Arturo se sentó ante su mesa
creyendo sentir que ya tenía entre las manos aquello que tantos años llevaba
buscando por los ríos de tinta que fluían de su bolígrafo. Él era un literato
de reconocido prestigio y renombre, y no uno de esos escritores de pacotilla
que se dedican a desperdiciar el tiempo y las letras en las horas muertas de
los dioses mientras fantasean, vanamente, con alcanzar la cima del monte Olimpo
a golpe de palabra, cosa que únicamente se puede hacer escribiendo con sangre y
entrañas.
Parecía que, por fin, había llegado
al puerto con el que innumerables noches soñó a lo largo de su vida, de modo
que decidió fondear allí la embarcación que patroneaba y escrutar las aguas
para localizar su captura, tal vez la mayor presa de su existencia. En los
comienzos de su dedicación al oficio literario todos los lances de su red le
reportaban grandes satisfacciones, tantas como reconocimientos y honores por
parte de su público lector pero, ya desde su primera novela de juventud una
idea comenzó a calar profundamente en sus entendederas, y también en ese otro
lugar donde la razón sucumbe víctima de su propia rigidez. Él, contaba con un
buen palmarés de obras escritas a su espalda, mundos creados sin más
herramientas que sus manos y sin más materiales que las noctámbulas horas de
soledad, mérito mayor que el del mismísimo Demiurgo, pero todos y cada uno de
sus libros le dejaban en las papilas gustativas un sabor como de derrota, de no
haber sido capaz de alcanzar la meta que cada vez se hacía más densa y
retestinada en su cabeza.
Al principio se trataba de un
pensamiento que iba y venía, no se sabe muy bien a dónde ni de dónde, de vez en
cuando y en los momentos más insospechados. Lo mismo se le cruzaba por delante
en el pasillo de la casa en la que vivía, que lo encontraba al abrir la nevera
sentado en la bandeja de plástico que empleaba para poner la fruta, escasa y
bastante reseca de soportar el implacable frío artificial en su piel, que lo
sentía correteando a su alrededor en uno de sus múltiples paseos por las calles
del barrio donde residía. Solía salir frecuentemente de su casa, aunque sólo
fuera para dar la vuelta a la manzana ya que, a veces, le sobrevenía una
sensación asfixiante al sentirse en el plácido y seguro cobijo del hogar, que
en esos momentos se convertía para él en una prensa que amenazaba con
aplastarlo como a una aceituna para extraerle los jugos. Poco a poco, este
compañero que visitaba su mente de manera puntual se fue haciendo asiduo y sus
apariciones ganaron en frecuencia, a la par que en intensidad.
Cuando la idea dejó de ser ella misma
a golpes de tiempo y telar para convertirse en una especie de depredador que
devoraba al resto de pensamientos, el asunto perdió la chispa, e incluso el
gracejo, que parecía tener para Arturo años atrás, en los días en que la veía
como una utopía a alcanzar a través de las letras, sin darse cuenta de que
podía llegar a transformarse en el lastre de su prosa. Pero, por muy claro que
viera ese peso colgando detrás de cada uno de los renglones que escribía sobre
el papel apoyado en la mesa, no era
capaz de cortar la soga que los mantenía unidos a ambos siendo, quizá, una y la
misma cosa. Tanto fue así que terminó por convertirse en una fuerte obsesión
dentro de su narrativa, del mismo modo que dentro de sí mismo con lo que, al
final, ese pensamiento llegó a ser coronado monarca del reino de este afamado e
incansable escritor que se esforzaba en la elaboración de cada uno de sus
libros.
Todo comenzó antaño, en la época de
los escritos de juventud en los que correteaba por el universo de las letras en
busca de aventuras y heroicidades, de romances y pasiones, de vida y esplendor…
Descubrió la idea una tarde en la que estaba redactando uno de sus cuentos,
casi se podría decir que ésta pasó corriendo rápidamente, como si fuese un ser
diminuto esbozado sobre el blanco del papel, en sentido opuesto al movimiento
natural que ejerce la mano en el acto de escribir. Le pareció una pequeña
chispa de vida que había logrado escapar de la tinta apresada en el folio, un
relámpago venido a menos que se enredó unos instantes en la punta del bolígrafo
que tenía en su diestra dejándolo impregnado con su aroma. Pero no sólo quedó
su perfume en el instrumento destinado a plasmar las letras, sino que también
su mano derecha se vio empapada por esa fragancia de la que nunca lograría desprenderse, como si fuesen aquellos
recuerdos de niñez que se quedan pegados a la garganta manteniéndola reseca de
por vida. A raíz de este suceso, todos sus escritos comenzaron a girar en torno
a la mencionada idea, y no sólo su obra se vio directamente afectada por ello
porque, con el tiempo, su vida entera orbitaría como un satélite girando
alrededor de sí misma persiguiendo la sombra de su sombra.
Tras la primera presentación, se convirtió
en habitual encontrarse con ese hombrecillo
cada vez que se ponía a la tarea de escribir, y más allá de eso también lo
tenía muy presente porque su imagen se había quedado agarrada al lado de
adentro de sus ojos, con lo que no podía evitar tenerlo en las retinas día y
noche. En ciertas ocasiones le parecía verlo moverse despacio por los márgenes
del papel en el que escribía, como si fuese un insecto que camina siguiendo una
senda que sólo el parece conocer, luego se quedaba quieto unos instantes y
agitaba sus miembros de manera que parecía que estuviese sufriendo cierto
temblor convulso. Tras esto, sacudía su cabecita y continuaba con su marcha
cadente hasta que llegara el momento de la siguiente parada titilante. Otras
veces, se dedicaba a ir recorriendo todas y cada una de las letras que Arturo
iba anotando, dibujando sus contornos por el lado de afuera, intentando
volverlas a escribir con su cuerpo y sus movimientos, tratando de mimetizarse
con lo escrito hasta convertirse en un manojo de símbolos, mas no lo conseguía.
Siempre estaba ahí, al lado de los grafemas, detrás de los renglones, o
saltando de linea en linea sin pisar los signos de puntuación usando el relato
como si éste fuera una rayuela gramatical, esto se daba cuando tenía el día
juguetón. Pero, con el lento avanzar de las estaciones, lo que más gustaba de
hacer era quedarse mirando fijamente al literato mientras éste trabajaba, con
una mirada que ambos conocían a la perfección.
Sentado frente a su mesa, y frente
al papel en el que tenía anotadas las claves de la que sería su próxima novela,
a buen seguro un completo éxito literario, mecía en su cabeza la misma idea que
lo había acompañado durante largos años de narraciones y poemas y que no era
sino el infantil anhelo de lograr traspasar la incierta y nebulosa barrera que
separa al escritor de lo escrito, el invisible laberinto que mantiene
distanciadas la fantasía y la realidad, el cual se materializaba para Arturo en
el trozo de papel que tenía delante de sus ojos y que únicamente era capaz de
mirar desde el lugar en el que se encontraba, desde el lado de acá de la
separación mencionada. Mientras, en el folio se encontraba el pequeño ser que
el escritor suponía que vivía en el lado de allá, en la parte trasera de las
letras donde escribía sus propias historias y cuentos o, quizá, habitaba ambos
mundos a la vez pudiendo ir y venir de uno a otro a su placer y antojo. De uno
modo u otro, él envidiaba a esa criatura al mismo tiempo que la admiraba desde
el rincón más secreto y oscuro de su herido corazón palpitante.
En esta ocasión, su duendecillo parecía distinto porque en
lugar de estar de pie, mirándolo, se
encontraba sentado en el hueco interior de una letra c mayúscula, con sus bracitos agarrados a la parte superior de ésta
y las piernecitas colgando ligeramente por debajo. Estaba de espaldas a Arturo,
cosa que llamó su atención ya que parecía observar meticulosamente alguna cosa
que sólo él lograba ver. Estuvo así unos minutos, mirando las pequeñas espaldas
de aquel homúnculo que se encontraba ensimismado en lo que fuera que estuviese
contemplando y que el escritor deseaba, más que niguna otra cosa, lograr ver
también porque esa era la meta que se había propuesto alcanzar en su carrera y,
además, era la carencia que encontraba en todas y cada una de sus obras: la
imposibilidad de escribir una historia desde dentro de la historia misma. Tomó
su bolígrafo y anotó una frase sobre el papel… Yo también quiero verlo…
Acto seguido, el duende giró la
cabeza para mirar a Arturo y le hizo seña con su brazo indicándole que se
acercara. El escritor, empezó a aproximar su cara hacia el papel y a medida que
se acercaba a éste, el extraño ser iba empequeñeciendo más y más, hasta que
estuvo tan cerca del folio que su nariz ya casi lo rozaba y el geniecillo
estaba a punto de desaparecer de su visión. Cuando notó el tacto de la hoja
fría en la punta de su apéndice nasal, se dio cuenta de que no sentía la
resistencia física a la que venimos estando sometidos en esta realidad
newtoniana, por lo que decidió continuar avanzando un poco más para ver qué
sucedía.
El resto fue como un deslizar de los
pies sobre el firme encerado, o un patinazo de neumático al pisar una mancha de
aceite. Lo siguiente que alcanzaron a ver los ojos de Arturo fue su mesa, la
silla en la que descansaba unos instantes, o quizá unas eternidades, atrás y la
habitación en la que llevaba toda su vida combinando letras para formar
palabras y frases con las que componer historias. Pero su silla lucía solitaria,
no estaba él montando los lomos sobre los que había cabalgado tantos relatos, y
su bolígrafo yacía al lado del papel más muerto que vivo.
Con la postrera pretensión de vivir,
por fin, una historia desde el lado de adentro pese a que nunca jamás fuera
capaz de escribirla, ni de escribir una sola letra más, se acomodó en la
curvatura de una j mayúscula y empezó
a columpiarse como nunca antes lo había hecho, mientras observaba la historia
que despuntaba en su habitación empujada por la alborada que rompía el negro de
la noche, dejándolo hecho un claroscuro que difuminaba los contornos y los
límites de la realidad en la que se encontraba.
Marcos
Lloret García