, el resto de mujeres con las que tuvo contacto fueron
meretrices en las que no buscaba más que sus cavidades corporales. Así fue
mientras tuvo trabajo ya que ahora ni eso podía permitirse, de modo que se conformaba
con masturbarse escuchando los gemidos de los vídeos pornográficos y las
encendidas palabras que la pasión nos mueve a decir en pleno acto amatorio.
Esto le excitaba más que las escenas en sí.
Desde donde se encontraba sentado
decidió rendir homenaje al sagrado día de descanso y no hacer nada, igual que
venía haciendo con todas las cosas de su vida desde que se conoció, desde ese
momento en que tomamos conciencia de nosotros mismos y logramos diferenciarnos
de los demás, pero él parecía no conocerse demasiado, tal vez en absoluto. Dejó
caer los párpados buscando aliviar la sensación de desequilibrio producida por
la dualidad de las miradas que abarrotaban su cabeza y le sorprendió otra
visión muy distinta de las anteriores, tan brillante como el flash de una cámara fotográfica y tan breve
como un frame disonante dentro de una
sucesión de imágenes porque, en esta ocasión, vio algo concreto y con un
significado mucho mayor del que mostraba. Su corazón se le apareció ante su ojo
vuelto trotando dentro del pecho, antes galopaba pero ahora había bajado un
poco el ritmo de su carrera. Al poder codificar con un tanto de certeza, por
fin, algo de lo que veía con su ojo izquierdo le sobrevino una tenue
tranquilidad que hizo disminuir más aún la velocidad de los latidos. Pero poco
tardaría en retomar la galopada.
La brizna de calma trajo de la mano
una profunda tristeza que cogía cuerpo en la visión de Octavio a la manera de
diminutas chispitas instantáneas de luz que salpicaban la imagen de su corazón,
como si alguien lo estuviese rociando con un pulverizador que en lugar de agua
arroja pequeñas pavesas de las que no queman pero abrasan. Creyó comprender,
sin necesidad de la navaja del filósofo, que aquello que su ojo vuelto veía no
eran sino sus emociones, su vida emocional, lo cual fue el detonante que hizo
regresar a la ansiedad tocando a rebato con su engañosa corneta de oro. Entonces
el miedo empezó a hacer que su corazón diera vuelcos y temblara como un recién
nacido al que su mamá no quiere coger en brazos para darle el calor de su
regazo, colándose en la imagen como una distorsión zigzagueante que la dejaba
medio descompuesta y deformada. Luego, el terror entró en escena y lo anterior
se multiplicó por mil hasta que apareció el pánico ensombreciendo completamente
todo lo demás salvo el sonido de los cascos de la víscera avanzando al galope
sobre una incierta y terregosa pista de carreras.
Octavio no quería ver aquello. No
quería saber de sus emociones, de su vida emocional que empezaba a hacerle
jadear impidiendo que el aire entrara en sus pulmones al tiempo que se empapaba
en sudor. Se dejó caer de lado en el sofá sintiendo una acuciante asfixia y
antes de que su cuerpo tocara el mullido asiento, antes siquiera de rozarlo,
despertó sobresaltado dando un respingo en la cama como en esas ocasiones en
las que soñamos con una caída al vacío y abrimos los ojos antes de llegar al
suelo, solo que él ya hacía tiempo que había impactado contra el firme. Levantó
los párpados buscando una luz que no encontró ni en los destellos del día que
se colaban por los agujeritos que quedaban sin cerrar en la persiana del
dormitorio. Estaba con el cuerpo totalmente mojado y respiraba con dificultad
pero la ausencia del claro del alba le sirvió como anclaje a la realidad
despierta. Sin estar completamente seguro, ni convencido al cien por cien, de
que había tenido un sueño, una pesadilla, buscó el interruptor para encender la
luz palpando la pared con su diestra hasta que sus dedos rozaron la pieza de
plástico del pulsador y, con un suave clic,
lo accionaron. Todo seguía estando negro, afuera y también adentro. La bombilla
que colgaba sobre su cabeza no iluminó su mirada, ni la exterior ni tampoco la
interior. Entonces, suspiró profundamente pasándose el antebrazo por la frente
para frenar el descenso de las gotas de sudor que resbalaban por ella, se
separó de pecho la harapienta camiseta de manga corta, chorreante, que le hacía
las veces de pijama y se alegró infinitamente por haberse quedado ciego hacía
ya un buen puñado de años y no poder ver el mundo que se abría a un lado de su
piel, el lado de allá, como también por
aferrarse a la ceguera con la que se impedía ver ese otro que tenemos en el
lado de acá.